Las virulentas reacciones a mi “Duelo por la República Española” me han proporcionado, además de la condena de algún colega, la ocasión de considerar lo arraigado de las más deleznables actitudes franquistas que perviven entre nosotros cuando se cruzan sentimientos de origen difícilmente discernible, como son los que desde hace años muestra hacia mí un personaje llamado Vicenç Navarro.
Es propenso este caballero a dividir a los españoles en vencedores y vencidos y, como de esos ya quedan pocos, a mantener la divisoria atribuyendo lo que tal o cual periodista, historiador, sociólogo o columnista dice o deja de decir a su calidad de hijo de vencedor o hijo de vencido. Sólo Franco y la cada vez más estrecha camarilla que lo rodeaba defendieron hasta el final de sus días –pero de esto hará pronto 35 años- la vigencia eterna de aquella línea divisoria que en 1956 unos estudiantes de la Universidad de Madrid fueron los primeros en borrar presentándose en un manifiesto como “Nosotros, hijos de los vencedores y de los vencidos”. Navarro parece no haberse enterado de la irrupción de este nuevo sujeto colectivo y comete una y otra vez la infamia de atribuir tal o cual opinión al hecho de que tal o cual escritor sea hijo de vencedor o de vencido, como si los hijos tuvieran que cargar de por vida con una originaria culpa de los padres al modo que pretende la moral y la política judeocristiana. Vil y ruin costumbre porque, además de insultar en el hijo la memoria del padre muerto, con esa expresión, “hijo de vencedor”, se ha referido hace unas semanas a alguien cuyos padre y abuelo fueron asesinados, en los días de julio de 1936, a manos de quienes habrían de ser tres años después “los vencidos”. Para mayor ignominia de Navarro en su papel de inquisidor genealógico, resulta que este hijo de vencedor se afilió en 1955 al Partido Comunista, el partido por antonomasia de los vencidos.
A la vileza y ruindad de este modo franquista de proceder, se añade la mentira cuando ahora atribuye lo que yo he escrito en “Duelo por la República Española” al supuesto hecho de que mi padre fue un militar que apoyó la sublevación. Me da pereza y algo de repugnancia tener que rebatir esta imputación, por lo que tiene de producto de una retorcida mente de los más sombríos tiempos de la dictadura, pero no tengo más remedio que recordar, públicamente porque pública es la imputación, que mi padre, segundo maquinista de la Armada, fue denunciado por un capitán de navío de haber participado en la noche de 21 de julio de 1936 en la acción de dar agua al dique donde limpiaba fondos el “Cervera”, una historia que yo había oído contar de boca de otros familiares y que hoy está documentada. En el primer momento no consiguieron su propósito –escribe el capitán de navío en su segunda denuncia, firmada en marzo de 1941- “debido al intenso fuego de fusil que se hizo desde las oficinas de Armamentos, Secretaría e Ingenieros, en vista de lo cual volvieron al barco y este Maquinista [mi padre] fue rompiendo con un fusil las bombillas que iluminaban el camino que tenían que seguir hasta las compuertas, conseguido lo cual pudieron llegar a ellas y dar agua al dique, quedando el barco en condiciones de hacernos, como así lo hizo, fuego con su artillería”. El mismo denunciante, que se negaba a recibir al segundo maquinista bajo su mando, continuaba exponiendo que cuando mandaba el “Císcar” logró desembarcar a mi padre porque “en ningún caso podría tener a mis órdenes a un individuo que había estado haciendo fuego contra mí y la gente que conmigo defendió el Arsenal”.
No puedo saber qué hay de verdad ni qué de inquina del capitán de navío hacia el segundo maquinista en su doble denuncia. Lo que sí sé es que la acusación surtió esta vez el efecto perseguido: mi padre pasó a la condición de retirado un mes después de presentada y mi familia y yo, que para entonces aún no había cumplido mi primer año de vida, tuvimos que abandonar Ferrol y, después de recalar en Vigo, terminar en Sevilla, adonde llegamos en 1946. Las penalidades que acompañaron, en los años del hambre, la búsqueda y el desempeño por mi padre de algún trabajo con que alimentar a sus numerosos hijos, se quedan para mí y para mi memoria personal y familiar.
Obsesiona a Vicenç Navarro que yo, enfermo de soberbia, no haya entrado nunca en debate con él a pesar de la cantidad de veces que le he proporcionado gratuitamente material para sus diatribas al modo franquista. Bueno, prometo corregirme, salir de mi silencio, que tiene más de pereza que de desprecio, y debatir hasta el agotamiento y aún contarle toda mi vida si, por una vez, da muestras de ser un hombre honrado y retira su ofensa a la memoria de mi padre.
Es propenso este caballero a dividir a los españoles en vencedores y vencidos y, como de esos ya quedan pocos, a mantener la divisoria atribuyendo lo que tal o cual periodista, historiador, sociólogo o columnista dice o deja de decir a su calidad de hijo de vencedor o hijo de vencido. Sólo Franco y la cada vez más estrecha camarilla que lo rodeaba defendieron hasta el final de sus días –pero de esto hará pronto 35 años- la vigencia eterna de aquella línea divisoria que en 1956 unos estudiantes de la Universidad de Madrid fueron los primeros en borrar presentándose en un manifiesto como “Nosotros, hijos de los vencedores y de los vencidos”. Navarro parece no haberse enterado de la irrupción de este nuevo sujeto colectivo y comete una y otra vez la infamia de atribuir tal o cual opinión al hecho de que tal o cual escritor sea hijo de vencedor o de vencido, como si los hijos tuvieran que cargar de por vida con una originaria culpa de los padres al modo que pretende la moral y la política judeocristiana. Vil y ruin costumbre porque, además de insultar en el hijo la memoria del padre muerto, con esa expresión, “hijo de vencedor”, se ha referido hace unas semanas a alguien cuyos padre y abuelo fueron asesinados, en los días de julio de 1936, a manos de quienes habrían de ser tres años después “los vencidos”. Para mayor ignominia de Navarro en su papel de inquisidor genealógico, resulta que este hijo de vencedor se afilió en 1955 al Partido Comunista, el partido por antonomasia de los vencidos.
A la vileza y ruindad de este modo franquista de proceder, se añade la mentira cuando ahora atribuye lo que yo he escrito en “Duelo por la República Española” al supuesto hecho de que mi padre fue un militar que apoyó la sublevación. Me da pereza y algo de repugnancia tener que rebatir esta imputación, por lo que tiene de producto de una retorcida mente de los más sombríos tiempos de la dictadura, pero no tengo más remedio que recordar, públicamente porque pública es la imputación, que mi padre, segundo maquinista de la Armada, fue denunciado por un capitán de navío de haber participado en la noche de 21 de julio de 1936 en la acción de dar agua al dique donde limpiaba fondos el “Cervera”, una historia que yo había oído contar de boca de otros familiares y que hoy está documentada. En el primer momento no consiguieron su propósito –escribe el capitán de navío en su segunda denuncia, firmada en marzo de 1941- “debido al intenso fuego de fusil que se hizo desde las oficinas de Armamentos, Secretaría e Ingenieros, en vista de lo cual volvieron al barco y este Maquinista [mi padre] fue rompiendo con un fusil las bombillas que iluminaban el camino que tenían que seguir hasta las compuertas, conseguido lo cual pudieron llegar a ellas y dar agua al dique, quedando el barco en condiciones de hacernos, como así lo hizo, fuego con su artillería”. El mismo denunciante, que se negaba a recibir al segundo maquinista bajo su mando, continuaba exponiendo que cuando mandaba el “Císcar” logró desembarcar a mi padre porque “en ningún caso podría tener a mis órdenes a un individuo que había estado haciendo fuego contra mí y la gente que conmigo defendió el Arsenal”.
No puedo saber qué hay de verdad ni qué de inquina del capitán de navío hacia el segundo maquinista en su doble denuncia. Lo que sí sé es que la acusación surtió esta vez el efecto perseguido: mi padre pasó a la condición de retirado un mes después de presentada y mi familia y yo, que para entonces aún no había cumplido mi primer año de vida, tuvimos que abandonar Ferrol y, después de recalar en Vigo, terminar en Sevilla, adonde llegamos en 1946. Las penalidades que acompañaron, en los años del hambre, la búsqueda y el desempeño por mi padre de algún trabajo con que alimentar a sus numerosos hijos, se quedan para mí y para mi memoria personal y familiar.
Obsesiona a Vicenç Navarro que yo, enfermo de soberbia, no haya entrado nunca en debate con él a pesar de la cantidad de veces que le he proporcionado gratuitamente material para sus diatribas al modo franquista. Bueno, prometo corregirme, salir de mi silencio, que tiene más de pereza que de desprecio, y debatir hasta el agotamiento y aún contarle toda mi vida si, por una vez, da muestras de ser un hombre honrado y retira su ofensa a la memoria de mi padre.