En su reciente artículo “Julio de 1936”, aparecido en Público, me acusa Josep Fontana, sin citar ni una sola frase mía, de sostener las mismas tesis “de los sublevados, la de la carta colectiva de los obispos o la del revisionismo neofranquista de nuestro días”. A renglón seguido, afirma que me tiene “demasiado respeto”: hubiera preferido yo menos respeto y más lectura de lo realmente escrito en ese artículo, que no era sobre “la naturaleza de la Guerra Civil” sino, en su primera parte, sobre la violencia desencadenada en zona republicana desde la misma tarde de la rebelión militar y, en la segunda, sobre los trabajos emprendidos por algunos españoles para recusar la herencia recibida y abrir caminos de futuro.
Repetiré, porque así lo requiere una mínima defensa de las falaces imputaciones de Fontana, lo que he escrito decenas de veces: que la rebelión militar de 17 y 18 de julio no tuvo ningún carácter preventivo frente a una supuesta amenaza de revolución comunista; que fue una rebelión contra el gobierno legítimo de una República democrática y, en palabras de Azaña, un crimen contra la nación; que, una vez puesta en marcha, procedió a “erradicar, depurar, purgar, expurgar, liquidar, borrar, arrancar, destruir, abominar, arrumbar, suprimir” todo lo que representaba la República: ese fue el léxico empleado por el nuevo Estado en gestación, como ya escribí en El siglo XX en España. Política y Sociedad (Madrid, 1999, p. 146). De manera que, por ese lado, tengo desde hace tiempo las cosas bastantes claras: los militares insurrectos no trataron sólo de conquistar el poder: trataron de destruir un Estado y liquidar una sociedad y pusieron para ello manos a la obra desde el primer momento y todavía con más ahínco y más perdurable intensidad tras recibir el apoyo de la Iglesia católica, que mantuvo durante largos años su discurso de depuración y de exterminio del enemigo, identificado como la Anti-España.
Pero, en esta ocasión, mi artículo no iba de eso sino de la violencia revolucionaria y, a este respecto, Fontana se equivoca de medio a medio cuando afirma que sólo después de la violencia fundacional ejercida por los rebeldes “empezó una guerra civil que desbordó el proyecto político republicano y dio paso a una situación nueva”, concediendo, para ese momento posterior, que el análisis de “la violencia de ambos bandos debe hacerse sin duda con algunas de las cautelas que preocupan a Santos Juliá”. No, no se trata de algunas cautelas ni de mis particulares preocupaciones. Se trata de abandonar los eufemismos, establecer los hechos y proceder a su análisis. Y los hechos son que inmediatamente que llegaron las primeras noticias de la rebelión militar, en la misma tarde y noche de 18 de julio, “la situación nueva” tuvo el nombre de revolución y que, como todas las revoluciones, recurrió a la violencia sobre personas y cosas representativas de la sociedad que se pretendía destruir. Dicho de otro modo: lo que “desbordó el proyecto político republicano” no fue la guerra civil sino la revolución, impulsada por la rebelión militar, pero movida por una dinámica propia, no meramente reactiva sino autónoma respecto del terror y de la represión que se abatió sobre la clase obrera y campesina y sobre los republicanos de clase media y profesional en los territorios bajo control de los rebeldes.
Como ellos mismos se encargaron de proclamar en múltiples ocasiones, los revolucionarios no tenían ningún interés en la defensa de la República, a la que consideraban último baluarte de la dominación burguesa, sino en la revolución, que consistía, como ocurrió en tantos pueblos y ciudades, en destruir por medio del fuego registros de propiedad, iglesias, dinero, y en saquear y exterminar a los representantes del mundo caduco que habría de desaparecer. A esto llama Fontana “sobrepasar el proyecto político republicano” y “dar paso a una situación nueva”. Vale, a utilizar éste o cualquier otro eufemismo por el estilo, está Fontana en su derecho. Pero no lo está, aunque sea su bien demostrada costumbre, a difamar a quien define lo ocurrido con el nombre utilizado por los mismos protagonistas de los hechos: una revolución que haría nacer un nuevo mundo entre dolores de parto. Cataluña y Madrid fueron, durante los días y semanas que siguieron a la rebelión, testigos de esta violencia revolucionaria que segó la vida a varias decenas de miles de personas de forma menos espontánea de lo que tantas veces se supone, como si todo se hubiera reducido a desmanes de gentes incontroladas. Sólo meses después, cuando la revolución hubo de ceder ante las exigencias de la guerra, y la misma guerra, de civil se amplió a internacional, fue cuando la República pudo restablecer cierto orden en retaguardia. En Barcelona, donde la recuperación del control por la Generalitat apoyada en el PSUC provocó en los primeros días de mayo de 1937 lo que ya entonces se llamó una guerra civil dentro de la guerra civil, con su secuela de muertos y asesinados dentro del mismo campo republicano, saben mucho de todo esto, aunque Fontana procure mirar hacia otro lado siempre que la exigencia del trabajo de historiador obliga a mirar las cosas de frente.
En todo caso, el artículo que ha motivado la acusación mendaz, el juicio sumario y la innoble sentencia de Fontana no trataba de la naturaleza de la guerra civil sino de cómo logramos, tantos años después, salir de una guerra de esa naturaleza. Y es lástima que, sobre este punto, Josep Fontana no tenga nada que decir, salvo difamar a quien no hace más que llamar a las cosas por su nombre.
Repetiré, porque así lo requiere una mínima defensa de las falaces imputaciones de Fontana, lo que he escrito decenas de veces: que la rebelión militar de 17 y 18 de julio no tuvo ningún carácter preventivo frente a una supuesta amenaza de revolución comunista; que fue una rebelión contra el gobierno legítimo de una República democrática y, en palabras de Azaña, un crimen contra la nación; que, una vez puesta en marcha, procedió a “erradicar, depurar, purgar, expurgar, liquidar, borrar, arrancar, destruir, abominar, arrumbar, suprimir” todo lo que representaba la República: ese fue el léxico empleado por el nuevo Estado en gestación, como ya escribí en El siglo XX en España. Política y Sociedad (Madrid, 1999, p. 146). De manera que, por ese lado, tengo desde hace tiempo las cosas bastantes claras: los militares insurrectos no trataron sólo de conquistar el poder: trataron de destruir un Estado y liquidar una sociedad y pusieron para ello manos a la obra desde el primer momento y todavía con más ahínco y más perdurable intensidad tras recibir el apoyo de la Iglesia católica, que mantuvo durante largos años su discurso de depuración y de exterminio del enemigo, identificado como la Anti-España.
Pero, en esta ocasión, mi artículo no iba de eso sino de la violencia revolucionaria y, a este respecto, Fontana se equivoca de medio a medio cuando afirma que sólo después de la violencia fundacional ejercida por los rebeldes “empezó una guerra civil que desbordó el proyecto político republicano y dio paso a una situación nueva”, concediendo, para ese momento posterior, que el análisis de “la violencia de ambos bandos debe hacerse sin duda con algunas de las cautelas que preocupan a Santos Juliá”. No, no se trata de algunas cautelas ni de mis particulares preocupaciones. Se trata de abandonar los eufemismos, establecer los hechos y proceder a su análisis. Y los hechos son que inmediatamente que llegaron las primeras noticias de la rebelión militar, en la misma tarde y noche de 18 de julio, “la situación nueva” tuvo el nombre de revolución y que, como todas las revoluciones, recurrió a la violencia sobre personas y cosas representativas de la sociedad que se pretendía destruir. Dicho de otro modo: lo que “desbordó el proyecto político republicano” no fue la guerra civil sino la revolución, impulsada por la rebelión militar, pero movida por una dinámica propia, no meramente reactiva sino autónoma respecto del terror y de la represión que se abatió sobre la clase obrera y campesina y sobre los republicanos de clase media y profesional en los territorios bajo control de los rebeldes.
Como ellos mismos se encargaron de proclamar en múltiples ocasiones, los revolucionarios no tenían ningún interés en la defensa de la República, a la que consideraban último baluarte de la dominación burguesa, sino en la revolución, que consistía, como ocurrió en tantos pueblos y ciudades, en destruir por medio del fuego registros de propiedad, iglesias, dinero, y en saquear y exterminar a los representantes del mundo caduco que habría de desaparecer. A esto llama Fontana “sobrepasar el proyecto político republicano” y “dar paso a una situación nueva”. Vale, a utilizar éste o cualquier otro eufemismo por el estilo, está Fontana en su derecho. Pero no lo está, aunque sea su bien demostrada costumbre, a difamar a quien define lo ocurrido con el nombre utilizado por los mismos protagonistas de los hechos: una revolución que haría nacer un nuevo mundo entre dolores de parto. Cataluña y Madrid fueron, durante los días y semanas que siguieron a la rebelión, testigos de esta violencia revolucionaria que segó la vida a varias decenas de miles de personas de forma menos espontánea de lo que tantas veces se supone, como si todo se hubiera reducido a desmanes de gentes incontroladas. Sólo meses después, cuando la revolución hubo de ceder ante las exigencias de la guerra, y la misma guerra, de civil se amplió a internacional, fue cuando la República pudo restablecer cierto orden en retaguardia. En Barcelona, donde la recuperación del control por la Generalitat apoyada en el PSUC provocó en los primeros días de mayo de 1937 lo que ya entonces se llamó una guerra civil dentro de la guerra civil, con su secuela de muertos y asesinados dentro del mismo campo republicano, saben mucho de todo esto, aunque Fontana procure mirar hacia otro lado siempre que la exigencia del trabajo de historiador obliga a mirar las cosas de frente.
En todo caso, el artículo que ha motivado la acusación mendaz, el juicio sumario y la innoble sentencia de Fontana no trataba de la naturaleza de la guerra civil sino de cómo logramos, tantos años después, salir de una guerra de esa naturaleza. Y es lástima que, sobre este punto, Josep Fontana no tenga nada que decir, salvo difamar a quien no hace más que llamar a las cosas por su nombre.