En varios artículos publicados en revistas académicas y en volúmenes colectivos, y cada vez que trata del PSOE en la transición, el historiador Abdón Mateos se siente obligado a recordar que lo ocurrido en aquellos años no fue una refundación, como yo habría “propugnado” en mi libro Los socialistas en la política española, 1879-1982 (Madrid, 1997), sino una renovación en la continuidad, puesta en marcha por la segunda generación del exilio. Muestra Abdón Mateos una tan sostenida y reiterada dedicación a rechazar la idea de refundación, confundiéndola invariablemente con la de ruptura, que voy a dedicar unos minutos a aclarar el significado del concepto para ver si, en efecto, cuadra o no con la experiencia del PSOE durante esos años.
El Diccionario del Español Actual, más madrugador que el de la Real Academia Española en introducir esta voz, define <refundación> de la siguiente manera: “Transformar radicalmente [una institución u organización, espc. un partido político] adaptándo[los] a las nuevas circunstancias.” Así que, primera aclaración: refundar no es romper ni refundación equivale a ruptura. Por supuesto, refundar no significa salir de un partido para crear otro; refundar significa transformar una organización para adaptarla a una nueva situación. Por tanto, segunda aclaración, la refundación entraña una continuidad del mismo partido, o sea, del partido refundado con el objetivo de hacer frente a las nuevas circunstancias. Lo cual, en el caso de la refundación del PSOE es por sí mismo evidente: se trata del mismo partido, con idénticas siglas, sin ninguna nueva adjetivación (como es sabido, lo de PSOE Renovado fue un uso de los medios de comunicación, y del Ministerio de la Gobernación, pero nunca una nueva identificación del partido). En eso consistió precisamente todo el arte de la operación y eso explica su éxito: en mantener el mismo partido a la par que se transformaba de arriba abajo, desde sus órganos dirigentes a su militancia, pasando por sus políticas y sus estatutos, una estrategia que distingue desde el primer momento al grupo de jóvenes socialistas sevillanos, nunca tentado de sacar al mercado político la oferta de una nueva marca, como fue el caso de tantos fundadores de pequeños partidos, grupos y grupúsculos durante los años de la famosa sopa de siglas.
¿Hasta dónde llegó la transformación? Se desprende del Diccionario del Español Actual que, para refundar, es preciso transformar radicalmente. Ya se sabe que los adverbios de modo admiten un más y un menos, pero todo el mundo está de acuerdo en que <radicalmente> significa a fondo. Tomemos pues el adverbio etimológicamente: desde la raíz. ¿Ocurrió esto en el PSOE o todo se redujo a una renovación en la continuidad, o sea, a un proceso de renovación iniciado por el mismo exilio que de esta manera aseguró la continuidad del partido? Tal vez aplicada al Partido Comunista de España en aquellos mismos años esa descripción sería acertada. El PCE, en efecto, renovó su dirección, con una considerable incorporación de la joven militancia del interior a los organismos dirigentes y a las candidaturas electorales (aunque las posiciones decisivas permanecieran en manos de los dirigentes del exilio, bueno era Santiago Carrillo para permitir otra cosa), a la par que renovaba su discurso político, su ideología, con la invención del “eurocomunismo” en una estrategia de pacto que le permitiera ocupar en el proceso político, a la manera italiana que le sirvió de inspiración, la posición de una socialdemocracia clásica, quiero decir, de la socialdemocracia de antes de la Gran Guerra.
Pero en el PSOE ocurrió mucho más que eso, y muy diferente. Si se considera la fase de tiempo a la que he aplicado el concepto de refundación –entre el congreso de Toulouse de 1972 y el extraordinario de Madrid de 1979, con su momento de inflexión en el congreso de Suresnes de 1974- es claro que se produjo un vuelco completo del exilio al interior de los organismos dirigentes. A diferencia de lo ocurrido con el PCE, la presencia del exilio fue testimonial, con responsabilidades de segundo rango en los órganos dirigentes y por completo marginal en la definición de las estrategias políticas del partido: nadie del exilio desempeñó un papel decisivo en la formulación de las políticas del PSOE desde 1974. Más aún, la dinámica de absorción de otros grupos y partidos socialistas de ámbito local o regional en la organización del PSOE dio lugar a partir de 1977 a una nueva estructura de carácter federal, que acabó con el barullo de grupos socialistas y permitió la incorporación por vez primera de los socialistas catalanes a un partido de ámbito estatal, un fenómeno inédito en la centenaria historia del socialismo español y de todo punto imposible si el cambio se hubiera reducido a una renovación en la continuidad. Y tan importante como eso, el número de afiliados, que apenas rozaba los dos mil en 1972 se situó siete años después en torno a 101.000, de los cuales la mitad eran, una vez celebradas las primeras elecciones municipales, cargos oficiales: nada que ver, pues, con el PSOE del exilio.
Por lo que se refiere al máximo órgano del partido, el congreso, los nuevos dirigentes establecieron un sistema de representación mayoritaria –cada Federación contaba con un solo voto que se multiplicaba por el número de sus afiliados- con objeto de garantizar un rígido control de la comisión ejecutiva federal. Afirmar, como hace Mateos, que la reestructuración del socialismo español fue impulsada desde el exilio, llamando reestructuración a la pugna abierta entre los dirigentes de algunas agrupaciones, especialmente la de París, con la central de Toulouse, no tiene sentido: Arsenio Jimeno y sus compañeros no podían ni imaginar, cuando iniciaron en 1972 su asalto a la comisión ejecutiva radicada en Toulouse, presidida desde 1945 por Rodolfo Llopis, que finalmente quedarían desplazados de la dirección y que su iniciativa fuera a desembocar en un tipo de organización como el que desde 1979 garantizó al PSOE, en España, su triunfo en cuatro elecciones generales consecutivas, las de 1982, 1986, 1989 y 1993.
Las luchas internas del exilio –a las que creo haber dado la importancia que realmente tuvieron en mi historia del PSOE- además de allanar el camino a los socialistas del interior precipitando la caída de Rodolfo Llopis, sirvieron a éstos para conseguir reconocimiento en el exterior y una legitimidad suplementaria en su estrategia de traer toda la ejecutiva a España antes de la muerte de Franco y refundar así el partido sobre nuevas bases orgánicas, ideológicas y estratégicas. En ninguna de estas dimensiones, los militantes del exilio desempeñaron un papel decisivo, como tampoco lo desempeñaron en el congreso de Suresnes ni, claro está, en el de Madrid de diciembre de 1976, por no hablar de su presencia en las candidaturas del PSOE en las elecciones de junio de 1977, sin parangón posible con la de los exiliados del Partido Comunista. El partido socialista que entró en la década de 1970 casi desaparecido del mapa político y, después de alcanzar la posición hegemónica en la izquierda española, la terminó como única alternativa posible de gobierno, no fue una mera renovación en la continuidad del PSOE del exilio; fue, con todas las de la ley, un partido refundado, o sea trasformado radicalmente en su organización, en su militancia, en su ideología y en sus políticas para hacer frente a las nuevas circunstancias.
El Diccionario del Español Actual, más madrugador que el de la Real Academia Española en introducir esta voz, define <refundación> de la siguiente manera: “Transformar radicalmente [una institución u organización, espc. un partido político] adaptándo[los] a las nuevas circunstancias.” Así que, primera aclaración: refundar no es romper ni refundación equivale a ruptura. Por supuesto, refundar no significa salir de un partido para crear otro; refundar significa transformar una organización para adaptarla a una nueva situación. Por tanto, segunda aclaración, la refundación entraña una continuidad del mismo partido, o sea, del partido refundado con el objetivo de hacer frente a las nuevas circunstancias. Lo cual, en el caso de la refundación del PSOE es por sí mismo evidente: se trata del mismo partido, con idénticas siglas, sin ninguna nueva adjetivación (como es sabido, lo de PSOE Renovado fue un uso de los medios de comunicación, y del Ministerio de la Gobernación, pero nunca una nueva identificación del partido). En eso consistió precisamente todo el arte de la operación y eso explica su éxito: en mantener el mismo partido a la par que se transformaba de arriba abajo, desde sus órganos dirigentes a su militancia, pasando por sus políticas y sus estatutos, una estrategia que distingue desde el primer momento al grupo de jóvenes socialistas sevillanos, nunca tentado de sacar al mercado político la oferta de una nueva marca, como fue el caso de tantos fundadores de pequeños partidos, grupos y grupúsculos durante los años de la famosa sopa de siglas.
¿Hasta dónde llegó la transformación? Se desprende del Diccionario del Español Actual que, para refundar, es preciso transformar radicalmente. Ya se sabe que los adverbios de modo admiten un más y un menos, pero todo el mundo está de acuerdo en que <radicalmente> significa a fondo. Tomemos pues el adverbio etimológicamente: desde la raíz. ¿Ocurrió esto en el PSOE o todo se redujo a una renovación en la continuidad, o sea, a un proceso de renovación iniciado por el mismo exilio que de esta manera aseguró la continuidad del partido? Tal vez aplicada al Partido Comunista de España en aquellos mismos años esa descripción sería acertada. El PCE, en efecto, renovó su dirección, con una considerable incorporación de la joven militancia del interior a los organismos dirigentes y a las candidaturas electorales (aunque las posiciones decisivas permanecieran en manos de los dirigentes del exilio, bueno era Santiago Carrillo para permitir otra cosa), a la par que renovaba su discurso político, su ideología, con la invención del “eurocomunismo” en una estrategia de pacto que le permitiera ocupar en el proceso político, a la manera italiana que le sirvió de inspiración, la posición de una socialdemocracia clásica, quiero decir, de la socialdemocracia de antes de la Gran Guerra.
Pero en el PSOE ocurrió mucho más que eso, y muy diferente. Si se considera la fase de tiempo a la que he aplicado el concepto de refundación –entre el congreso de Toulouse de 1972 y el extraordinario de Madrid de 1979, con su momento de inflexión en el congreso de Suresnes de 1974- es claro que se produjo un vuelco completo del exilio al interior de los organismos dirigentes. A diferencia de lo ocurrido con el PCE, la presencia del exilio fue testimonial, con responsabilidades de segundo rango en los órganos dirigentes y por completo marginal en la definición de las estrategias políticas del partido: nadie del exilio desempeñó un papel decisivo en la formulación de las políticas del PSOE desde 1974. Más aún, la dinámica de absorción de otros grupos y partidos socialistas de ámbito local o regional en la organización del PSOE dio lugar a partir de 1977 a una nueva estructura de carácter federal, que acabó con el barullo de grupos socialistas y permitió la incorporación por vez primera de los socialistas catalanes a un partido de ámbito estatal, un fenómeno inédito en la centenaria historia del socialismo español y de todo punto imposible si el cambio se hubiera reducido a una renovación en la continuidad. Y tan importante como eso, el número de afiliados, que apenas rozaba los dos mil en 1972 se situó siete años después en torno a 101.000, de los cuales la mitad eran, una vez celebradas las primeras elecciones municipales, cargos oficiales: nada que ver, pues, con el PSOE del exilio.
Por lo que se refiere al máximo órgano del partido, el congreso, los nuevos dirigentes establecieron un sistema de representación mayoritaria –cada Federación contaba con un solo voto que se multiplicaba por el número de sus afiliados- con objeto de garantizar un rígido control de la comisión ejecutiva federal. Afirmar, como hace Mateos, que la reestructuración del socialismo español fue impulsada desde el exilio, llamando reestructuración a la pugna abierta entre los dirigentes de algunas agrupaciones, especialmente la de París, con la central de Toulouse, no tiene sentido: Arsenio Jimeno y sus compañeros no podían ni imaginar, cuando iniciaron en 1972 su asalto a la comisión ejecutiva radicada en Toulouse, presidida desde 1945 por Rodolfo Llopis, que finalmente quedarían desplazados de la dirección y que su iniciativa fuera a desembocar en un tipo de organización como el que desde 1979 garantizó al PSOE, en España, su triunfo en cuatro elecciones generales consecutivas, las de 1982, 1986, 1989 y 1993.
Las luchas internas del exilio –a las que creo haber dado la importancia que realmente tuvieron en mi historia del PSOE- además de allanar el camino a los socialistas del interior precipitando la caída de Rodolfo Llopis, sirvieron a éstos para conseguir reconocimiento en el exterior y una legitimidad suplementaria en su estrategia de traer toda la ejecutiva a España antes de la muerte de Franco y refundar así el partido sobre nuevas bases orgánicas, ideológicas y estratégicas. En ninguna de estas dimensiones, los militantes del exilio desempeñaron un papel decisivo, como tampoco lo desempeñaron en el congreso de Suresnes ni, claro está, en el de Madrid de diciembre de 1976, por no hablar de su presencia en las candidaturas del PSOE en las elecciones de junio de 1977, sin parangón posible con la de los exiliados del Partido Comunista. El partido socialista que entró en la década de 1970 casi desaparecido del mapa político y, después de alcanzar la posición hegemónica en la izquierda española, la terminó como única alternativa posible de gobierno, no fue una mera renovación en la continuidad del PSOE del exilio; fue, con todas las de la ley, un partido refundado, o sea trasformado radicalmente en su organización, en su militancia, en su ideología y en sus políticas para hacer frente a las nuevas circunstancias.