Tendría que sentirme muy halagado por el hecho de que cuatro distinguidos historiadores profesionales, uno procedente de más allá de la mar océana, otro de allende los Pirineos, y otros dos queridos colegas españoles, hayan creído necesario juntar sus talentos (Público, 12 de julio de 2011) para ocuparse de la relación entre memoria e historia expuesta por mi en un artículo titulado “Por la autonomía de la historia”, publicado el pasado noviembre en la revista Claves.
Muy halagado y muy agradecido, porque no es la primera vez que me dedican su precioso tiempo: Sebastiaan Faber, experto en argumentos ad hominem falsificando a conciencia la vida del hombre del que habla, fabuló hace años que mis intervenciones sobre memoria e historia se debían a que soy “a regular panelist” en programas de televisión y “a paid employee” de un gran conglomerado de medios; François Godicheau, experto en juicios de intención, dictaminó que el motivo que animaba al libro, coordinado por mí, Víctimas de la guerra civil (Temas de Hoy, 1999), consistía en “trabajar por el olvido”; y de los queridos colegas Sánchez León e Izquierdo para qué hablar: se han ocupado tantas veces de mí en sus programas de radio sin tener nunca el detalle de invitarme… En fin, que llueve sobre mojado.
Si cuelgo esta nota es para felicitar a los cuatro por haber descubierto la causa última del desastre de diccionario biográfico publicado por la Real Academia de la Historia y al que yo mismo dediqué una columna en El País titulada “Una desgracia de diccionario”. Resulta que estas cosas ocurren porque “los historiadores españoles”, de los que yo soy “ejemplo representativo” y mi artículo es prueba irrebatible, no han sabido conquistar para la profesión “la cultura del prestigio y de la evaluación” que consiste en someter lo que escriben a la revisión de sus pares. Ahora, esto último es precisamente lo que yo indicaba en mi columna: que un diccionario, como ocurre hoy con todos los artículos presentados a publicación en revistas científicas, también en las de historia, necesita ser sometido a revisión externa; práctica, por cierto, común en España, aunque al parecer ni los académicos ni ninguno de mis cuatro colegas se haya enterado.
Pero hay que tener lo que en la Sevilla de mi infancia y juventud llamaban mala sombra para confundir la autonomía de la historia que yo defiendo con el blindaje contra la revisión externa defendido por el director de la Real Academia de la Historia. Autonomía de la historia tampoco quiere decir derecho exclusivo de los historiadores profesionales a escribir sobre el pasado. Sería ridículo, además de estúpido, pretenderlo: la novela, el teatro, el documental, la fotografía, el cine, las series de televisión, los museos, las exposiciones han compartido y comparten necesariamente con la historia la mirada hacia el pasado; forman, por decirlo con Jaume Vicens Vives, “la gran familia de observadores de los hechos del pasado.” Estos cuatro ciudadanos saben bien que no se trata de eso y que jamás he denunciado –es que ni se me ocurre- como intrusismo que alguien que no sea historiador escriba sobre el pasado. A lo que yo me refería con autonomía de la historia es a lo que Yosef H. Yerushalmi definió como una pasión austera por el pasado, es decir, no poner la historia al servicio de un partido, un Estado, una religión, una clase, una nación, una identidad colectiva, ni tampoco de una memoria. Nada que ver con la revisión por pares, ni con un derecho exclusivo de los historiadores sobre el pasado, sino con aquello que escribió Paul Ricoeur cuando recordaba que la autonomía del conocimiento histórico, en relación con el fenómeno mnemónico, constituye “el principal presupuesto de una epistemología coherente de la historia como disciplina científica y literaria.”
Y para terminar, un reproche, una recomendación y un ruego. El reproche: hombre, vale, los “historiadores españoles” no hemos alcanzado las cimas de nuestros colegas franceses o americanos en la “cultura del prestigio y de la evaluación”, pero entre nosotros, repito, es no ya habitual sino pura rutina someter nuestros artículos a revisión de dos evaluadores anónimos antes de ser publicados. La recomendación: si quieren que su alabanza de los “ciudadanos historiadores” frente a los “historiadores profesionales” no suene a simple impostura, lo que deben hacer de inmediato es abandonar su profesión de historiadores, renunciar a la docencia en sus instituciones de enseñanza superior, despedirse de sus departamentos en universidades y colleges, bajar a la plaza pública, montar su tienda, llevarse allí sus ordenadores y ficheros y comenzar a escribir sus historias desde la calle. Y el ruego: si en alguna nueva ocasión, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, se les ocurre ocuparse otra vez de mí, por favor, que no me llamen con esa cursilada de “ejemplo representativo”: nunca he sido ejemplo de nada y jamás se me ha ocurrido representar a nadie.
Muy halagado y muy agradecido, porque no es la primera vez que me dedican su precioso tiempo: Sebastiaan Faber, experto en argumentos ad hominem falsificando a conciencia la vida del hombre del que habla, fabuló hace años que mis intervenciones sobre memoria e historia se debían a que soy “a regular panelist” en programas de televisión y “a paid employee” de un gran conglomerado de medios; François Godicheau, experto en juicios de intención, dictaminó que el motivo que animaba al libro, coordinado por mí, Víctimas de la guerra civil (Temas de Hoy, 1999), consistía en “trabajar por el olvido”; y de los queridos colegas Sánchez León e Izquierdo para qué hablar: se han ocupado tantas veces de mí en sus programas de radio sin tener nunca el detalle de invitarme… En fin, que llueve sobre mojado.
Si cuelgo esta nota es para felicitar a los cuatro por haber descubierto la causa última del desastre de diccionario biográfico publicado por la Real Academia de la Historia y al que yo mismo dediqué una columna en El País titulada “Una desgracia de diccionario”. Resulta que estas cosas ocurren porque “los historiadores españoles”, de los que yo soy “ejemplo representativo” y mi artículo es prueba irrebatible, no han sabido conquistar para la profesión “la cultura del prestigio y de la evaluación” que consiste en someter lo que escriben a la revisión de sus pares. Ahora, esto último es precisamente lo que yo indicaba en mi columna: que un diccionario, como ocurre hoy con todos los artículos presentados a publicación en revistas científicas, también en las de historia, necesita ser sometido a revisión externa; práctica, por cierto, común en España, aunque al parecer ni los académicos ni ninguno de mis cuatro colegas se haya enterado.
Pero hay que tener lo que en la Sevilla de mi infancia y juventud llamaban mala sombra para confundir la autonomía de la historia que yo defiendo con el blindaje contra la revisión externa defendido por el director de la Real Academia de la Historia. Autonomía de la historia tampoco quiere decir derecho exclusivo de los historiadores profesionales a escribir sobre el pasado. Sería ridículo, además de estúpido, pretenderlo: la novela, el teatro, el documental, la fotografía, el cine, las series de televisión, los museos, las exposiciones han compartido y comparten necesariamente con la historia la mirada hacia el pasado; forman, por decirlo con Jaume Vicens Vives, “la gran familia de observadores de los hechos del pasado.” Estos cuatro ciudadanos saben bien que no se trata de eso y que jamás he denunciado –es que ni se me ocurre- como intrusismo que alguien que no sea historiador escriba sobre el pasado. A lo que yo me refería con autonomía de la historia es a lo que Yosef H. Yerushalmi definió como una pasión austera por el pasado, es decir, no poner la historia al servicio de un partido, un Estado, una religión, una clase, una nación, una identidad colectiva, ni tampoco de una memoria. Nada que ver con la revisión por pares, ni con un derecho exclusivo de los historiadores sobre el pasado, sino con aquello que escribió Paul Ricoeur cuando recordaba que la autonomía del conocimiento histórico, en relación con el fenómeno mnemónico, constituye “el principal presupuesto de una epistemología coherente de la historia como disciplina científica y literaria.”
Y para terminar, un reproche, una recomendación y un ruego. El reproche: hombre, vale, los “historiadores españoles” no hemos alcanzado las cimas de nuestros colegas franceses o americanos en la “cultura del prestigio y de la evaluación”, pero entre nosotros, repito, es no ya habitual sino pura rutina someter nuestros artículos a revisión de dos evaluadores anónimos antes de ser publicados. La recomendación: si quieren que su alabanza de los “ciudadanos historiadores” frente a los “historiadores profesionales” no suene a simple impostura, lo que deben hacer de inmediato es abandonar su profesión de historiadores, renunciar a la docencia en sus instituciones de enseñanza superior, despedirse de sus departamentos en universidades y colleges, bajar a la plaza pública, montar su tienda, llevarse allí sus ordenadores y ficheros y comenzar a escribir sus historias desde la calle. Y el ruego: si en alguna nueva ocasión, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, se les ocurre ocuparse otra vez de mí, por favor, que no me llamen con esa cursilada de “ejemplo representativo”: nunca he sido ejemplo de nada y jamás se me ha ocurrido representar a nadie.