Se ha calificado de acuerdo teatral, de claudicación, de fantochada y, sin embargo, el pacto que han firmado socialistas y ciudadanos se sitúa en la única dirección posible para romper el bloqueo al que nos había empujado la alegre irresponsabilidad con la que partidos que están muy lejos de haber alcanzado la mayoría absoluta trazaban sus líneas rojas: un acuerdo entre una fuerza política de centro derecha y otra de centro izquierda, entre liberal/demócratas y social/demócratas si lo decimos con los términos de una tradición más que centenaria. Ni los socialdemócratas a estas alturas de su historia pueden dejar de ser también liberales, ni los liberaldemócratas pueden dejar de ser sociales. Es una cuestión de énfasis o de acentos en políticas sobre las que siempre es posible alcanzar pactos, de investidura, de legislatura o de coalición. Con lagunas y vaguedades, PSOE y Ciudadanos lo han conseguido y, dadas las circunstancias, es lo único digno de destacar y celebrar que ha ocurrido desde las pasadas elecciones en orden a limpiar de obstáculos la senda que puede llevar a la formación de un gobierno.
Y lo es –digno de celebrar- porque venimos de una reciente historia en la que dos grandes partidos se emplearon a fondo en su particular camino de perdición con aquella política llamada de crispación que era, en realidad, de exclusión, guiados ambos por el propósito de socavar la legitimidad del adversario. El deterioro de la política, la desafección y el hastío extendidos entre la ciudadanía exigían que alguien propinase un tajo profundo en el corazón de aquella viciada relación. Comenzaron la tarea los electores al convertir el bipartidismo, en el que había desembocado el sistema, en un pluripartidismo del que solo a través de una política de pactos podía derivarse la formación de un gobierno. Y la han continuado, gracias a las decisiones tomadas por una nueva generación de dirigentes políticos, los equipos negociadores de Ciudadanos y PSOE, de manera que han hecho posible un acuerdo entre campos antes enfrentados como bandos, mostrando así que entre centro izquierda y centro derecha un acuerdo de legislatura no solo es posible sino necesario.
Y algo de hacer de la necesidad virtud hay en el acuerdo firmado por Sánchez y Rivera. Necesidad porque Rajoy e Iglesias se habían situado en posiciones que reduplicaban la vieja política de la crispación, edificada sobre el eje excluyente izquierda/derecha: habían decidido no pactar y cargar toda la culpa en el partido más cercano. Podemos lo mostró desde el primer momento, al presentarse como parte hegemónica de un gobierno de coalición, antes incluso de discutir de políticas. Lo que importaba a sus dirigentes no era tanto un programa de gobierno como una buena porción del pastel a repartir: tan obsesionados por la ocupación del poder se sentían que se les pasó aclarar para qué lo querían. Y luego cuando no tuvieron más remedio que explicarlo, olvidaron todas las cautelas y envidaron a lo grande, reproduciendo el peor vicio de la vieja política: lo querían para invadir desde el ejecutivo al resto de poderes del Estado y de sus burocracias: jueces, policías, administradores civiles, nombramientos de altos cargos, todo, en fin, quedaba bajo el control de la vicepresidencia, encargada de seleccionar nombres entre los “comprometidos con el programa del Gobierno” o, dicho como en los tiempos de la Restauración, entre los amigos políticos.
Los dirigentes del Partido Popular han actuado, por su parte, como lo que han llegado a ser: un grupo humano noqueado por la corrupción, balbuciente, sin discurso, trastabillando palabras, manoteando como náufragos por el fango de la corrupción sistémica en su centro y en sus dos principales baluartes, el madrileño y el valenciano. No han caído en la cuenta de que ninguno de los dirigentes de su vieja guardia podrá negociar más que la forma y los términos de su abstención: Rajoy, Cospedal, Arenas, Barberá y tutti quanti ya habrían tenido que dimitir, a estas altura de la función, de todos sus cargos y salir de la política no porque ellos y ellas sean o dejen de ser penalmente culpables sino porque son políticamente responsables de que en sus organizaciones haya florecido la corrupción como en campo abonado. La única opción política que en una democracia normal les habría quedado sería la de negociar los términos de su salida de la política, no los de una imposible permanencia en el poder, menos aún de presidirlo.
Pero el pacto entre PSOE y Ciudadanos no responde solo a una necesidad exigida por el resultado electoral y las políticas o falta de políticas del PP y de Podemos. Hay también en él una buena dosis de virtud, en el sentido de que solo un gobierno que sea capaz de quebrar la divisoria excluyente izquierda/derecha, propia de la vieja política bipartidista, y presente en la política española como una especie de tabú desde hace tres décadas, estará en condiciones de emprender el puñado de reformas necesarias para sacar a la democracia de la trampa de confianza a la que se arrojó alegremente desde los años noventa del siglo pasado. Desde 2004 era ya evidente la necesidad de una reforma constitucional. Pasados más de diez años de aquella evidencia, lo que hoy se precisa supera, con mucho, la reforma de la Constitución, pues se refiere a todo el sistema de la política, a la estructura territorial del Estado y a las políticas económicas y sociales que es menester poner en práctica para frenar, primero, y revertir después la devastación de los bienes públicos y de los derechos sociales que ha sido el resultado de esta crisis de nunca acabar.
Todo esto necesita un gobierno de amplia concentración democrática, como decían los comunistas en los años setenta del siglo pasado. Y un esbozo de plan para un gobierno de ese tipo es lo que han propuesto PSOE y Ciudadanos, Sánchez y Rivera con sus respectivos equipos. No suman entre los dos más que 130 diputados. Podrían gobernar, al menos durante dos años, con la abstención del PP o la de Podemos, ambos con fuerza suficiente para poner un límite a la legislatura, si así lo decidieran. Lo que importa, sobre todo, es que el pacto se consolide, aun en el caso de sea necesario repetir la convocatoria electoral, pues solo en un pacto inclusivo, que liquide la vieja política, radica la posibilidad de formar un gobierno de concentración democrática capaz de acometer las reformas que tenemos pendientes desde comienzos del siglo.
Publicado en Ahora, 24, 4-10 de marzo de 2016
Y lo es –digno de celebrar- porque venimos de una reciente historia en la que dos grandes partidos se emplearon a fondo en su particular camino de perdición con aquella política llamada de crispación que era, en realidad, de exclusión, guiados ambos por el propósito de socavar la legitimidad del adversario. El deterioro de la política, la desafección y el hastío extendidos entre la ciudadanía exigían que alguien propinase un tajo profundo en el corazón de aquella viciada relación. Comenzaron la tarea los electores al convertir el bipartidismo, en el que había desembocado el sistema, en un pluripartidismo del que solo a través de una política de pactos podía derivarse la formación de un gobierno. Y la han continuado, gracias a las decisiones tomadas por una nueva generación de dirigentes políticos, los equipos negociadores de Ciudadanos y PSOE, de manera que han hecho posible un acuerdo entre campos antes enfrentados como bandos, mostrando así que entre centro izquierda y centro derecha un acuerdo de legislatura no solo es posible sino necesario.
Y algo de hacer de la necesidad virtud hay en el acuerdo firmado por Sánchez y Rivera. Necesidad porque Rajoy e Iglesias se habían situado en posiciones que reduplicaban la vieja política de la crispación, edificada sobre el eje excluyente izquierda/derecha: habían decidido no pactar y cargar toda la culpa en el partido más cercano. Podemos lo mostró desde el primer momento, al presentarse como parte hegemónica de un gobierno de coalición, antes incluso de discutir de políticas. Lo que importaba a sus dirigentes no era tanto un programa de gobierno como una buena porción del pastel a repartir: tan obsesionados por la ocupación del poder se sentían que se les pasó aclarar para qué lo querían. Y luego cuando no tuvieron más remedio que explicarlo, olvidaron todas las cautelas y envidaron a lo grande, reproduciendo el peor vicio de la vieja política: lo querían para invadir desde el ejecutivo al resto de poderes del Estado y de sus burocracias: jueces, policías, administradores civiles, nombramientos de altos cargos, todo, en fin, quedaba bajo el control de la vicepresidencia, encargada de seleccionar nombres entre los “comprometidos con el programa del Gobierno” o, dicho como en los tiempos de la Restauración, entre los amigos políticos.
Los dirigentes del Partido Popular han actuado, por su parte, como lo que han llegado a ser: un grupo humano noqueado por la corrupción, balbuciente, sin discurso, trastabillando palabras, manoteando como náufragos por el fango de la corrupción sistémica en su centro y en sus dos principales baluartes, el madrileño y el valenciano. No han caído en la cuenta de que ninguno de los dirigentes de su vieja guardia podrá negociar más que la forma y los términos de su abstención: Rajoy, Cospedal, Arenas, Barberá y tutti quanti ya habrían tenido que dimitir, a estas altura de la función, de todos sus cargos y salir de la política no porque ellos y ellas sean o dejen de ser penalmente culpables sino porque son políticamente responsables de que en sus organizaciones haya florecido la corrupción como en campo abonado. La única opción política que en una democracia normal les habría quedado sería la de negociar los términos de su salida de la política, no los de una imposible permanencia en el poder, menos aún de presidirlo.
Pero el pacto entre PSOE y Ciudadanos no responde solo a una necesidad exigida por el resultado electoral y las políticas o falta de políticas del PP y de Podemos. Hay también en él una buena dosis de virtud, en el sentido de que solo un gobierno que sea capaz de quebrar la divisoria excluyente izquierda/derecha, propia de la vieja política bipartidista, y presente en la política española como una especie de tabú desde hace tres décadas, estará en condiciones de emprender el puñado de reformas necesarias para sacar a la democracia de la trampa de confianza a la que se arrojó alegremente desde los años noventa del siglo pasado. Desde 2004 era ya evidente la necesidad de una reforma constitucional. Pasados más de diez años de aquella evidencia, lo que hoy se precisa supera, con mucho, la reforma de la Constitución, pues se refiere a todo el sistema de la política, a la estructura territorial del Estado y a las políticas económicas y sociales que es menester poner en práctica para frenar, primero, y revertir después la devastación de los bienes públicos y de los derechos sociales que ha sido el resultado de esta crisis de nunca acabar.
Todo esto necesita un gobierno de amplia concentración democrática, como decían los comunistas en los años setenta del siglo pasado. Y un esbozo de plan para un gobierno de ese tipo es lo que han propuesto PSOE y Ciudadanos, Sánchez y Rivera con sus respectivos equipos. No suman entre los dos más que 130 diputados. Podrían gobernar, al menos durante dos años, con la abstención del PP o la de Podemos, ambos con fuerza suficiente para poner un límite a la legislatura, si así lo decidieran. Lo que importa, sobre todo, es que el pacto se consolide, aun en el caso de sea necesario repetir la convocatoria electoral, pues solo en un pacto inclusivo, que liquide la vieja política, radica la posibilidad de formar un gobierno de concentración democrática capaz de acometer las reformas que tenemos pendientes desde comienzos del siglo.
Publicado en Ahora, 24, 4-10 de marzo de 2016