Las recientes convocatorias de consultas populares sobre la independencia de Cataluña han revitalizado la tópica crítica a la Constitución en el sentido de atribuir al miedo ante una posible intervención militar la introducción del término “nacionalidad” o, mejor, “nacionalidades”, en su artículo 2, que “reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones”. Se ha llegado a afirmar que ese término, en el que Josep Ramoneda detecta “raíces estalinianas”, fue impuesto por los militares para evitar el de “naciones”, al que, paralizada por el miedo, habría renunciado la minoría catalana en el curso del debate constituyente. Si esto hubiera sido así, el término nacionalidades, incluido por vez primera en 1978 en una Constitución española, además de un origen soviético habría sido una imposición militar, un brebaje harto difícil de digerir.
En realidad, sin embargo, cualquiera que conozca la abundante presencia de la expresión ‘nacionalidades y regiones’ en todos los manifiestos firmados por la oposición a la dictadura, y haya seguido el debate sobre estos dos términos en la ponencia, la comisión y el pleno del Congreso elegido el 15 de junio de 1977, podrá comprobar, primero, que nacionalidad es término de fuerte arraigo en los léxicos políticos español y catalán desde el siglo XIX y, segundo, que los representantes de la minoría catalana en el Congreso de los diputados lo defendieron como condición inexcusable para no romper el consenso constitucional. El término aparece ya en el primer anteproyecto de Constitución, elaborado por la ponencia sin que mediara ninguna inspiración soviética ni fuera audible ningún ruido de sables, en una redacción muy directa y precisa: “La Constitución se fundamenta en la unidad de España y la solidaridad entre sus pueblos y reconoce el derecho a la autonomía de las nacionalidades y las regiones que la integran”.
Cuando en enero de 1978 se hizo público el texto del anteproyecto, comenzó un apasionado debate sobre la incorporación de este término, que Julián Marías consideraba como una concesión a una moda recentísima, imprecisa, impuesta por periódicos y políticos que “acaso no saben muy bien de qué hablan”. Marías, y con él muchos comentaristas, protestaba además porque en el texto del anteproyecto no se mencionaba en ningún caso a la ‘nación española’, reducida a España o a Estado español. Naturalmente, no faltaron políticos e intelectuales catalanes que salieran a la palestra para demostrar, con profusión de citas, el uso bien consolidado del término nacionalidad, tanto en lengua catalana como española, para referirse a lo que Miquel Roca denominó, en el debate de la ponencia, naciones sin Estado.
Fue la incorporación de ‘nacionalidades y regiones’ en el anteproyecto, junto a la ausencia del término nación para referirse a España, lo que motivó la escena bien conocida del papel enviado desde La Moncloa a los miembros de la ponencia con una nueva redacción del artículo 2 en la que se mantenía el término nacionalidades y, en compensación, se afirmaba la “indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”. Nacionalidad, sí, pero a costa de introducir Nación y patria, ausentes del anteproyecto y sobrecargadas ahora de adjetivos: indisoluble, común, indivisible. Esta fue la transacción aceptada por la minoría catalana a propuesta del gobierno, sometido, según diversos testimonios, a la presión directa de la cúpula militar que pretendía, no la inclusión del término nacionalidad sino todo lo contrario, su reprobación y exclusión. Frente a esas presiones, el gobierno mantuvo nacionalidad al precio de incluir nación.
Y ese fue el acuerdo que defendió Jordi Pujol en el pleno del Congreso celebrado el 4 de julio de 1978 en su intervención en el debate sobre el artículo 2 de la Constitución española. Al referirse a nacionalidad, Pujol recordó que no era un secreto para nadie que fue la minoría catalana “la que introdujo en su día ese término y luego lo ha defendido”, haciendo de él “un punto esencial, absolutamente básico en su política en materia constitucional y, en general, en su política consensual”. En aquellos días, todo el consenso dependió del mantenimiento del término. Es solo una ironía más de nuestra memoria dar la vuelta a esta historia con el propósito de deslegitimar aquel consenso atribuyendo el origen del término a una inspiración soviética transmitida a los constituyentes por el poder militar.
En realidad, sin embargo, cualquiera que conozca la abundante presencia de la expresión ‘nacionalidades y regiones’ en todos los manifiestos firmados por la oposición a la dictadura, y haya seguido el debate sobre estos dos términos en la ponencia, la comisión y el pleno del Congreso elegido el 15 de junio de 1977, podrá comprobar, primero, que nacionalidad es término de fuerte arraigo en los léxicos políticos español y catalán desde el siglo XIX y, segundo, que los representantes de la minoría catalana en el Congreso de los diputados lo defendieron como condición inexcusable para no romper el consenso constitucional. El término aparece ya en el primer anteproyecto de Constitución, elaborado por la ponencia sin que mediara ninguna inspiración soviética ni fuera audible ningún ruido de sables, en una redacción muy directa y precisa: “La Constitución se fundamenta en la unidad de España y la solidaridad entre sus pueblos y reconoce el derecho a la autonomía de las nacionalidades y las regiones que la integran”.
Cuando en enero de 1978 se hizo público el texto del anteproyecto, comenzó un apasionado debate sobre la incorporación de este término, que Julián Marías consideraba como una concesión a una moda recentísima, imprecisa, impuesta por periódicos y políticos que “acaso no saben muy bien de qué hablan”. Marías, y con él muchos comentaristas, protestaba además porque en el texto del anteproyecto no se mencionaba en ningún caso a la ‘nación española’, reducida a España o a Estado español. Naturalmente, no faltaron políticos e intelectuales catalanes que salieran a la palestra para demostrar, con profusión de citas, el uso bien consolidado del término nacionalidad, tanto en lengua catalana como española, para referirse a lo que Miquel Roca denominó, en el debate de la ponencia, naciones sin Estado.
Fue la incorporación de ‘nacionalidades y regiones’ en el anteproyecto, junto a la ausencia del término nación para referirse a España, lo que motivó la escena bien conocida del papel enviado desde La Moncloa a los miembros de la ponencia con una nueva redacción del artículo 2 en la que se mantenía el término nacionalidades y, en compensación, se afirmaba la “indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”. Nacionalidad, sí, pero a costa de introducir Nación y patria, ausentes del anteproyecto y sobrecargadas ahora de adjetivos: indisoluble, común, indivisible. Esta fue la transacción aceptada por la minoría catalana a propuesta del gobierno, sometido, según diversos testimonios, a la presión directa de la cúpula militar que pretendía, no la inclusión del término nacionalidad sino todo lo contrario, su reprobación y exclusión. Frente a esas presiones, el gobierno mantuvo nacionalidad al precio de incluir nación.
Y ese fue el acuerdo que defendió Jordi Pujol en el pleno del Congreso celebrado el 4 de julio de 1978 en su intervención en el debate sobre el artículo 2 de la Constitución española. Al referirse a nacionalidad, Pujol recordó que no era un secreto para nadie que fue la minoría catalana “la que introdujo en su día ese término y luego lo ha defendido”, haciendo de él “un punto esencial, absolutamente básico en su política en materia constitucional y, en general, en su política consensual”. En aquellos días, todo el consenso dependió del mantenimiento del término. Es solo una ironía más de nuestra memoria dar la vuelta a esta historia con el propósito de deslegitimar aquel consenso atribuyendo el origen del término a una inspiración soviética transmitida a los constituyentes por el poder militar.