El 11 de abril de 1919 nacía en Bath un niño a quien pusieron de nombre Albert Raymond Maillard Carr. Su padre, Reginald, era un maestro de clase media baja, conservador y anglicano, imperialista y patriota, de carácter violento, que azotaba a su hijo con frecuencia, y que arrojaba los platos para protestar ante su madre. Ella, la madre, que por complacer al marido se había convertido del metodismo al anglicanismo, devoraba a escondidas noveluchas baratas simulando que leía la Biblia y, llevada por su fanática abstinencia de alcohol, escupía el vino de la comunión en un pañuelo: pequeños detalles de las admirables páginas en las que María Jesús González traza los primeros pasos por la vida de quien, andando el tiempo, será Sir Raymond Carr.
Fue, al parecer, la comida, la dieta espantosa, pobre, monótona y mal cocinada, lo que empujó a aquel joven a huir de sus orígenes y no descansar en su escalada hasta saltar de la clase media baja a la aristocracia. Un viaje fascinante por el universo de las escuelas británicas, con su división clasista, en el que Raymond, aficionado al jazz y a las humanidades, debía aprender cómo pronunciar how, now, brown cow... si quería que su acento no desentonase con el mundo al que, por su inteligencia, estaba destinado, la Universidad. Lo consiguió, y aunque recién llegado a Oxford apenas se atrevía a hablar, su padre nunca saldrá del asombro: ¡quién se iba a imaginar que un día su hijo sería don de New College!
Oxford o la fascinación, titula la autora las páginas, magistrales, que dedica al "Oxford rojo". Fascinación es lo que seguramente ha sentido también ella al recrear, con viveza y lucidez poco comunes, los debates, las conversaciones, las inquietudes, la homosexualidad como parte del mito y de la estética de Oxford, las lecturas, el idilio platónico con la hermosa Clarissa Churchill, a quien Raymond sorprendió por su tremenda, extraordinaria vitalidad. Raymond, claro está, se adaptó rápidamente: su acento cambió, abandonó su atuendo provinciano, comenzó a vestir con la elegancia descuidada propia de la clase alta: Sara Strickland, una chica guapa, tímida, delgada, de ojos grandes, prima de su inseparable amigo Simon Asquith, lo convirtió en marido de una rica, aristocrática, heredera.
O sea, que este afortunado joven lo tenía todo para reproducir, hacia 1950, el viaje por España como uno más de los británicos a los que Gerald Brenan aconsejaba que no dudaran en venir por aquí porque encontrarían hoteles baratos, habitaciones limpias y comida sana y abundante. Era una ilusión, escribía Brenan, creer que la alternativa a Franco pudiera consistir en una democracia parlamentaria. Nada de eso: si se convocaran elecciones y la izquierda triunfase, se produciría un nuevo golpe militar. España, afirmaba, "necesita vivir durante algún tiempo bajo un régimen autoritario". Luego, ya se vería. De momento, este caldero en que se habían mezclado culturas de Europa, Asia y África dejaba oír una nota dura y nostálgica como las de sus guitarras, nadie que la oyera podría olvidarla. Las gentes del norte, concluía Brenan, tienen un montón de motivos para viajar a España en la seguridad de que sus tierras les depararán "new sensations". Raymond, recién casado, se disponía a sentir también esas new, es decir, orientales sensaciones.
El recién casado oyó tal vez esa nota y, aunque nunca la olvidara, sus sensaciones no tuvieron nada de orientales: sintió la miseria en la que se debatía la mitad de los españoles, la sequedad de la tierra, la escasez de comunicaciones, el mal gobierno, el pesado fardo impuesto por curas y militares, y se aplicó a desentrañar las razones de un atraso secular. Tal fue el punto de partida de un interés perdurable, libre por completo de los tópicos del orientalismo, por la España del siglo XIX, la España liberal que en la década de 1940 había recibido lo que José María Jover llamó una condena oficial, basada en las posiciones menéndezpelayistas. Raymond Carr, como Jaume Vicens Vives, trató de "europeizar" esa historia situando el liberalismo español como una variante del europeo en un relato que combinaba análisis sociales con escenas políticas.
El resultado fue, por una parte, "el Carr", o sea, Spain, 1808-1939, que luego, con la colaboración de Juan Pablo Fusi, se ampliaría a 1975, y que sigue vivo y creciendo hasta el mismo día de hoy. Por otra, el Iberian Center, fundado en el college de Oxford del que fue warden, St. Antony's, al que también se dedican páginas muy inspiradas en este "trabajo admirable que es muchísimo más que la biografía de un solo hombre", como escribe Paul Preston. Lo es, sin duda, porque al trazar con mano maestra el retrato de Carr, de sus múltiples amistades, de su mundo y de sus amores, María Jesús González nos ha dejado un espléndido retablo de la educación, la universidad y la élite social e intelectual británica de su tiempo: la suya no es una sino la más brillante biografía que Raymond Carr pudo algún día haber soñado.
[Publicado en Babelia, El País, 8 de enero de 2011]
Fue, al parecer, la comida, la dieta espantosa, pobre, monótona y mal cocinada, lo que empujó a aquel joven a huir de sus orígenes y no descansar en su escalada hasta saltar de la clase media baja a la aristocracia. Un viaje fascinante por el universo de las escuelas británicas, con su división clasista, en el que Raymond, aficionado al jazz y a las humanidades, debía aprender cómo pronunciar how, now, brown cow... si quería que su acento no desentonase con el mundo al que, por su inteligencia, estaba destinado, la Universidad. Lo consiguió, y aunque recién llegado a Oxford apenas se atrevía a hablar, su padre nunca saldrá del asombro: ¡quién se iba a imaginar que un día su hijo sería don de New College!
Oxford o la fascinación, titula la autora las páginas, magistrales, que dedica al "Oxford rojo". Fascinación es lo que seguramente ha sentido también ella al recrear, con viveza y lucidez poco comunes, los debates, las conversaciones, las inquietudes, la homosexualidad como parte del mito y de la estética de Oxford, las lecturas, el idilio platónico con la hermosa Clarissa Churchill, a quien Raymond sorprendió por su tremenda, extraordinaria vitalidad. Raymond, claro está, se adaptó rápidamente: su acento cambió, abandonó su atuendo provinciano, comenzó a vestir con la elegancia descuidada propia de la clase alta: Sara Strickland, una chica guapa, tímida, delgada, de ojos grandes, prima de su inseparable amigo Simon Asquith, lo convirtió en marido de una rica, aristocrática, heredera.
O sea, que este afortunado joven lo tenía todo para reproducir, hacia 1950, el viaje por España como uno más de los británicos a los que Gerald Brenan aconsejaba que no dudaran en venir por aquí porque encontrarían hoteles baratos, habitaciones limpias y comida sana y abundante. Era una ilusión, escribía Brenan, creer que la alternativa a Franco pudiera consistir en una democracia parlamentaria. Nada de eso: si se convocaran elecciones y la izquierda triunfase, se produciría un nuevo golpe militar. España, afirmaba, "necesita vivir durante algún tiempo bajo un régimen autoritario". Luego, ya se vería. De momento, este caldero en que se habían mezclado culturas de Europa, Asia y África dejaba oír una nota dura y nostálgica como las de sus guitarras, nadie que la oyera podría olvidarla. Las gentes del norte, concluía Brenan, tienen un montón de motivos para viajar a España en la seguridad de que sus tierras les depararán "new sensations". Raymond, recién casado, se disponía a sentir también esas new, es decir, orientales sensaciones.
El recién casado oyó tal vez esa nota y, aunque nunca la olvidara, sus sensaciones no tuvieron nada de orientales: sintió la miseria en la que se debatía la mitad de los españoles, la sequedad de la tierra, la escasez de comunicaciones, el mal gobierno, el pesado fardo impuesto por curas y militares, y se aplicó a desentrañar las razones de un atraso secular. Tal fue el punto de partida de un interés perdurable, libre por completo de los tópicos del orientalismo, por la España del siglo XIX, la España liberal que en la década de 1940 había recibido lo que José María Jover llamó una condena oficial, basada en las posiciones menéndezpelayistas. Raymond Carr, como Jaume Vicens Vives, trató de "europeizar" esa historia situando el liberalismo español como una variante del europeo en un relato que combinaba análisis sociales con escenas políticas.
El resultado fue, por una parte, "el Carr", o sea, Spain, 1808-1939, que luego, con la colaboración de Juan Pablo Fusi, se ampliaría a 1975, y que sigue vivo y creciendo hasta el mismo día de hoy. Por otra, el Iberian Center, fundado en el college de Oxford del que fue warden, St. Antony's, al que también se dedican páginas muy inspiradas en este "trabajo admirable que es muchísimo más que la biografía de un solo hombre", como escribe Paul Preston. Lo es, sin duda, porque al trazar con mano maestra el retrato de Carr, de sus múltiples amistades, de su mundo y de sus amores, María Jesús González nos ha dejado un espléndido retablo de la educación, la universidad y la élite social e intelectual británica de su tiempo: la suya no es una sino la más brillante biografía que Raymond Carr pudo algún día haber soñado.
[Publicado en Babelia, El País, 8 de enero de 2011]