LA CONSTITUCIÓN EN SU 31 ANIVERSARIO
Celebramos estos días, con los acostumbrados panegíricos y parabienes, un nuevo aniversario de la Constitución española de 1978. Hay motivos para regocijarse: en nuestra tan asendereada historia constitucional, es ésta la primera vez que una Constitución puede celebrar un año y otro sus aniversarios con la satisfacción de no haberse visto suspendida ni un solo día. No es la más vieja de las habidas, puesto que la de 1876 duró hasta el golpe de Estado militar de 1923, pero es la única basada en la soberanía popular, la única realmente democrática por tanto, que ha logrado romper aquella especie de norma por la que, desde la creación del Estado liberal español, los periodos de democracia eran como islotes en un oceáno de absolutismo o de reacción conservadora.
Es, pues, la historia de un éxito, sobre todo si se recuerda que la Constitución de 1978 no constitucionalizaba un Estado sino que se limitaba a marcar el proceso de su constitucionalización en aquello que más problema planteaba, su Título VIII, dedicado a la organización territorial del Estado y de manera más específica a su capítulo III, relativo a las Comunidades Autónomas. El artículo 143, evidentemente inspirado en el artículo 11 de la Constitución de la República de 1931, marcaba para las provincias limítrofes con características históricas, culturales y económicas comunes y para los territorios insulares y las provincias con entidad regional histórica la posibilidad de acceder al autogobierno y constituirse en Comunidades Autónomas. Se recuperaba así, como ya había sido el caso en los años treinta, el principio llamado dispositivo, dejando a la iniciativa de Diputaciones y municipios la decisión de transformar en hechos la posibilidad abierta por la Constitución.
En estos 31 años, esa posibilidad se ha convertido en una realidad que los constituyentes estaban lejos de imaginar o que, al menos, no estuvieron en condiciones de implantar en el tiempo en que elaboraron la Constitución. Han sido los Estatutos y las sentencias del Tribunal Constitucional, además de los acuerdos autónomicos firmados por los dos grandes partidos de ámbito estatal, los que han ido construyendo el edificio tal como ahora lo conocemos: un Estado de Autonomías de impronta claramente federal. A esta especie de federalismo, muy singular en su origen, ha contribuido la generalización de idénticas instituciones y la igualación de competencias en las diferentes Comunidades. Lo que comenzó como vías diferentes a la autonomía se ha consumado en única meta o punto de llegada.
Del éxito mismo de la operación han resultado las tensiones a las que se ha visto sometido el Estado en los últimos años o, más exactamente, desde 1998, cuando en la Declaración de Barcelona, las llamadas comunidades históricas vinieron a decir que el traje constitucional se había quedado estrecho y que había sonado la hora de transformar el Estado de las Autonomías en un Estado plurinacional. La respuesta del Partido Popular fue, en su día, que era preciso “cerrar” el proceso definiendo nítidamente las competencias respectivas; los socialistas, por su parte, acordaron en Santillana del Mar un programa tendente a dotar al Estado de instituciones federales, comenzando con la constitucionalización del mapa autonómico reformando el Título VIII, y con una reforma del Senado para convertirlo en cámara de representación territorial.
Llevamos cerca de seis años de gobierno socialista y las reformas anunciadas pasaron a dormir el sueño de los justos mientras se experimentaba un nuevo camino que, dejando sin tocar la Constitución, pasaría por la reforma de los Estatutos. El viaje, en sus resultados finales, ha sido frustrante: los Estatutos reformados han obtenido un frío apoyo popular, evidente en el alto porcentaje de abstención, y no han resuelto el problema de fondo, que consiste en consolidar lo construido reforzando los vínculos entre las Comunidades y de éstas con el Estado. No es fácil cuando algunas de las Comunidades exigen un reconocimiento singular derivado de su carácter nacional y cuando las relaciones agresivamente polarizadas entre PP y PSOE obstaculizan no ya cualquier acuerdo sobre reforma de la Constitución sino el simple cumplimiento de los mandatos constitucionales sobre renovación de organismos como el Tribunal Constitucional, el Consejo General del Poder Judicial o las comisiones de control.
En estas circunstancias no es sorprendente que un difuso sentimiento de incertidumbre sobre el futuro de la Constitución se haya extendido por amplios sectores de la ciudadanía, que no saben a qué carta quedarse: el Gobierno ha renunciando a su prometida reforma constitucional mientras en Cataluña los Ayuntamientos convocan referendos como sucedáneos de festejos de afirmación soberanista y la oposición no sale del ensimismamiento en la que anda metida desde la derrota electoral de 2004. Hay razones para celebrar el aniversario de la Constitución que nos dimos en 1978; tantas como motivos de preocupación por su incierto futuro.
Santos Juliá
6 de diciembre de 2009
Celebramos estos días, con los acostumbrados panegíricos y parabienes, un nuevo aniversario de la Constitución española de 1978. Hay motivos para regocijarse: en nuestra tan asendereada historia constitucional, es ésta la primera vez que una Constitución puede celebrar un año y otro sus aniversarios con la satisfacción de no haberse visto suspendida ni un solo día. No es la más vieja de las habidas, puesto que la de 1876 duró hasta el golpe de Estado militar de 1923, pero es la única basada en la soberanía popular, la única realmente democrática por tanto, que ha logrado romper aquella especie de norma por la que, desde la creación del Estado liberal español, los periodos de democracia eran como islotes en un oceáno de absolutismo o de reacción conservadora.
Es, pues, la historia de un éxito, sobre todo si se recuerda que la Constitución de 1978 no constitucionalizaba un Estado sino que se limitaba a marcar el proceso de su constitucionalización en aquello que más problema planteaba, su Título VIII, dedicado a la organización territorial del Estado y de manera más específica a su capítulo III, relativo a las Comunidades Autónomas. El artículo 143, evidentemente inspirado en el artículo 11 de la Constitución de la República de 1931, marcaba para las provincias limítrofes con características históricas, culturales y económicas comunes y para los territorios insulares y las provincias con entidad regional histórica la posibilidad de acceder al autogobierno y constituirse en Comunidades Autónomas. Se recuperaba así, como ya había sido el caso en los años treinta, el principio llamado dispositivo, dejando a la iniciativa de Diputaciones y municipios la decisión de transformar en hechos la posibilidad abierta por la Constitución.
En estos 31 años, esa posibilidad se ha convertido en una realidad que los constituyentes estaban lejos de imaginar o que, al menos, no estuvieron en condiciones de implantar en el tiempo en que elaboraron la Constitución. Han sido los Estatutos y las sentencias del Tribunal Constitucional, además de los acuerdos autónomicos firmados por los dos grandes partidos de ámbito estatal, los que han ido construyendo el edificio tal como ahora lo conocemos: un Estado de Autonomías de impronta claramente federal. A esta especie de federalismo, muy singular en su origen, ha contribuido la generalización de idénticas instituciones y la igualación de competencias en las diferentes Comunidades. Lo que comenzó como vías diferentes a la autonomía se ha consumado en única meta o punto de llegada.
Del éxito mismo de la operación han resultado las tensiones a las que se ha visto sometido el Estado en los últimos años o, más exactamente, desde 1998, cuando en la Declaración de Barcelona, las llamadas comunidades históricas vinieron a decir que el traje constitucional se había quedado estrecho y que había sonado la hora de transformar el Estado de las Autonomías en un Estado plurinacional. La respuesta del Partido Popular fue, en su día, que era preciso “cerrar” el proceso definiendo nítidamente las competencias respectivas; los socialistas, por su parte, acordaron en Santillana del Mar un programa tendente a dotar al Estado de instituciones federales, comenzando con la constitucionalización del mapa autonómico reformando el Título VIII, y con una reforma del Senado para convertirlo en cámara de representación territorial.
Llevamos cerca de seis años de gobierno socialista y las reformas anunciadas pasaron a dormir el sueño de los justos mientras se experimentaba un nuevo camino que, dejando sin tocar la Constitución, pasaría por la reforma de los Estatutos. El viaje, en sus resultados finales, ha sido frustrante: los Estatutos reformados han obtenido un frío apoyo popular, evidente en el alto porcentaje de abstención, y no han resuelto el problema de fondo, que consiste en consolidar lo construido reforzando los vínculos entre las Comunidades y de éstas con el Estado. No es fácil cuando algunas de las Comunidades exigen un reconocimiento singular derivado de su carácter nacional y cuando las relaciones agresivamente polarizadas entre PP y PSOE obstaculizan no ya cualquier acuerdo sobre reforma de la Constitución sino el simple cumplimiento de los mandatos constitucionales sobre renovación de organismos como el Tribunal Constitucional, el Consejo General del Poder Judicial o las comisiones de control.
En estas circunstancias no es sorprendente que un difuso sentimiento de incertidumbre sobre el futuro de la Constitución se haya extendido por amplios sectores de la ciudadanía, que no saben a qué carta quedarse: el Gobierno ha renunciando a su prometida reforma constitucional mientras en Cataluña los Ayuntamientos convocan referendos como sucedáneos de festejos de afirmación soberanista y la oposición no sale del ensimismamiento en la que anda metida desde la derrota electoral de 2004. Hay razones para celebrar el aniversario de la Constitución que nos dimos en 1978; tantas como motivos de preocupación por su incierto futuro.
Santos Juliá
6 de diciembre de 2009