Si don Juan Valera anduviera hoy por ahí, por esta sala de la Biblioteca Nacional, seguro que mostraría su más cortés gesto de condescendiente ironía ante el sólo anuncio de que alguien iba a tratar de su figura como intelectual. Aunque no me puedo presentar como experto y ni siquiera como mediano conocedor del pensamiento de Valera, sí puedo asegurar que Valera jamás se refirió a sí mismo como intelectual, que nunca se identificó como miembro de esa nueva especie de literatos y que ni siquiera empleó una sola vez el sustantivo, de reciente pero muy extendido uso durante la última década de su larga y fecunda vida. Tal vez, por eso, lo primero que se le habría ocurrido al verse tratado como intelectual hubiera sido un ligero encogimiento de hombros seguido de una inocente pregunta: y qué es eso, un intelectual.
Y sin embargo, si algo caracteriza y define la figura de Juan Valera como escritor público es la de ser un intelectual de pies a cabeza avant y après la lettre, o sea, antes y después de que los intelectuales se descubrieran como intelectuales, cosa que ocurrió como es bien sabido en el último lustro del siglo XIX. Lo era ya décadas antes de que la palabra pasara al léxico común y lo continuó siendo hasta el fin de su vida. Lo que ocurre es que, como todo en su vida, lo fue sin meter ruido, sin llamar la atención sobre su persona, sin vociferar ni empujar, sin convocar a grandes masas al señuelo de su palabra, sin proferir improperios ni declamar contra esto y aquello. Estaría por decir que lo fue muy poco al estilo de finales del siglo XIX y, sin embargo, muy en consonancia con lo que ha llegado a ser el intelectual a finales del XX.
Lo es, ante todo, por su independencia, porque todo su poder radica en la palabra, en su caso, más escrita que dicha. Expectante curioso de la política, le definió Azaña. No servía en política como sirven los hombres de partido, escribió también de él Manuel Azaña: su finura mental le impedía ser fanático; instruido, tenía demasiadas opiniones propias para ser secuaz. Cumplía, pues, la primera condición del intelectual que ha abandonado, después de un largo y trágico recorrido, el compromiso con un partido o una determinada causa política: interés por los asuntos que se debatían públicamente, e intervención en ellos defendiendo un punto de vista personal, resultado de largas lecturas y de sólida elaboración de un pensamiento propio.
Su modelo, pues, como él mismo lo explicó en el discurso de contestación a la recepcion en la Real Academia de Isidoro Fernández Flórez, es el de quien escribe en los periódicos y que, sin protección de poderes políticos o de jefes de partido que se suceden en el poder, “encuentra el favor de un público numeroso, sin apelar a violencias de lenguaje, a apasionadas y vehementes censuras y a otros medios conducentes a atraer la atención y ganar la voluntad de vilgo por medio del escándalo”. Expresar por este medio los sentimientos y aspiraciones de una gran colectividad a fin de que la colectividad los reconozca como suyos. De ahí su permanente interés en escribir en periódicos y revistas y su elogio a la profesión de periodista, o del literato que escribe en los periódicos, que para él venía a ser lo mismo: un artículo de periódico se lee, se comenta, se aplaude y puede influir en los sucesos sociales y políticos de una nación con una prontitud pasmosa.
Pero Valera no es intelectual sólo por participar en los debates sobre cuestiones sociales y políticas que se desarrollan en la esfera pública aportando un punto de vista personal. Lo es sobre todo porque ese punto de vista mantiene la coherencia propia de un liberal que no teme sacar todas las consecuencias de la revolución democrática. Hombre habituado a los salones, poco amigo de tratos con el vulgo o la plebe, conversador requerido por todos, no abandonó nunca los principios de un liberalismo que se abría a la democracia. Cuando reprocha a Cánovas su miedo ante el sufragio universal y cuando crítica el sistema que lo ha instaurado por no haberse atrevido a llevarlo a cabo, no piensa en oportunismos políticos, ni en juego de partidos, sino en la exigencia derivada del postulado de la soberanía del pueblo. No se le ocultan a Valera las dificultades del sufragio, pero teme más fundamentar filosóficamente una teoría depresiva de la dignidad humana, de la radical igualdad entre los hombres.
De ahí su radical distancia con el espíritu dominante en lo que llamó literatura terapéutica, de ahí su enemiga a los diagnósticos de los males de la patria, mostrada ya en 1876 en su crítica a un libro de Santiago de Liniers. Pero de ahí también su rechazo sin contemplaciones de la solución propuesta por la gran mayoría de intelectuales de su tiempo, esa esperanza en el tirano, el cacique, el ejecutivo fuerte, o en su vertiente nietzscheana, tan propia del 98, en el superhombre y la superhumanidad. Quien pretenda ponerse sobre la humanidad es antihumano, dice Valera, que anima a no tener miedo ante una democracia ilimitada, esto es, una democracia basada en el sufragio universal efectivo.
Pero hay algo más en la obra de Valera que obliga a considerarlo un intelectual en el sentido más actual del término. No se trata solo de su permanente observación crítica de la realidad, de su presencia en los periódicos, de su intención de influir por la escritura en la marcha de los acontecimientos. Max Weber postulaba en los mismos días en que Valera alcanzaba la senectud, una relación especial entre el intelectual y el sentimiento o la idea de nación. En el caso de Valera este vínculo es fuerte, le acompaña toda su vida: culmina la Historia general de España, que Modesto Lafuente había llevado hasta la muerte de Fernando VII e interviene en todas las polémicas que tienen como motivo central el tema de España, de su origen como nación, del problema de su decadencia, del carácter nacional, de su presunta incapacidad para adoptar la civilización moderna.
Me interesa destacar esta faceta porque es aquí donde Valera da toda la medida de su presencia pública como intelectual liberal. Valera no puede dejar de adoptar un punto de vista irónico, muy distanciado del apasionamiento con que esos temas se abordaban en su día, abandonando toda pretensión esencialista y desdeñando a los profetas que anuncian para el futuro inmediato grandes catástrofes, como la desaparición o muerte de la nación. Valera opone al esencialismo un simple dato: es anacrónico considerar a numantinos o saguntinos por españoles. Quienes introdujeron un principio de unidad entre las diferentes tribus o pueblos que habitaban la península fueron extranjeros: los romanos y los visigodos.
De tal punto de partida, ya se comprende que los diversos avatares por los que pasa la nación no tengan relación alguna con un destino predeterminado, con un modo de ser, un carácter. Será, sobre todo, una cuestión de cultura: haberse separado, por las opciones políticas del siglo XVI, de lo que llama corriente civilizadora, marcha general del mundo. De ahí, y como Francia, Inglaterra, Rusia, Alemania, siguen progresando, se deriva una inferioridad, un atraso. Pero Valera se aleja por igual de los dos extremos. Se trata solamente de recuperar el atraso. Y para eso, nada mejor que ponerse a la escuela de los que van más avanzados retornando a la corriente general de civilización.
Valera fue un intelectual antes de la irrupción de los intelectuales. Por serlo, y a pesar de todas las experiencia políticas de un siglo en el que hubo que tejer y destejer tantas veces la Constitución del Estado, mantuvo bien alta la tradición liberal por encima de todas las modas del momento. Consideró una desgracia la profusión de pronunciamientos, la llamada a los militares para hacerse cargo del gobierno, la nostalgia por ejecutivos fuertes, el desprecio al Parlamento y nunca renunció a la idea de que, aplicándose los españoles al trabajo, a la industria, a la ciencia, y construyendo un Estado que fuera el resultado de la soberanía popular, España volvería a recuperar su posición entre las primeras naciones del mundo.
Y sin embargo, si algo caracteriza y define la figura de Juan Valera como escritor público es la de ser un intelectual de pies a cabeza avant y après la lettre, o sea, antes y después de que los intelectuales se descubrieran como intelectuales, cosa que ocurrió como es bien sabido en el último lustro del siglo XIX. Lo era ya décadas antes de que la palabra pasara al léxico común y lo continuó siendo hasta el fin de su vida. Lo que ocurre es que, como todo en su vida, lo fue sin meter ruido, sin llamar la atención sobre su persona, sin vociferar ni empujar, sin convocar a grandes masas al señuelo de su palabra, sin proferir improperios ni declamar contra esto y aquello. Estaría por decir que lo fue muy poco al estilo de finales del siglo XIX y, sin embargo, muy en consonancia con lo que ha llegado a ser el intelectual a finales del XX.
Lo es, ante todo, por su independencia, porque todo su poder radica en la palabra, en su caso, más escrita que dicha. Expectante curioso de la política, le definió Azaña. No servía en política como sirven los hombres de partido, escribió también de él Manuel Azaña: su finura mental le impedía ser fanático; instruido, tenía demasiadas opiniones propias para ser secuaz. Cumplía, pues, la primera condición del intelectual que ha abandonado, después de un largo y trágico recorrido, el compromiso con un partido o una determinada causa política: interés por los asuntos que se debatían públicamente, e intervención en ellos defendiendo un punto de vista personal, resultado de largas lecturas y de sólida elaboración de un pensamiento propio.
Su modelo, pues, como él mismo lo explicó en el discurso de contestación a la recepcion en la Real Academia de Isidoro Fernández Flórez, es el de quien escribe en los periódicos y que, sin protección de poderes políticos o de jefes de partido que se suceden en el poder, “encuentra el favor de un público numeroso, sin apelar a violencias de lenguaje, a apasionadas y vehementes censuras y a otros medios conducentes a atraer la atención y ganar la voluntad de vilgo por medio del escándalo”. Expresar por este medio los sentimientos y aspiraciones de una gran colectividad a fin de que la colectividad los reconozca como suyos. De ahí su permanente interés en escribir en periódicos y revistas y su elogio a la profesión de periodista, o del literato que escribe en los periódicos, que para él venía a ser lo mismo: un artículo de periódico se lee, se comenta, se aplaude y puede influir en los sucesos sociales y políticos de una nación con una prontitud pasmosa.
Pero Valera no es intelectual sólo por participar en los debates sobre cuestiones sociales y políticas que se desarrollan en la esfera pública aportando un punto de vista personal. Lo es sobre todo porque ese punto de vista mantiene la coherencia propia de un liberal que no teme sacar todas las consecuencias de la revolución democrática. Hombre habituado a los salones, poco amigo de tratos con el vulgo o la plebe, conversador requerido por todos, no abandonó nunca los principios de un liberalismo que se abría a la democracia. Cuando reprocha a Cánovas su miedo ante el sufragio universal y cuando crítica el sistema que lo ha instaurado por no haberse atrevido a llevarlo a cabo, no piensa en oportunismos políticos, ni en juego de partidos, sino en la exigencia derivada del postulado de la soberanía del pueblo. No se le ocultan a Valera las dificultades del sufragio, pero teme más fundamentar filosóficamente una teoría depresiva de la dignidad humana, de la radical igualdad entre los hombres.
De ahí su radical distancia con el espíritu dominante en lo que llamó literatura terapéutica, de ahí su enemiga a los diagnósticos de los males de la patria, mostrada ya en 1876 en su crítica a un libro de Santiago de Liniers. Pero de ahí también su rechazo sin contemplaciones de la solución propuesta por la gran mayoría de intelectuales de su tiempo, esa esperanza en el tirano, el cacique, el ejecutivo fuerte, o en su vertiente nietzscheana, tan propia del 98, en el superhombre y la superhumanidad. Quien pretenda ponerse sobre la humanidad es antihumano, dice Valera, que anima a no tener miedo ante una democracia ilimitada, esto es, una democracia basada en el sufragio universal efectivo.
Pero hay algo más en la obra de Valera que obliga a considerarlo un intelectual en el sentido más actual del término. No se trata solo de su permanente observación crítica de la realidad, de su presencia en los periódicos, de su intención de influir por la escritura en la marcha de los acontecimientos. Max Weber postulaba en los mismos días en que Valera alcanzaba la senectud, una relación especial entre el intelectual y el sentimiento o la idea de nación. En el caso de Valera este vínculo es fuerte, le acompaña toda su vida: culmina la Historia general de España, que Modesto Lafuente había llevado hasta la muerte de Fernando VII e interviene en todas las polémicas que tienen como motivo central el tema de España, de su origen como nación, del problema de su decadencia, del carácter nacional, de su presunta incapacidad para adoptar la civilización moderna.
Me interesa destacar esta faceta porque es aquí donde Valera da toda la medida de su presencia pública como intelectual liberal. Valera no puede dejar de adoptar un punto de vista irónico, muy distanciado del apasionamiento con que esos temas se abordaban en su día, abandonando toda pretensión esencialista y desdeñando a los profetas que anuncian para el futuro inmediato grandes catástrofes, como la desaparición o muerte de la nación. Valera opone al esencialismo un simple dato: es anacrónico considerar a numantinos o saguntinos por españoles. Quienes introdujeron un principio de unidad entre las diferentes tribus o pueblos que habitaban la península fueron extranjeros: los romanos y los visigodos.
De tal punto de partida, ya se comprende que los diversos avatares por los que pasa la nación no tengan relación alguna con un destino predeterminado, con un modo de ser, un carácter. Será, sobre todo, una cuestión de cultura: haberse separado, por las opciones políticas del siglo XVI, de lo que llama corriente civilizadora, marcha general del mundo. De ahí, y como Francia, Inglaterra, Rusia, Alemania, siguen progresando, se deriva una inferioridad, un atraso. Pero Valera se aleja por igual de los dos extremos. Se trata solamente de recuperar el atraso. Y para eso, nada mejor que ponerse a la escuela de los que van más avanzados retornando a la corriente general de civilización.
Valera fue un intelectual antes de la irrupción de los intelectuales. Por serlo, y a pesar de todas las experiencia políticas de un siglo en el que hubo que tejer y destejer tantas veces la Constitución del Estado, mantuvo bien alta la tradición liberal por encima de todas las modas del momento. Consideró una desgracia la profusión de pronunciamientos, la llamada a los militares para hacerse cargo del gobierno, la nostalgia por ejecutivos fuertes, el desprecio al Parlamento y nunca renunció a la idea de que, aplicándose los españoles al trabajo, a la industria, a la ciencia, y construyendo un Estado que fuera el resultado de la soberanía popular, España volvería a recuperar su posición entre las primeras naciones del mundo.