Rebuscando entre archivos, encuentro unas respuestas enviadas hace dos años a un periodista que me preguntaba sobre la política de Juan Negrín en la presidencia del Gobierno de la República. Como hoy no pienso de manera diferente, ahí van:
1. El gobierno de la República nunca estuvo durante la guerra en manos del PCE ni de la Komintern o Stalin. Hasta mayo de 1937 se podría decir que la fuerza hegemónica en el Gobierno fueron los dos grandes sindicatos, UGT y CNT; desde mayo de 1937 una coalición de partidos –republicanos, socialistas y comunistas- con el reticente apoyo de los sindicatos. En mi opinión, el dilema nunca fue guerra o revolución; la gran división en la República fue entre sindicatos y partidos y, por lo que respecta a la distribución territorial del poder, entre poder central y poderes autonómicos o regionales. Fue propio de la historiografía de los años sesenta, británica y americana, reducir el complejo campo de fuerzas actuantes en la República al dilema guerra/revolución o, a partir de mayo de 1937, comunistas/todos los demás, pero eso está bien para películas de cine; la historia fue algo más complicada.
2. La política de Negrín se entiende mejor mirando al Ejército de la República que a Moscú. Mientras existió un acuerdo de fondo entre los mandos militares, los socialistas del bloque Negrín/Prieto y los comunistas, la importancia del PCE tuvo que ver mucho más con el mantenimiento de la disciplina en la retaguardia que con la dirección política de la guerra. A partir de abril de 1938 y hasta septiembre de ese mismo año, o sea, entre la llegada de las tropas de Franco a Vinaroz y los pactos de Munich, la influencia comunista fue en ascenso, que culminó en la batalla del Ebro. A partir de entonces, los comunistas perdieron posiciones como demostró la relativa facilidad del golpe de Casado en marzo de 1939.
3. El problema nunca fue prolongar o no la guerra, sino encontrar las condiciones de una paz negociada. Franco y las fuerzas sociales e institucionales –la Iglesia, en muy destacado lugar- que le apoyaban se negaron siempre a considerar que la guerra civil podría terminar a la manera de la guerras carlistas del siglo XIX. Era una guerra de victoria o derrota, no de paz, como le dijo el cardenal Gomà al arzobispo Pizzardo, enviado del Vaticano, en Lourdes, en mayo de 1937. En esas condiciones, la no prolongación de la guerra equivalía, más que a una rendición –que Franco no estaba dispuesto a aceptar- a una estampida, un sálvese quien pueda. Existiendo, como existía, un ejército en pie, esa eventualidad no era plausible. Y los proyectos de mediación para poner fin a la guerra chocaron siempre con el rechazo de quienes contaban con el apoyo exterior suficiente como para saber que, antes o después, acabarían triunfando.
4. Lo que se denomina “generalización del conflicto europeo” fue en realidad el ataque alemán a Polonia. Pero era ilusorio pensar que Hitler atacaría Polonía sin liquidar antes el conflicto español. Quiero decir: si la República hubiera llegado a finales del 39, no habría habido un final del 39 como el que ocurrió en realidad. Vincular el destino de la República con el inicio de la guerra en Europa no pasó de ser una fantasía, propia más bien de exiliados en la posguerra: ¡ah, si hubiéramos aguantado unos meses más! Lo que el presidente de la República, Manuel Azaña, tuvo sorprendentemente claro desde agosto de 1936, y repitió en múltiples ocasiones, fue que si la República perdía la guerra, Francia y Gran Bretaña perderían necesariamente la primera batalla de la segunda guerra mundial. No era lo mismo. Pero aunque no lo fuera, nadie le echó cuenta.
5. Negrín se hizo cargo del Gobierno en un momento crítico. Culminó la reconstrucción del Ejército, impuso la disciplina y levantó de las ruinas algo parecido a un Estado. El problema, para evaluar su figura, consiste en decidir a qué fines servía, en la guerra, esa obra de reconstrucción. Azaña, que nombró a Negrín, pensaba que no podía servir para una victoria que siempre juzgó imposible, sino para asegurar la defensa en el interior con objeto de no perder la guerra en el exterior y obligar a intervenir a las potencias democráticas para imponer una mediación. Negrín, sin embargo, creyó hasta el final que esta obra de reconstrucción debía servir a un fin ofensivo en la seguridad de que una gran batalla ganada por el ejército republicano podría cambiar el curso de la guerra. Mientras los mandos militares también lo creyeron, su energía, inteligencia y capacidad de mando sirvió a ese propósito. La tragedia, para él y para la capacidad defensiva de la República, fue que las batallas decisivas –primeras fases de Teruel y del Ebro- fueron siempre triunfos pírricos: fulgurante avance para acabar en el hundimiento del frente. Ese me parece que fue su error, como lo fue del mando militar: hacer depender toda su política y, con ella, el destino de la República, de una batalla decisiva.
6. La historia, en un primer momento, siempre trata mal a los perdedores. Y Negrín lo fue por partida doble [como ya escribí en “La doble derrota de Juan Negrín”, El País, 26 de febrero de 1992]: perdió la guerra frente a sus enemigos, que lo acusaron de criptocomunista cuando la guerra se presentó como una cruzada contra el comunismo; y la perdió por segunda vez ante sus compañeros de partido, que divididos en facciones desde 1934, se unieron en su unánime repudio del perdedor, acusándole de lo mismo que sus enemigos: haber entregado la República a los comunistas. Curiosamente, en el PSOE de 1936, quien defendió con más fuerza la unión con el PCE fue Largo Caballero; y quien pactó en mayo de 1937 con los comunistas la caída de Largo Caballero, fue Indalecio Prieto. Una manera de sacudirse sus propias responsabilidades en la catástrofe final eran volcar toda la culpa sobre el último en apagar la luz. Y el último fue Negrín. Pero, en fin, la historia es larga y la figura de Juan Negrín hace ya algunos años que se ve a una luz distinta que la proyectada sobre él por una legión de detractores de las más variadas procedencias.
1. El gobierno de la República nunca estuvo durante la guerra en manos del PCE ni de la Komintern o Stalin. Hasta mayo de 1937 se podría decir que la fuerza hegemónica en el Gobierno fueron los dos grandes sindicatos, UGT y CNT; desde mayo de 1937 una coalición de partidos –republicanos, socialistas y comunistas- con el reticente apoyo de los sindicatos. En mi opinión, el dilema nunca fue guerra o revolución; la gran división en la República fue entre sindicatos y partidos y, por lo que respecta a la distribución territorial del poder, entre poder central y poderes autonómicos o regionales. Fue propio de la historiografía de los años sesenta, británica y americana, reducir el complejo campo de fuerzas actuantes en la República al dilema guerra/revolución o, a partir de mayo de 1937, comunistas/todos los demás, pero eso está bien para películas de cine; la historia fue algo más complicada.
2. La política de Negrín se entiende mejor mirando al Ejército de la República que a Moscú. Mientras existió un acuerdo de fondo entre los mandos militares, los socialistas del bloque Negrín/Prieto y los comunistas, la importancia del PCE tuvo que ver mucho más con el mantenimiento de la disciplina en la retaguardia que con la dirección política de la guerra. A partir de abril de 1938 y hasta septiembre de ese mismo año, o sea, entre la llegada de las tropas de Franco a Vinaroz y los pactos de Munich, la influencia comunista fue en ascenso, que culminó en la batalla del Ebro. A partir de entonces, los comunistas perdieron posiciones como demostró la relativa facilidad del golpe de Casado en marzo de 1939.
3. El problema nunca fue prolongar o no la guerra, sino encontrar las condiciones de una paz negociada. Franco y las fuerzas sociales e institucionales –la Iglesia, en muy destacado lugar- que le apoyaban se negaron siempre a considerar que la guerra civil podría terminar a la manera de la guerras carlistas del siglo XIX. Era una guerra de victoria o derrota, no de paz, como le dijo el cardenal Gomà al arzobispo Pizzardo, enviado del Vaticano, en Lourdes, en mayo de 1937. En esas condiciones, la no prolongación de la guerra equivalía, más que a una rendición –que Franco no estaba dispuesto a aceptar- a una estampida, un sálvese quien pueda. Existiendo, como existía, un ejército en pie, esa eventualidad no era plausible. Y los proyectos de mediación para poner fin a la guerra chocaron siempre con el rechazo de quienes contaban con el apoyo exterior suficiente como para saber que, antes o después, acabarían triunfando.
4. Lo que se denomina “generalización del conflicto europeo” fue en realidad el ataque alemán a Polonia. Pero era ilusorio pensar que Hitler atacaría Polonía sin liquidar antes el conflicto español. Quiero decir: si la República hubiera llegado a finales del 39, no habría habido un final del 39 como el que ocurrió en realidad. Vincular el destino de la República con el inicio de la guerra en Europa no pasó de ser una fantasía, propia más bien de exiliados en la posguerra: ¡ah, si hubiéramos aguantado unos meses más! Lo que el presidente de la República, Manuel Azaña, tuvo sorprendentemente claro desde agosto de 1936, y repitió en múltiples ocasiones, fue que si la República perdía la guerra, Francia y Gran Bretaña perderían necesariamente la primera batalla de la segunda guerra mundial. No era lo mismo. Pero aunque no lo fuera, nadie le echó cuenta.
5. Negrín se hizo cargo del Gobierno en un momento crítico. Culminó la reconstrucción del Ejército, impuso la disciplina y levantó de las ruinas algo parecido a un Estado. El problema, para evaluar su figura, consiste en decidir a qué fines servía, en la guerra, esa obra de reconstrucción. Azaña, que nombró a Negrín, pensaba que no podía servir para una victoria que siempre juzgó imposible, sino para asegurar la defensa en el interior con objeto de no perder la guerra en el exterior y obligar a intervenir a las potencias democráticas para imponer una mediación. Negrín, sin embargo, creyó hasta el final que esta obra de reconstrucción debía servir a un fin ofensivo en la seguridad de que una gran batalla ganada por el ejército republicano podría cambiar el curso de la guerra. Mientras los mandos militares también lo creyeron, su energía, inteligencia y capacidad de mando sirvió a ese propósito. La tragedia, para él y para la capacidad defensiva de la República, fue que las batallas decisivas –primeras fases de Teruel y del Ebro- fueron siempre triunfos pírricos: fulgurante avance para acabar en el hundimiento del frente. Ese me parece que fue su error, como lo fue del mando militar: hacer depender toda su política y, con ella, el destino de la República, de una batalla decisiva.
6. La historia, en un primer momento, siempre trata mal a los perdedores. Y Negrín lo fue por partida doble [como ya escribí en “La doble derrota de Juan Negrín”, El País, 26 de febrero de 1992]: perdió la guerra frente a sus enemigos, que lo acusaron de criptocomunista cuando la guerra se presentó como una cruzada contra el comunismo; y la perdió por segunda vez ante sus compañeros de partido, que divididos en facciones desde 1934, se unieron en su unánime repudio del perdedor, acusándole de lo mismo que sus enemigos: haber entregado la República a los comunistas. Curiosamente, en el PSOE de 1936, quien defendió con más fuerza la unión con el PCE fue Largo Caballero; y quien pactó en mayo de 1937 con los comunistas la caída de Largo Caballero, fue Indalecio Prieto. Una manera de sacudirse sus propias responsabilidades en la catástrofe final eran volcar toda la culpa sobre el último en apagar la luz. Y el último fue Negrín. Pero, en fin, la historia es larga y la figura de Juan Negrín hace ya algunos años que se ve a una luz distinta que la proyectada sobre él por una legión de detractores de las más variadas procedencias.