Era el 18 de julio de 1938, dos años después de que el presidente de la República, Manuel Azaña, hubiera condenado la rebelión militar que se extendió por todo el territorio de la República, calificándola como “el horrendo delito de haber desgarrado el corazón de la patria”. Para conmemorar la resistencia frente a aquella rebelión, se habían reunido en el Ayuntamiento de Barcelona las autoridades de la República y de la Generalitat y un gran número de invitados. Una multitud llenaba por completo las vías adyacentes a la plaza de la República, en la que estaba formado el Batallón presidencial, con uniforme de media gala, bandera y banda de cornetas y tambores. Manuel Azaña llegó acompañado por el presidente del Gobierno, Juan Negrín, recibidos ambos por el presidente de las Cortes, Diego Martínez Barrio, y por el ministro de Estado, Julio Álvarez del Vayo, con quienes después de pasar revista, entró en el Ayuntamiento. En el Salón de Ciento, Azaña ocupó el sitial de la presidencia y se dispuso a pronunciar, sin notas ni papeles que le sirvieran de guía, el discurso previamente acordado en sus líneas generales con el presidente del Gobierno.
No era esta la primera vez que el presidente de la República se dirigía, con un solemne discurso, a los españoles en guerra. Convencido de que la República, tras la masiva intervención de Alemania e Italia en ayuda de los rebeldes, mientras Gran Bretaña y Francia daban la espalda a los leales, jamás podría ganar la guerra, Manuel Azaña se había retirado en noviembre de 1936 al monasterio de Montserrat desde el que bajaba cada mañana a su despacho de Barcelona. Trataba allí de convencer a quienes le visitaban de la necesidad de presentar a las potencias democráticas un plan de mediación que pusiera fin a la guerra civil española en la que veía el “primer acto de una nueva Gran Guerra”, como no dejó nunca de advertir a sus visitantes franceses o británicos. Desde finales de julio de 1936, Azaña repetía a quien quería escucharle que si Alemania e Italia triunfaban en España, Francia y Gran Bretaña habrían perdido la primera batalla de la segunda guerra que se avecinaba. En España, según creía y repetía Azaña, se estaba jugando el destino de Europa.
Nadie prestó la atención que merecían aquellas angustiosas advertencias, atribuyéndolas, en el Foreign Office y en el Quai d’Orsay, pero también en el gobierno de la República, al natural pesimista, muy pronto calificado de derrotista, del señor presidente. Madrid había aguantado el asalto de los rebeldes, los frentes se habían estabilizado y el ejército republicano comenzaba a recomponerse. La guerra iba, pues, para largo, y el presidente de la República no podía seguir recluido en la sagrada montaña de Montserrat. Ángel Ossorio, raro ejemplo de republicano y católico, embajador de la República en Bélgica, abogado y amigo de Azaña, le envío una carta a Barcelona instándole a poner fin a su encierro, trasladar su residencia a Valencia cerca del gobierno y visitar los frentes “a fin de que el mayor número de combatientes le vea y le escuche”. Su palabra, en efecto, había dejado de oírse desde la alocución de 26 de julio de 1936 dirigida al pueblo español para agradecer su sacrificio y alentar su resistencia frente a “los que llevan sobre sí la horrenda culpa de que por ellos se vierta tanta sangre y se causen tantos destrozos”. Transcurrido medio año de guerra, había llegado el momento de que los españoles volvieran a escuchar la palabra de su presidente. Esto fue lo que Ángel Ossorio recomendaba a Manuel Azaña.
Fuera por esta llamada o por el cansancio acumulado en tanta ida y venida de Montserrat a Barcelona, es lo cierto que Azaña decidió poner fin a su estado de semi-reclusión y a su silencio, trasladándose a Valencia y pronunciando el 21 de enero de 1937 en el Ayuntamiento su primer discurso de guerra. Es el que marcará la pauta de los cuatro reunidos en un volumen prologado por Antonio Machado y editado cuando ya la guerra embocaba su final. Azaña no oculta ni elude calificar en este primer discurso la guerra civil como un problema de carácter nacional español, un problema interno de la política española, originado en una rebelión de gran parte de las fuerzas armadas de la nación contra un Estado que responde a la agresión en cumplimiento de su deber. Hacemos la guerra porque nos la hacen, dice Azaña, para a renglón seguido afirmar que la rebelión militar había ascendido a la categoría de grave problema internacional. España es una nación invadida y el pueblo español lucha ahora, en sentido estricto, por su independencia nacional. La guerra civil se convierte así en una guerra de alcance internacional que pone en peligro el equilibrio europeo. Francia y Gran Bretaña no pueden permanecer impasibles ante la presencia de tanques italianos y aviones alemanes sobre el suelo y bajo el cielo español.
Hasta aquí, quien habla es el Azaña político, el que aplica el bisturí de la razón a una situación dramática para analizarla en cada uno de sus elementos, provocando una especie de esclarecimiento del juicio como preludio de una fusión de sensibilidad entre el orador y el público que escucha en un emocionado silencio su palabra. Era una cualidad destacada de los discursos de Azaña que ese esclarecimiento de juicio, acompañado de una descarga de sensibilidad, fuese acompañado de una intromisión de su propio yo en el momento en que culminaba el trabajo de la razón política y comenzaba, dando un quiebro a su argumento, la exploración de la dimensión moral de la situación que trataba de aclarar y resolver. Azaña evoca el origen de la guerra en una rebelión interna y su inmediato alcance internacional con un doble propósito: primero, que los españoles en guerra se convenzan de que es necesario aprender a vivir juntos en paz; y segundo, que las potencias democráticas se convenzan de que, por su propio interés, deben intervenir en España.
Para reforzar por medio de la emoción esta doble llamada, a los españoles y a los extranjeros, Azaña se implica personalmente en su propio discurso: “vendrá la paz, y espero que la alegría os colme a todos vosotros; a mí, no […] porque cuando se tiene el dolor español que yo tengo en el alma, no se triunfa personalmente contra compatriotas”. Al escuchar estas palabras “todos sentimos como si el dolor majestuoso del pueblo destrozado cayera sobre nosotros”, recordará Juan Gil Albert, evocando lo que Ángel Gaos había escrito en Hora de España al dar cuenta del acto. En ese clima altamente emotivo, Azaña terminaba su primer discurso de guerra… “Y cuando vuestro primer magistrado erija el trofeo de la victoria, su corazón de español se romperá, y nunca se sabrá quien ha sufrido más por la libertad de España.” “Don Manuel, don Manuel”, musitaba María Zambrano, sollozando, con los ojos empañados en lágrimas.
El recuerdo de la patria desgarrada por el crimen de la rebelión e invadida por potencias extranjeras será constante y reiterado en todas las propuestas e iniciativas que tomó Azaña desde la presidencia de la República con el propósito de conseguir una suspensión de hostilidades que condujera a una paz negociada. Lo fue, desde luego, en sus esfuerzos por forzar a las potencias democráticas a una mediación que pusiera fin a la guerra; pero lo fue sobre todo, y progresivamente con tonos más acuciantes, en sus llamadas a los combatientes para que entendieran -como dirá en su segundo discurso de guerra pronunciado también en Valencia, en su Universidad, el 18 de julio de 1937- que ninguna nación puede constituirse en torno a “una unidad dogmática, sea religiosa, o política, o social, o económica para expulsar de la convivencia nacional a todos los que no han perecido en la contienda contra ese dogma”. Esta manera de entender la unidad nacional, dice Azaña, destruiría en su base el concepto mismo de lo nacional; sería “un concepto de pueblo nómada, que no tiene patria ni calienta ningún hogar […] un concepto de pueblo fanático, que lo mismo puede venerar la cruz que la media luna, pero que arroja a las tinieblas exteriores a todo el que no comparta su adoración”.
Azaña incorporó decididamente, en este segundo discurso de guerra, la tierra y el hogar al sentimiento de patria en un pasaje que es preciso reproducir literalmente: “cuando hablo de mi nación, que es la de todos vosotros y de nuestra patria, que es España, cuyas seis letras sonoras restallan hoy en nuestra alma como un grito de guerra y mañana con una exclamación de júbilo y paz, cuando yo hablo de nuestra nación y de España, que así se llama, estoy pensando en todo su ser, en lo físico y en lo moral, en su tierras, fértiles o áridas, en sus paisajes, emocionantes o no; en su mesetas, y en sus jardines, y en su huertos, y en sus diversas lenguas y en sus tradiciones locales”. Todo eso junto, unido por una ilustre historia, es lo que constituye “un ser moral vivo que se llama España, y que es lo que existe y por lo que se lucha, y en cuyo territorio transcurre la guerra”.
Si procede, a estas alturas de su vida, y cuando se ha cumplido un año de guerra, a fundir todos esos elementos –tierra, paisajes, lenguas, tradiciones, historia, entidad moral- y a darles el mismo valor de patria es con el evidente propósito de recordar en plena guerra que habrá de llegar un día en el que será necesario habituarse “otra vez a la idea que podrá ser tremenda, pero que es inexcusable, de que de los veinticuatro millones de españoles, por mucho que se maten unos a otros, siempre quedarán bastantes, y los que queden tienen necesidad y obligación de seguir viviendo juntos para que la nación no perezca”. Azaña había definido desde los primeros días del golpe de Estado y de la revolución sindical que fue su inmediato resultado, como guerra de venganza y exterminio lo que estaba ocurriendo en España. Ahora, un año después, no tiene empacho en afirmar que toda guerra civil es una monstruosidad y en reprobar de nuevo públicamente la política de exterminio. La ferocidad de la guerra, apuntó en su diario el 26 de julio de 1937, llega a extremos repugnantes: “cuando estén colmadas de muertos las cuencas de España, muchos creerán haber engendrado una nueva patria; o lo dirán, para que la sangre de sus manos parezca la sangre de un parto. Se llaman padres de la patria, o sus comadrones, y no son más que matarifes”.
En una guerra civil –repetirá en el Ayuntamiento de Madrid, en su tercer discurso, pronunciado durante una visita a los frentes, el 13 de noviembre de 1937- “vencedores y vencidos tienen el día de mañana que llevar sobre sus costillas, como la llevarán la generaciones venideras, la pesadumbre de esta catástrofe. Hay que tener la entereza de saborear el amargor de este problema y decirlo con vigor y con claridad.” En España, entre rebeldes o leales, nadie, excepto él, lo decía y nadie lo dirá. Pero cuando estas cosas se dicen y se siente el amargor de este problema, nada puede servir de consuelo. Se suele invocar entonces, dice en Madrid, el nombre de la patria. “Cuando truena el cañón, pocos se privan, en cualquier campo que estén, de invocar el nombre de su patria, y a veces hasta el nombre de Dios. Es muy frecuente asegurarse previamente de que un dios favorece a un ejército contra el otro, y que se cuenta con la protección divina para ganar la batalla. Pero es más frecuente todavía invocar el nombre de la patria. Yo protesto”. Protesta Azaña porque ninguna guerra, a no ser para defender la independencia nacional, puede encenderse en nombre de la patria. Sólo inician una guerra contra sus compatriotas quienes creen que la patria es una especie de deidad remota, sanguinaria, a la que es preciso sacrificar unos cuantos cientos de miles de sus hijos para tenerla contenta. Azaña no cree que la patria sea eso: “nuestra patria no es distinta de los españoles; nosotros somos nuestra patria moralmente, como lo es nuestro territorio, como lo son nuestras ciudades, como lo serán las generaciones que vengan mañana, como somos nosotros los herederos de las pasadas”. La patria de Azaña es, en definitiva, un territorio, una historia, una cultura, una libertad que se deja en herencia a las generaciones futuras: nosotros somos nuestra patria.
A medida que la guerra acumula estragos y que se esfuma cualquier atisbo de paz negociada a través de una mediación internacional, y cuando ya han transcurrido dos años del horrendo crimen contra la patria, el presidente de la República vuelve a elevar su voz, por cuarta y última vez, para recordar desde el Ayuntamiento de Barcelona a todos los españoles el día en que tendrán que “sustituir con la gloria duradera de la paz la gloria siniestra y dolorosa de la guerra”. Entonces, unos y otros, vencedores o vencidos, comprobarán una vez más lo que nunca debió ser desconocido: que todos somos hijos del mismo sol y tributarios del mismo arroyo. Si esa es después de dos años de guerra la base de la nacionalidad y la raíz del sentimiento patriótico lo será porque, al evocar el sol y los arroyos, vuelve a negar que la nación pueda construirse sobre un dogma que excluya a todos los que no lo profesan. Ese es el concepto islámico de nación y de Estado. Nosotros, insiste Azaña, vemos en la patria una libertad, fundiendo en ella no solo los elementos materiales del territorio, sino todo el patrimonio moral acumulado por los españoles en veinte siglos, que constituye el título grandioso de nuestra civilización en el mundo. Ahora ya no es la República lo que Azaña tiene en mente al evocar la patria; ahora es todo ese patrimonio moral, toda esa civilización, construidas sobre esa “tierra materna” que abriga a tantos muertos y que, con ellos, está en trance de desaparecer.
Por eso, una vez más pero ahora con emoción redoblada, cuando en esa tarde de julio de 1938 enfila el final del último de sus discursos de guerra dirigidos a conseguir la paz, Azaña deja de lado los argumentos políticos para recordar la profunda conmoción moral y la obligación de pensar en todos los muertos, en “tantos hombres que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora ya no tienen odio, ya no tienen rencor y nos envían con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a sus hijos: Paz, Piedad, Perdón”. Entre sus oyentes, Julián Zugazagoitia, secretario general de Defensa, creía que muchos compatriotas no habían podido escuchar esas palabras sin un estremecimiento de emoción, y Mariano Ansó, que hasta unos meses antes había sido ministro de Justicia, recuerda que “la emoción producida en el auditorio que los escuchó fue considerable”. Es la misma emoción que en su primer discurso de guerra había sacudido a Gil Albert y a María Zambrano, la misma que, todavía hoy, 75 años después de aquel 18 de julio de 1938, despierta la palabra del presidente de la República cuando dejamos, libres de prejuicios, que su eco resuene en todos nosotros, seamos hijos o nietos de vencedores, de vencidos o de quienes, sin quererlo, se vieron arrastrados a tomar las armas en una guerra de exterminio.
Publicado en La Aventura de la Historia, 20 de junio de 2013.
No era esta la primera vez que el presidente de la República se dirigía, con un solemne discurso, a los españoles en guerra. Convencido de que la República, tras la masiva intervención de Alemania e Italia en ayuda de los rebeldes, mientras Gran Bretaña y Francia daban la espalda a los leales, jamás podría ganar la guerra, Manuel Azaña se había retirado en noviembre de 1936 al monasterio de Montserrat desde el que bajaba cada mañana a su despacho de Barcelona. Trataba allí de convencer a quienes le visitaban de la necesidad de presentar a las potencias democráticas un plan de mediación que pusiera fin a la guerra civil española en la que veía el “primer acto de una nueva Gran Guerra”, como no dejó nunca de advertir a sus visitantes franceses o británicos. Desde finales de julio de 1936, Azaña repetía a quien quería escucharle que si Alemania e Italia triunfaban en España, Francia y Gran Bretaña habrían perdido la primera batalla de la segunda guerra que se avecinaba. En España, según creía y repetía Azaña, se estaba jugando el destino de Europa.
Nadie prestó la atención que merecían aquellas angustiosas advertencias, atribuyéndolas, en el Foreign Office y en el Quai d’Orsay, pero también en el gobierno de la República, al natural pesimista, muy pronto calificado de derrotista, del señor presidente. Madrid había aguantado el asalto de los rebeldes, los frentes se habían estabilizado y el ejército republicano comenzaba a recomponerse. La guerra iba, pues, para largo, y el presidente de la República no podía seguir recluido en la sagrada montaña de Montserrat. Ángel Ossorio, raro ejemplo de republicano y católico, embajador de la República en Bélgica, abogado y amigo de Azaña, le envío una carta a Barcelona instándole a poner fin a su encierro, trasladar su residencia a Valencia cerca del gobierno y visitar los frentes “a fin de que el mayor número de combatientes le vea y le escuche”. Su palabra, en efecto, había dejado de oírse desde la alocución de 26 de julio de 1936 dirigida al pueblo español para agradecer su sacrificio y alentar su resistencia frente a “los que llevan sobre sí la horrenda culpa de que por ellos se vierta tanta sangre y se causen tantos destrozos”. Transcurrido medio año de guerra, había llegado el momento de que los españoles volvieran a escuchar la palabra de su presidente. Esto fue lo que Ángel Ossorio recomendaba a Manuel Azaña.
Fuera por esta llamada o por el cansancio acumulado en tanta ida y venida de Montserrat a Barcelona, es lo cierto que Azaña decidió poner fin a su estado de semi-reclusión y a su silencio, trasladándose a Valencia y pronunciando el 21 de enero de 1937 en el Ayuntamiento su primer discurso de guerra. Es el que marcará la pauta de los cuatro reunidos en un volumen prologado por Antonio Machado y editado cuando ya la guerra embocaba su final. Azaña no oculta ni elude calificar en este primer discurso la guerra civil como un problema de carácter nacional español, un problema interno de la política española, originado en una rebelión de gran parte de las fuerzas armadas de la nación contra un Estado que responde a la agresión en cumplimiento de su deber. Hacemos la guerra porque nos la hacen, dice Azaña, para a renglón seguido afirmar que la rebelión militar había ascendido a la categoría de grave problema internacional. España es una nación invadida y el pueblo español lucha ahora, en sentido estricto, por su independencia nacional. La guerra civil se convierte así en una guerra de alcance internacional que pone en peligro el equilibrio europeo. Francia y Gran Bretaña no pueden permanecer impasibles ante la presencia de tanques italianos y aviones alemanes sobre el suelo y bajo el cielo español.
Hasta aquí, quien habla es el Azaña político, el que aplica el bisturí de la razón a una situación dramática para analizarla en cada uno de sus elementos, provocando una especie de esclarecimiento del juicio como preludio de una fusión de sensibilidad entre el orador y el público que escucha en un emocionado silencio su palabra. Era una cualidad destacada de los discursos de Azaña que ese esclarecimiento de juicio, acompañado de una descarga de sensibilidad, fuese acompañado de una intromisión de su propio yo en el momento en que culminaba el trabajo de la razón política y comenzaba, dando un quiebro a su argumento, la exploración de la dimensión moral de la situación que trataba de aclarar y resolver. Azaña evoca el origen de la guerra en una rebelión interna y su inmediato alcance internacional con un doble propósito: primero, que los españoles en guerra se convenzan de que es necesario aprender a vivir juntos en paz; y segundo, que las potencias democráticas se convenzan de que, por su propio interés, deben intervenir en España.
Para reforzar por medio de la emoción esta doble llamada, a los españoles y a los extranjeros, Azaña se implica personalmente en su propio discurso: “vendrá la paz, y espero que la alegría os colme a todos vosotros; a mí, no […] porque cuando se tiene el dolor español que yo tengo en el alma, no se triunfa personalmente contra compatriotas”. Al escuchar estas palabras “todos sentimos como si el dolor majestuoso del pueblo destrozado cayera sobre nosotros”, recordará Juan Gil Albert, evocando lo que Ángel Gaos había escrito en Hora de España al dar cuenta del acto. En ese clima altamente emotivo, Azaña terminaba su primer discurso de guerra… “Y cuando vuestro primer magistrado erija el trofeo de la victoria, su corazón de español se romperá, y nunca se sabrá quien ha sufrido más por la libertad de España.” “Don Manuel, don Manuel”, musitaba María Zambrano, sollozando, con los ojos empañados en lágrimas.
El recuerdo de la patria desgarrada por el crimen de la rebelión e invadida por potencias extranjeras será constante y reiterado en todas las propuestas e iniciativas que tomó Azaña desde la presidencia de la República con el propósito de conseguir una suspensión de hostilidades que condujera a una paz negociada. Lo fue, desde luego, en sus esfuerzos por forzar a las potencias democráticas a una mediación que pusiera fin a la guerra; pero lo fue sobre todo, y progresivamente con tonos más acuciantes, en sus llamadas a los combatientes para que entendieran -como dirá en su segundo discurso de guerra pronunciado también en Valencia, en su Universidad, el 18 de julio de 1937- que ninguna nación puede constituirse en torno a “una unidad dogmática, sea religiosa, o política, o social, o económica para expulsar de la convivencia nacional a todos los que no han perecido en la contienda contra ese dogma”. Esta manera de entender la unidad nacional, dice Azaña, destruiría en su base el concepto mismo de lo nacional; sería “un concepto de pueblo nómada, que no tiene patria ni calienta ningún hogar […] un concepto de pueblo fanático, que lo mismo puede venerar la cruz que la media luna, pero que arroja a las tinieblas exteriores a todo el que no comparta su adoración”.
Azaña incorporó decididamente, en este segundo discurso de guerra, la tierra y el hogar al sentimiento de patria en un pasaje que es preciso reproducir literalmente: “cuando hablo de mi nación, que es la de todos vosotros y de nuestra patria, que es España, cuyas seis letras sonoras restallan hoy en nuestra alma como un grito de guerra y mañana con una exclamación de júbilo y paz, cuando yo hablo de nuestra nación y de España, que así se llama, estoy pensando en todo su ser, en lo físico y en lo moral, en su tierras, fértiles o áridas, en sus paisajes, emocionantes o no; en su mesetas, y en sus jardines, y en su huertos, y en sus diversas lenguas y en sus tradiciones locales”. Todo eso junto, unido por una ilustre historia, es lo que constituye “un ser moral vivo que se llama España, y que es lo que existe y por lo que se lucha, y en cuyo territorio transcurre la guerra”.
Si procede, a estas alturas de su vida, y cuando se ha cumplido un año de guerra, a fundir todos esos elementos –tierra, paisajes, lenguas, tradiciones, historia, entidad moral- y a darles el mismo valor de patria es con el evidente propósito de recordar en plena guerra que habrá de llegar un día en el que será necesario habituarse “otra vez a la idea que podrá ser tremenda, pero que es inexcusable, de que de los veinticuatro millones de españoles, por mucho que se maten unos a otros, siempre quedarán bastantes, y los que queden tienen necesidad y obligación de seguir viviendo juntos para que la nación no perezca”. Azaña había definido desde los primeros días del golpe de Estado y de la revolución sindical que fue su inmediato resultado, como guerra de venganza y exterminio lo que estaba ocurriendo en España. Ahora, un año después, no tiene empacho en afirmar que toda guerra civil es una monstruosidad y en reprobar de nuevo públicamente la política de exterminio. La ferocidad de la guerra, apuntó en su diario el 26 de julio de 1937, llega a extremos repugnantes: “cuando estén colmadas de muertos las cuencas de España, muchos creerán haber engendrado una nueva patria; o lo dirán, para que la sangre de sus manos parezca la sangre de un parto. Se llaman padres de la patria, o sus comadrones, y no son más que matarifes”.
En una guerra civil –repetirá en el Ayuntamiento de Madrid, en su tercer discurso, pronunciado durante una visita a los frentes, el 13 de noviembre de 1937- “vencedores y vencidos tienen el día de mañana que llevar sobre sus costillas, como la llevarán la generaciones venideras, la pesadumbre de esta catástrofe. Hay que tener la entereza de saborear el amargor de este problema y decirlo con vigor y con claridad.” En España, entre rebeldes o leales, nadie, excepto él, lo decía y nadie lo dirá. Pero cuando estas cosas se dicen y se siente el amargor de este problema, nada puede servir de consuelo. Se suele invocar entonces, dice en Madrid, el nombre de la patria. “Cuando truena el cañón, pocos se privan, en cualquier campo que estén, de invocar el nombre de su patria, y a veces hasta el nombre de Dios. Es muy frecuente asegurarse previamente de que un dios favorece a un ejército contra el otro, y que se cuenta con la protección divina para ganar la batalla. Pero es más frecuente todavía invocar el nombre de la patria. Yo protesto”. Protesta Azaña porque ninguna guerra, a no ser para defender la independencia nacional, puede encenderse en nombre de la patria. Sólo inician una guerra contra sus compatriotas quienes creen que la patria es una especie de deidad remota, sanguinaria, a la que es preciso sacrificar unos cuantos cientos de miles de sus hijos para tenerla contenta. Azaña no cree que la patria sea eso: “nuestra patria no es distinta de los españoles; nosotros somos nuestra patria moralmente, como lo es nuestro territorio, como lo son nuestras ciudades, como lo serán las generaciones que vengan mañana, como somos nosotros los herederos de las pasadas”. La patria de Azaña es, en definitiva, un territorio, una historia, una cultura, una libertad que se deja en herencia a las generaciones futuras: nosotros somos nuestra patria.
A medida que la guerra acumula estragos y que se esfuma cualquier atisbo de paz negociada a través de una mediación internacional, y cuando ya han transcurrido dos años del horrendo crimen contra la patria, el presidente de la República vuelve a elevar su voz, por cuarta y última vez, para recordar desde el Ayuntamiento de Barcelona a todos los españoles el día en que tendrán que “sustituir con la gloria duradera de la paz la gloria siniestra y dolorosa de la guerra”. Entonces, unos y otros, vencedores o vencidos, comprobarán una vez más lo que nunca debió ser desconocido: que todos somos hijos del mismo sol y tributarios del mismo arroyo. Si esa es después de dos años de guerra la base de la nacionalidad y la raíz del sentimiento patriótico lo será porque, al evocar el sol y los arroyos, vuelve a negar que la nación pueda construirse sobre un dogma que excluya a todos los que no lo profesan. Ese es el concepto islámico de nación y de Estado. Nosotros, insiste Azaña, vemos en la patria una libertad, fundiendo en ella no solo los elementos materiales del territorio, sino todo el patrimonio moral acumulado por los españoles en veinte siglos, que constituye el título grandioso de nuestra civilización en el mundo. Ahora ya no es la República lo que Azaña tiene en mente al evocar la patria; ahora es todo ese patrimonio moral, toda esa civilización, construidas sobre esa “tierra materna” que abriga a tantos muertos y que, con ellos, está en trance de desaparecer.
Por eso, una vez más pero ahora con emoción redoblada, cuando en esa tarde de julio de 1938 enfila el final del último de sus discursos de guerra dirigidos a conseguir la paz, Azaña deja de lado los argumentos políticos para recordar la profunda conmoción moral y la obligación de pensar en todos los muertos, en “tantos hombres que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora ya no tienen odio, ya no tienen rencor y nos envían con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a sus hijos: Paz, Piedad, Perdón”. Entre sus oyentes, Julián Zugazagoitia, secretario general de Defensa, creía que muchos compatriotas no habían podido escuchar esas palabras sin un estremecimiento de emoción, y Mariano Ansó, que hasta unos meses antes había sido ministro de Justicia, recuerda que “la emoción producida en el auditorio que los escuchó fue considerable”. Es la misma emoción que en su primer discurso de guerra había sacudido a Gil Albert y a María Zambrano, la misma que, todavía hoy, 75 años después de aquel 18 de julio de 1938, despierta la palabra del presidente de la República cuando dejamos, libres de prejuicios, que su eco resuene en todos nosotros, seamos hijos o nietos de vencedores, de vencidos o de quienes, sin quererlo, se vieron arrastrados a tomar las armas en una guerra de exterminio.
Publicado en La Aventura de la Historia, 20 de junio de 2013.