CUADERNOS Y LOS ORIGENES DE NUESTRA DEMOCRACIA
Santos Juliá
Decir Cuadernos en los años sesenta del pasado siglo era decir Cuadernos para el diálogo, revista mensual fundada por Joaquín Ruiz-Giménez, que tras su salida del Ministerio de Educación Nacional en febrero de 1956 sufrió una especie de conversión interior desde sus primeras posiciones falangistas y nacional-católicas hacia una democracia cristiana inspirada por los nuevos vientos que soplaron desde el Vaticano con la llegada del papa Roncali, Juan XXIII y por la nueva política hacia España alentada por su sucesor, el papa Montini, Pablo VI. Entre su vuelta a la cátedra y la apertura del concilio Vaticano II en 1963, Ruiz-Giménez llegó a la conclusión de que en el régimen de Franco los caminos de apertura liberalizadora que condujeran a su reforma desde dentro estaban bloqueados y que era preciso ejercer una presión desde fuera sostenida en la confluencia de sectores de la disidencia y de la oposición para establecer las bases desde las que construir una alternativa a la dictadura.
Diálogo se llamó la nueva estrategia. Diálogo, ante todo, con los que desde dentro del régimen estuvieran dispuesto a hablar de reformas. Diálogo hacia dentro, pues, que muy pronto mostraría sus límites: los tecnócratas procedentes del Opus Dei y los “aperturistas” en torno al Movimiento Nacional no estaban interesados en reconstruir un espacio público de encuentro con fuerzas disidentes o de aquella oposición que Linz denominó alegal. Por eso, diálogo, sobre todo y al poco tiempo exclusivamente, hacia fuera, hacia los derrotados en la Guerra civil y los que, procedentes del campo de los vencedores, por familia o por militancia juvenil, habían abrazado la causa de los vencidos.
Fueron los tiempos del diálogo entre marxismo y cristianismo, si se quiere decir en términos de debate intelectual, y entre democracia cristiana y comunismo, si se habla en términos políticos. Compromiso histórico se llamó en Italia, diálogo se llamó en España, donde la posibilidad de un compromiso político quedaba relegada a un lejano horizonte. Cine-clubs, conferencias, manifiestos, defensa de procesados ante el recién creado Tribunal de Orden Público y, en fin, una revista manifiestamente política en la que pudiera debatirse desde la libertad de expresión y manifestación hasta la reforma de las estructuras, como se decía entonces. Los católicos que se sintieron interpelados por el Concilio, alienados de la religión de cristiandad implantada tras la guerra civil –que hoy tanto añoran los Rouco y Martínez Camino-, se encontraron con los comunistas que desde 1956 habían emprendido el rumbo hacia la “reconciliación nacional”.
Cuadernos fue, por vocación y por convicción, el principal espacio de ese y otros encuentros. No era una revista de rápido consumo, no traía ilustraciones, su letra era apretada, los artículos muchas veces sesudos y hasta pelmazos. Pero, contándome entre los primeros suscriptores, recuerdo bien la impaciencia con que esperaba cada mes su llegada. Cumplió desde el primer número lo que prometía: diálogo. Allí escribieron jóvenes cristianos de la cuerda de Ruiz-Giménez, pero era habitual encontrar a gentes de Comisiones Obreras, del Partido Comunista, o a liberales y socialdemócratas. Allí pudo escribir todo el que defendiera la libertades públicas, el Estado de Derecho, la democracia, la reforma social y hasta, midiendo bien las palabras, el cambio de estructuras, la revolución.
Cuadernos fue así un crisol que fundió múltiples voces hasta destilar un nuevo lenguaje político: el de la libertad y la democracia que caracterizó a la generación del medio siglo, fuera cualquiera la procedencia de sus miembros. Es posible que muchos de los que en sus páginas escribieron no fueran demócratas o, más exactamente, que conservaran de la democracia el valor meramente instrumental propio de las corrientes de pensamiento y acción política católicas o marxistas, de las que procedían. Es posible. Pero la necesidad de hablar el mismo lenguaje de libertad y democracia, en el mismo espacio público, frente a la dictadura, transformó en la práctica a aquellos católicos y marxistas en demócratas antes de la democracia. Fue en Cuadernos, como en otras revistas político-culturales coetáneas, como Triunfo, El Ciervo, Serra d’Or, Destino, donde se echaron los cimientos de la futura democracia, donde se construyó el lenguaje de la razón democrática. Construcción, y no reconstrucción, porque no heredaban ninguna tradición, ni pudieron aprender nada –excepto lo que no había que hacer- de ninguna experiencia histórica.
Sirva este recuerdo como pequeño homenaje a quienes sucesivamente dirigieron Cuadernos, Joaquín Ruiz-Giménez y Pedro Altares, que estuvieron en el origen de todo eso y que hoy son parte de nuestra mejor historia.
Santos Juliá
Decir Cuadernos en los años sesenta del pasado siglo era decir Cuadernos para el diálogo, revista mensual fundada por Joaquín Ruiz-Giménez, que tras su salida del Ministerio de Educación Nacional en febrero de 1956 sufrió una especie de conversión interior desde sus primeras posiciones falangistas y nacional-católicas hacia una democracia cristiana inspirada por los nuevos vientos que soplaron desde el Vaticano con la llegada del papa Roncali, Juan XXIII y por la nueva política hacia España alentada por su sucesor, el papa Montini, Pablo VI. Entre su vuelta a la cátedra y la apertura del concilio Vaticano II en 1963, Ruiz-Giménez llegó a la conclusión de que en el régimen de Franco los caminos de apertura liberalizadora que condujeran a su reforma desde dentro estaban bloqueados y que era preciso ejercer una presión desde fuera sostenida en la confluencia de sectores de la disidencia y de la oposición para establecer las bases desde las que construir una alternativa a la dictadura.
Diálogo se llamó la nueva estrategia. Diálogo, ante todo, con los que desde dentro del régimen estuvieran dispuesto a hablar de reformas. Diálogo hacia dentro, pues, que muy pronto mostraría sus límites: los tecnócratas procedentes del Opus Dei y los “aperturistas” en torno al Movimiento Nacional no estaban interesados en reconstruir un espacio público de encuentro con fuerzas disidentes o de aquella oposición que Linz denominó alegal. Por eso, diálogo, sobre todo y al poco tiempo exclusivamente, hacia fuera, hacia los derrotados en la Guerra civil y los que, procedentes del campo de los vencedores, por familia o por militancia juvenil, habían abrazado la causa de los vencidos.
Fueron los tiempos del diálogo entre marxismo y cristianismo, si se quiere decir en términos de debate intelectual, y entre democracia cristiana y comunismo, si se habla en términos políticos. Compromiso histórico se llamó en Italia, diálogo se llamó en España, donde la posibilidad de un compromiso político quedaba relegada a un lejano horizonte. Cine-clubs, conferencias, manifiestos, defensa de procesados ante el recién creado Tribunal de Orden Público y, en fin, una revista manifiestamente política en la que pudiera debatirse desde la libertad de expresión y manifestación hasta la reforma de las estructuras, como se decía entonces. Los católicos que se sintieron interpelados por el Concilio, alienados de la religión de cristiandad implantada tras la guerra civil –que hoy tanto añoran los Rouco y Martínez Camino-, se encontraron con los comunistas que desde 1956 habían emprendido el rumbo hacia la “reconciliación nacional”.
Cuadernos fue, por vocación y por convicción, el principal espacio de ese y otros encuentros. No era una revista de rápido consumo, no traía ilustraciones, su letra era apretada, los artículos muchas veces sesudos y hasta pelmazos. Pero, contándome entre los primeros suscriptores, recuerdo bien la impaciencia con que esperaba cada mes su llegada. Cumplió desde el primer número lo que prometía: diálogo. Allí escribieron jóvenes cristianos de la cuerda de Ruiz-Giménez, pero era habitual encontrar a gentes de Comisiones Obreras, del Partido Comunista, o a liberales y socialdemócratas. Allí pudo escribir todo el que defendiera la libertades públicas, el Estado de Derecho, la democracia, la reforma social y hasta, midiendo bien las palabras, el cambio de estructuras, la revolución.
Cuadernos fue así un crisol que fundió múltiples voces hasta destilar un nuevo lenguaje político: el de la libertad y la democracia que caracterizó a la generación del medio siglo, fuera cualquiera la procedencia de sus miembros. Es posible que muchos de los que en sus páginas escribieron no fueran demócratas o, más exactamente, que conservaran de la democracia el valor meramente instrumental propio de las corrientes de pensamiento y acción política católicas o marxistas, de las que procedían. Es posible. Pero la necesidad de hablar el mismo lenguaje de libertad y democracia, en el mismo espacio público, frente a la dictadura, transformó en la práctica a aquellos católicos y marxistas en demócratas antes de la democracia. Fue en Cuadernos, como en otras revistas político-culturales coetáneas, como Triunfo, El Ciervo, Serra d’Or, Destino, donde se echaron los cimientos de la futura democracia, donde se construyó el lenguaje de la razón democrática. Construcción, y no reconstrucción, porque no heredaban ninguna tradición, ni pudieron aprender nada –excepto lo que no había que hacer- de ninguna experiencia histórica.
Sirva este recuerdo como pequeño homenaje a quienes sucesivamente dirigieron Cuadernos, Joaquín Ruiz-Giménez y Pedro Altares, que estuvieron en el origen de todo eso y que hoy son parte de nuestra mejor historia.