A PROPÓSITO DE GREGORIO MARAÑÓN
TRIUNFO Y QUIEBRA DEL LIBERALISMO EN ESPAÑA (I)
Recordaba Gregorio Marañón, en uno de sus artículos publicados durante la guerra civil, que cuando los hombres de su generación eran unos muchachos, su infancia se había visto entristecida por la guerra con Norteamérica: tristeza por aquel finis Hispaniae que tardaría mucho tiempo en desvanecerse hasta quedar rodeada por un halo de romanticismo. Cuatro años mayor que él, José Ortega había evocado también, en carta de juventud a Miguel de Unamuno, el estado mental de los muchachos de veinte años que abrieron “los ojos de la curiosidad razonadora al tiempo de la gran caída de las hojas de la leyenda patria”. Manuel Azaña, nacido tres años antes que Ortega, reflexionaba sobre la nueva generación a la que él mismo pertenecía destacando que había “recibido en su corazón el sello candente de la desgracia en una edad en que las impresiones son muy profundas y que una vez recibidas no se borran ya”. En fin, Fernando de los Ríos, un año mayor que Azaña, evocará en su madurez ante un público mexicano el dolor enorme que sintió el alma española en 1898 y la impresión que a ellos, niños recién ingresados en la universidad, les causó aquella enorme derrota.
Nacidos entre 1879 y 1987 vienen aquí los cuatro a colación porque, como tantos otros que fueron adolescentes o jóvenes en el 98, son ejemplo de una generación intelectual que, reaccionando contra esta experiencia formativa de su juventud, protagonizó el periodo más vivaz, más prometedor, más lleno de realidades y de posibilidades, de la historia de España desde la caída del Antiguo Régimen y sufrió la más cruel de todas las derrotas posibles. Vivieron a fondo una experiencia política rara vez concedida a una generación intelectual, contemplaron con admiración y euforia la pacífica caída de una monarquía y la proclamación festiva de una república, se aprestaron, unos, a servirla, otros, a gobernarla. Constituyeron, en el sentido que Marañón dio a esta palabra, una generación, esto es, “un conjunto de hombres que han oído a la vez el eco de su destino histórico”.
Exponentes, los cuatro, de esa generación que ha pasado a la historia, por muchas y buenas razones, con el número 14 como seña de identidad colectiva, sus biografías revelan algunas de las características de la España de principios de siglo, conmovida por el desastre del 98, alarmada por la semana trágica de 1909, dividida ante el estallido de la Gran Guerra en el verano de 1914 y favorecida por un crecimiento económico que vino acompañado de una transformación del paisaje urbano, de la aparición de conflictos sociales y políticos y del incremento muy notable de población joven. Fue un tiempo de grandes transformaciones en todos los terrenos, sobre todo, en el de las expectativas. Al fin, parecía como si los obstáculos tradicionales que tanto lamentaron sus mayores habían cedido y las cosas no iban a seguir como hasta entonces: el orden político y social de la Restauración, con sus oligarquías bien establecidas, sus caciques como empresarios de la política, su Estado sometido a la tutela militar y eclesiástica, su sociedad adormecida, experimentaron una fuerte sacudida que afectó a todo el sistema de la Monarquía española constituida en 1876.
Fue en esta sociedad en transformación donde hicieron acto de presencia los intelectuales de la nueva generación, la que irrumpía con el propósito de corregir la plana a sus mayores del 98. Un numeroso grupo de jóvenes españoles siguió estudios en el extranjero gracias a la política de pensiones establecida por el gobierno liberal desde 1901 y extendida años después con la Junta para Ampliación de Estudios, aprendió alemán, inglés o francés, y regresó a España para enseguida, sin haber cumplido los treinta años, ganar la cátedra u ocupar un puesto relevante en la vida profesional. Esta gente nueva no se creía degenerada ni disfrutaba tumbándose en los cementerios. Dueños de variados saberes, estos jóvenes hablaban, en ateneos y sociedades culturales, de mecánica, de geometría, de histología, de física, de relatividad, de pedagogía, de urbanismo, de arquitectura. A principios de los años veinte se había consolidado ya lo que Thomas Glick ha llamado una clase media científica, una "comunidad científica acostumbrada al encuentro relativamente frecuente con científicos extranjeros del calibre más elevado".
A este momento de creatividad científica y cultural se añadió una vocación de intervención pública: nacidos en una España recogida sobre sí misma, llegados a la juventud escuchando por doquier el llanto sobre la muerte de España, aquellos jóvenes universitarios regresaban cargados de un espíritu de misión: volvían, recordará Fernando de los Ríos “con un fervor, con un entusiasmo tales que cada uno de nosotros nos considerábamos como un romero del ideal que habíamos de realizar dentro de nuestro país”. Algo era preciso hacer para colmar el abismo abierto entre España y las naciones en las que tuvieron oportunidad de ampliar sus conocimientos. Debían, ante todo, mostrar su competencia en el ejercicio de sus respectivas profesiones y, luego, participar en las iniciativas de pedagogía social que ateneos, clubes, casas del pueblo, escuelas nuevas, ponían en marcha para elevar el nivel educativo de tantas gentes a las que sus predecesores habían contemplado, y despreciado, como masas amorfas e inertes, necesitadas de látigo, y a las que ellos veían como una nueva clase obrera, amenazante desde los extrarradios, pero que buscaba elevar su nivel de vida y de cultura en todos los órdenes y que portaba un proyecto de organización social: el socialismo.
Esas experiencias comunes explican la rápida adhesión a un liberalismo social, que procedía de la Institución Libre de Enseñanza, que había arraigado en las instituciones promovidas por la Junta para Ampliación de Estudios y que llevó a los más destacados intelectuales de esta generación a abrazar, en lo que respecta a la política interior, la causa del reformismo y, respecto al exterior, la causa de los aliados. Cerca de dos mil “jóvenes y gente moderna que no rendían culto a la forma” se reunieron en el banquete ofrecido a Melquíades Álvarez un día de octubre de 1913 y, solo dos años después, volvieron a aparecer muchos de ellos como firmantes del “Manifiesto de adhesión a las Naciones aliadas”, que verá la luz en la revista España el 9 de julio de 1915: reformismo político y social en el interior, aliadofilia en el exterior, alimentaron la expectativa de cambio de la gran mayoría de esta generación liberal que, en noviembre de 1917, firmaba un manifiesto “Por la amnistía” y encabezaba la correspondiente manifestación en apoyo de los dirigentes obreros encarcelados a consecuencia de la huelga general revolucionaria de agosto de ese año. Y, una vez más, cuando la Gran Guerra llegaba a su fin, volveremos a encontrarlos incorporándose a una “Unión Democrática Española para la Liga de la Sociedad de Naciones Libres”, donde habría de caber “todo hombre que fuera liberal y demócrata, independientemente de que esté afiliado a cualquier partido o a ninguno”.
Todo hombre liberal y demócrata: si el primer liberalismo de esta generación apareció teñido de una dimensión social, a partir del fin de la Gran Guerra se afirmó nítidamente como democrático. Los aliados triunfan y tronos y coronas ruedan por los suelos. Pero en España, con todo lo que está ocurriendo en la vida económica y social, no pasa nada en el gobierno salvo el retorno a la más vieja política, incapaz de abrir un cauce a la representación de las nuevas clases surgidas al socaire del crecimiento económico y la transformación social. La protesta obrera se multiplica, mientras los “experimentos de nueva España” que Ortega había propuesto dentro de la monarquía languidecen hasta agotarse. No hay nada que hacer. La guerra de Marruecos será el pretexto para una nueva intervención militar en el curso de la política que liquida la Constitución y deja al descubierto los verdaderos fundamentos de un régimen incapaz de transitar, por medio de su propia reforma, desde el liberalismo a la democracia.
A partir del golpe de Estado de Primo de Ribera de septiembre de 1923 y del proyecto de rellenar el vacío constitucional provocado por la dictadura, los profesionales e intelectuales de la generación de 1914 se decantan crecientemente por la República como única forma de Estado que en España pueda identificarse con la democracia. El 11 de febrero de 1926, aniversario de la República de 1873, Gregorio Marañón, que había puesto su firma al pie de los manifiestos de adhesión a la Naciones Unidas, de petición de amnistía y de la Unión democrática, firma también, con una veintena de intelectuales y de los representantes de Alianza Republicana, un “Manifiesto al país” denunciando el régimen de excepción, fuera de la ley constitutiva del Estado a la que estaba sometida España y demandando la convocatoria de Cortes constituyentes en las que lucharían por el régimen republicano.
En España, la reivindicación de la República por las clases profesionales viene siempre acompañada de una llamada a la clase obrera para formar una conjunción o frente común. Tres años después del Manifiesto, los caminos vuelven a confluir: la táctica del liberal español, incluido el republicano, escribe Marañón en su prólogo a ¿Adónde va España?, de Marcelino Domingo, debe ser “de comprensión radical y entrañable para las aspiraciones proletarias”; el orden, añade, solo se engendra en la conjunción de dos padres insustituibles: la libertad y la justicia. Hasta Ortega se suma al clamor contra la Monarquía y funda, con el mismo Marañón y con Pérez de Ayala, una Agrupación al Servicio de la República. El entusiasmo no deja de crecer y en la tarde del 14 de abril de 1931, después de la histórica conversación entre Niceto Alcalá Zamora y el conde de Romanones, con el mismo Marañón como anfitrión y testigo mudo del encuentro, y con Ortega junto al doctor Pittaluga aguardando en una habitación contigua, se conviene que Alfonso XIII, antes del anochecer, tome el camino del exilio. La República ha venido y con ella parece haber sonado el triunfo de un liberalismo que es a la vez democrático y social.
Santos Juliá
24 de noviembre de 2009
TRIUNFO Y QUIEBRA DEL LIBERALISMO EN ESPAÑA (I)
Recordaba Gregorio Marañón, en uno de sus artículos publicados durante la guerra civil, que cuando los hombres de su generación eran unos muchachos, su infancia se había visto entristecida por la guerra con Norteamérica: tristeza por aquel finis Hispaniae que tardaría mucho tiempo en desvanecerse hasta quedar rodeada por un halo de romanticismo. Cuatro años mayor que él, José Ortega había evocado también, en carta de juventud a Miguel de Unamuno, el estado mental de los muchachos de veinte años que abrieron “los ojos de la curiosidad razonadora al tiempo de la gran caída de las hojas de la leyenda patria”. Manuel Azaña, nacido tres años antes que Ortega, reflexionaba sobre la nueva generación a la que él mismo pertenecía destacando que había “recibido en su corazón el sello candente de la desgracia en una edad en que las impresiones son muy profundas y que una vez recibidas no se borran ya”. En fin, Fernando de los Ríos, un año mayor que Azaña, evocará en su madurez ante un público mexicano el dolor enorme que sintió el alma española en 1898 y la impresión que a ellos, niños recién ingresados en la universidad, les causó aquella enorme derrota.
Nacidos entre 1879 y 1987 vienen aquí los cuatro a colación porque, como tantos otros que fueron adolescentes o jóvenes en el 98, son ejemplo de una generación intelectual que, reaccionando contra esta experiencia formativa de su juventud, protagonizó el periodo más vivaz, más prometedor, más lleno de realidades y de posibilidades, de la historia de España desde la caída del Antiguo Régimen y sufrió la más cruel de todas las derrotas posibles. Vivieron a fondo una experiencia política rara vez concedida a una generación intelectual, contemplaron con admiración y euforia la pacífica caída de una monarquía y la proclamación festiva de una república, se aprestaron, unos, a servirla, otros, a gobernarla. Constituyeron, en el sentido que Marañón dio a esta palabra, una generación, esto es, “un conjunto de hombres que han oído a la vez el eco de su destino histórico”.
Exponentes, los cuatro, de esa generación que ha pasado a la historia, por muchas y buenas razones, con el número 14 como seña de identidad colectiva, sus biografías revelan algunas de las características de la España de principios de siglo, conmovida por el desastre del 98, alarmada por la semana trágica de 1909, dividida ante el estallido de la Gran Guerra en el verano de 1914 y favorecida por un crecimiento económico que vino acompañado de una transformación del paisaje urbano, de la aparición de conflictos sociales y políticos y del incremento muy notable de población joven. Fue un tiempo de grandes transformaciones en todos los terrenos, sobre todo, en el de las expectativas. Al fin, parecía como si los obstáculos tradicionales que tanto lamentaron sus mayores habían cedido y las cosas no iban a seguir como hasta entonces: el orden político y social de la Restauración, con sus oligarquías bien establecidas, sus caciques como empresarios de la política, su Estado sometido a la tutela militar y eclesiástica, su sociedad adormecida, experimentaron una fuerte sacudida que afectó a todo el sistema de la Monarquía española constituida en 1876.
Fue en esta sociedad en transformación donde hicieron acto de presencia los intelectuales de la nueva generación, la que irrumpía con el propósito de corregir la plana a sus mayores del 98. Un numeroso grupo de jóvenes españoles siguió estudios en el extranjero gracias a la política de pensiones establecida por el gobierno liberal desde 1901 y extendida años después con la Junta para Ampliación de Estudios, aprendió alemán, inglés o francés, y regresó a España para enseguida, sin haber cumplido los treinta años, ganar la cátedra u ocupar un puesto relevante en la vida profesional. Esta gente nueva no se creía degenerada ni disfrutaba tumbándose en los cementerios. Dueños de variados saberes, estos jóvenes hablaban, en ateneos y sociedades culturales, de mecánica, de geometría, de histología, de física, de relatividad, de pedagogía, de urbanismo, de arquitectura. A principios de los años veinte se había consolidado ya lo que Thomas Glick ha llamado una clase media científica, una "comunidad científica acostumbrada al encuentro relativamente frecuente con científicos extranjeros del calibre más elevado".
A este momento de creatividad científica y cultural se añadió una vocación de intervención pública: nacidos en una España recogida sobre sí misma, llegados a la juventud escuchando por doquier el llanto sobre la muerte de España, aquellos jóvenes universitarios regresaban cargados de un espíritu de misión: volvían, recordará Fernando de los Ríos “con un fervor, con un entusiasmo tales que cada uno de nosotros nos considerábamos como un romero del ideal que habíamos de realizar dentro de nuestro país”. Algo era preciso hacer para colmar el abismo abierto entre España y las naciones en las que tuvieron oportunidad de ampliar sus conocimientos. Debían, ante todo, mostrar su competencia en el ejercicio de sus respectivas profesiones y, luego, participar en las iniciativas de pedagogía social que ateneos, clubes, casas del pueblo, escuelas nuevas, ponían en marcha para elevar el nivel educativo de tantas gentes a las que sus predecesores habían contemplado, y despreciado, como masas amorfas e inertes, necesitadas de látigo, y a las que ellos veían como una nueva clase obrera, amenazante desde los extrarradios, pero que buscaba elevar su nivel de vida y de cultura en todos los órdenes y que portaba un proyecto de organización social: el socialismo.
Esas experiencias comunes explican la rápida adhesión a un liberalismo social, que procedía de la Institución Libre de Enseñanza, que había arraigado en las instituciones promovidas por la Junta para Ampliación de Estudios y que llevó a los más destacados intelectuales de esta generación a abrazar, en lo que respecta a la política interior, la causa del reformismo y, respecto al exterior, la causa de los aliados. Cerca de dos mil “jóvenes y gente moderna que no rendían culto a la forma” se reunieron en el banquete ofrecido a Melquíades Álvarez un día de octubre de 1913 y, solo dos años después, volvieron a aparecer muchos de ellos como firmantes del “Manifiesto de adhesión a las Naciones aliadas”, que verá la luz en la revista España el 9 de julio de 1915: reformismo político y social en el interior, aliadofilia en el exterior, alimentaron la expectativa de cambio de la gran mayoría de esta generación liberal que, en noviembre de 1917, firmaba un manifiesto “Por la amnistía” y encabezaba la correspondiente manifestación en apoyo de los dirigentes obreros encarcelados a consecuencia de la huelga general revolucionaria de agosto de ese año. Y, una vez más, cuando la Gran Guerra llegaba a su fin, volveremos a encontrarlos incorporándose a una “Unión Democrática Española para la Liga de la Sociedad de Naciones Libres”, donde habría de caber “todo hombre que fuera liberal y demócrata, independientemente de que esté afiliado a cualquier partido o a ninguno”.
Todo hombre liberal y demócrata: si el primer liberalismo de esta generación apareció teñido de una dimensión social, a partir del fin de la Gran Guerra se afirmó nítidamente como democrático. Los aliados triunfan y tronos y coronas ruedan por los suelos. Pero en España, con todo lo que está ocurriendo en la vida económica y social, no pasa nada en el gobierno salvo el retorno a la más vieja política, incapaz de abrir un cauce a la representación de las nuevas clases surgidas al socaire del crecimiento económico y la transformación social. La protesta obrera se multiplica, mientras los “experimentos de nueva España” que Ortega había propuesto dentro de la monarquía languidecen hasta agotarse. No hay nada que hacer. La guerra de Marruecos será el pretexto para una nueva intervención militar en el curso de la política que liquida la Constitución y deja al descubierto los verdaderos fundamentos de un régimen incapaz de transitar, por medio de su propia reforma, desde el liberalismo a la democracia.
A partir del golpe de Estado de Primo de Ribera de septiembre de 1923 y del proyecto de rellenar el vacío constitucional provocado por la dictadura, los profesionales e intelectuales de la generación de 1914 se decantan crecientemente por la República como única forma de Estado que en España pueda identificarse con la democracia. El 11 de febrero de 1926, aniversario de la República de 1873, Gregorio Marañón, que había puesto su firma al pie de los manifiestos de adhesión a la Naciones Unidas, de petición de amnistía y de la Unión democrática, firma también, con una veintena de intelectuales y de los representantes de Alianza Republicana, un “Manifiesto al país” denunciando el régimen de excepción, fuera de la ley constitutiva del Estado a la que estaba sometida España y demandando la convocatoria de Cortes constituyentes en las que lucharían por el régimen republicano.
En España, la reivindicación de la República por las clases profesionales viene siempre acompañada de una llamada a la clase obrera para formar una conjunción o frente común. Tres años después del Manifiesto, los caminos vuelven a confluir: la táctica del liberal español, incluido el republicano, escribe Marañón en su prólogo a ¿Adónde va España?, de Marcelino Domingo, debe ser “de comprensión radical y entrañable para las aspiraciones proletarias”; el orden, añade, solo se engendra en la conjunción de dos padres insustituibles: la libertad y la justicia. Hasta Ortega se suma al clamor contra la Monarquía y funda, con el mismo Marañón y con Pérez de Ayala, una Agrupación al Servicio de la República. El entusiasmo no deja de crecer y en la tarde del 14 de abril de 1931, después de la histórica conversación entre Niceto Alcalá Zamora y el conde de Romanones, con el mismo Marañón como anfitrión y testigo mudo del encuentro, y con Ortega junto al doctor Pittaluga aguardando en una habitación contigua, se conviene que Alfonso XIII, antes del anochecer, tome el camino del exilio. La República ha venido y con ella parece haber sonado el triunfo de un liberalismo que es a la vez democrático y social.
Santos Juliá
24 de noviembre de 2009