El pedigüeño


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Esta mañana te he visto correr desde el semáforo hasta el último de los coches. Mientras el verde de la luz no emergiera, tú tenías la oportunidad de pedir una limosna a cada uno de los conductores.
 
Llegabas hasta ellos con un caminar que más se asemejaba a saltos. Tus movimientos eran rápidos, tenías que aprovechar el tiempo. Los segundos de respiro que daba la luz roja eran para ti una oportunidad para lograr alguna moneda.
 
Mientras te observaba como ibas desde un coche a otro, desde una ventanilla a la otra (pensando, simultáneamente, si realmente eras tal como te veía), me daba cuenta que tu gran esfuerzo no recibía compensación económica alguna.
 
Tus pies no se dirigían rectos en la dirección a la que te encaminabas, ambos se miraban las puntas como tratando de no tropezar con los vehículos que, si te descuidabas, se te echarían encima.
 
Tus brazos se balanceaban sin control, apenas colaboraban con tu intención; pedías pero ellos no parecían tener la suficiente voluntad para aprovechar la oportunidad que, hipotéticamente, se te podía ofrecer en aquella marabunta de motores en marcha, los cuales acelerarían, sin mirar para los lados, ni comprobar si había algún “obstáculo” humano, segundo antes de que el semáforo les diera la oportunidad de emprender su carrera.
 
Tú, doblado sobre tu cintura, balbuceabas unas palabras, que yo no oía, pero que no tenían respuesta, nadie parecía sensible a tu cuerpo deforme, tu espalda doblada, tus pies torcidos, tus brazos débiles. Parecías un loco sacado de una escena medieval, -si no fuera porque el calendario dice que estamos en el 2002-, corriendo de lado, con una vestimenta moderna, ante unos vehículos de cinco o de seis velocidades. Las figuras se repiten, las escenas son las mismas lo que varía es el decorado del escenario.
 
Y yo, allí, al otro lado de la calzada. Desde la seguridad que me daba la ancha acera, con el bolso bien prieto por miedo al robo; con mi carpeta llena de ideas sobre cómo analizar esta sociedad desde el sentimiento que me inspira, acompañada de dos autores y de sus obras: Concepción Arenal que hace memoria sobre la igualdad y Rudolf Steiner que nos ofrece sus ensayos de ética.
 
Los dos desde el siglo XIX; ambos desde una conciencia que taladra el espacio-tiempo para tratar de descifrar la naturaleza humana y poner una luz de esperanza en mi camino, alimentando mi confianza en que, a pesar de las apariencias, el ser humano alcanzará la consciencia de ser uno con todas las expresiones de la Vida.
 
Aunque yo no lo vea, yo también alentaré ese pensamiento, a pesar de la distancia que existen entre la calidad de vida de los que tienen su lugar de trabajo y su residencia en los magníficos edificios que enseñorean las grandes avenidas de las ciudades o los lugares paradisíacos, mientras los deformes físicos, mentales o psicológicos, sin recursos, están poniendo en peligro sus vidas para obtener un miserable desayuno.



 
 
Alicia Montesdeoca Rivero

10/06/2019