Los discípulos directos de Adam Smith, especialmente los ingleses Ricardo y Malthus, y el francés J.B. Say, tuvieron especial interés en convertir la Economía en una ciencia de primer rango, es decir similar a las ciencias naturales o experimentales como la Física o la Química. En aquella época todavía estaban frescas las aportaciones científicas de la Revolución Industrial y la nueva Ciencia Económica no debía ser menos.
Es por ello, que a la entonces Economía Política había que despojarla de todo componente que pudiera restarle rigor y objetividad. Por tanto, como en el caso de la Física y otras ciencias naturales, era necesario buscar leyes de comportamiento económico de carácter autorregulado, estable, permanente y de validez universal.
Las contribuciones de utilitaristas, marginalistas y otras escuelas relevantes del pensamiento económico se situaban en estas coordenadas, sin tomar en consideración que la Economía, a diferencia de la Física, no era una ciencia natural, sino de carácter eminentemente social. La diferencia esencial entre las ciencias naturales y las sociales estriba en que el ser humano, en éstas últimas, está presente en el objeto investigado, mientras que en las ciencias naturales el objeto de investigación se materializa en cosas o seres vivos no humanos. Lógicamente, el hacer abstracción de esta realidad conlleva un riesgo de distorsión científica muy elevado y ello es lo que le ha ocurrido y lamentablemente le sigue ocurriendo a la Ciencia Económica.
En 1932, un catedrático de la élite universitaria inglesa –la London School of Economics- y también director del influyente periódico económico Financial Times, propuso una definición de Economía que ha sumido en el error a la mayor parte de las generaciones de economistas de todo el mundo. En efecto, lo que le ha llegado, y desgraciadamente le sigue llegando a la inmensa mayoría de los estudiantes es que, como decía Lionel Robbins, “la Economía es la ciencia que estudia la conducta humana como relación entre fines y medios escasos aplicables a usos alternativos”.
Como se desprende de esta definición, que ha llegado a ser universal, nuestra ciencia se dedica al estudio de la conducta humana, pero solamente en lo que se refiere a la relación entre unos fines y unos medios escasos. Es decir, se limita el papel de la Economía a una función eminentemente “técnica”, con lo que, al margen de lo que supone hacer abstracción de los fines sociales, se hacía posible eliminar los juicios de valor, reduciendo por consiguiente, todo lo económico a un procedimiento técnico susceptible de calcular y cuantificar y, por tanto, asimilable al cientificismo propio de las ciencias naturales.
La idea de pretender despojar a la economía de los juicios de valor parece ser que ha constituido un caso único entre las ciencias sociales, puesto que ni en el Derecho ni en la Historia ni en la Antropología ni en cualquier otra especialidad científica de carácter social se ha puesto tanto énfasis metodológico en intentar lo imposible: “naturalizar” lo social. Los análisis jurídicos de una ley del divorcio en un país europeo pueden ser muy diferentes a los de un país del sur de Asia, de África o de la Polinesia. Como es lógico se tienen en cuenta los factores culturales y la heterogeneidad de los componentes históricos, políticos, etc. Sin embargo, estos factores de subjetividad no hacen que la Ciencia Jurídica sea menos ciencia que la Física o la Química.
Probablemente, hace muchos años los economistas intentaron “naturalizar” la Economía por un cierto complejo de inferioridad o sencillamente por error. No obstante, en pleno siglo XXI, debería estar suficientemente claro que la “naturaleza” no se preocupa de los débiles y los enfermos. Esto lo saben muy bien los zoólogos y, por supuesto, los que sacralizan el paradigma de la competencia.
Más que un problema de complejo o de error, parece que en la actualidad existe un problema de egoísmo interesado por parte de los teóricos del pensamiento económico dominante que no pertenecen, precisamente, a las economías más atrasadas. Creo que ahí radica una manifestación más de la ausencia de ética en la base del saber económico de nuestro tiempo.