Escribe Antonio Piñero
Seguimos con la reseña del libro de Peter Brown, Por el ojo de una aguja. La riqueza, la caída de Roma y la construcción del cristianismo en Occidente (350-550)
Otro cambio se dio a finales del siglo IV e inicios del V cuando los ricos descubrieron finalmente que se estaba esperando de ellos que actuaran como donantes no solo de sus conciudadanos y de su ciudad, sino también de la Iglesia. Para comprender este paso, no fácil de valorar desde la mentalidad moderna, Brown sumerge al lector en un capítulo sobre el “amor cívico” de la época: “La riqueza y sus usos en el mundo antiguo” (pp. 140-176). El sentido de la riqueza entre los romanos estaba gobernado por un cierto “sentir común” entre las gentes (p. 141: atención aquí a la traducción, pues este sintagma se vierte por “el sentido común”, lo cual es algo muy diferente) que pivotaba sobre unas ideas sencillas: no era preciso indagar sobre el origen de la riqueza, sino hacer hincapié en unas necesarias relaciones asimétricas impuestas por la naturaleza misma de las cosas: “Se suponía que, en una ciudad, los ricos debían ser generosos y de buen corazón y los pobres de esa misma urbe, suplicantes y agradecidos” (p. 146).
Pero no se trataba de los “pobres” como se entiende hoy, es decir, los menesterosos, hoy sino los pobres entre los conciudadanos, normalmente libres, no esclavos. En el mundo antiguo se distinguía muy bien entre el populus o plebs (con todos los derechos) y los pobres, sin derecho alguno (pp. 170-177. Por ejemplo, “El populacho no exigía a gritos que el pobre recibiera también los subsidios”, (sino solo ellos, los ciudadanos). Los obispos cristianos desaprobaron esta actitud –que se denomina “evergetismo cívico”– porque no incluía en las donaciones a los pobres de todas clases (159-161), sino a unos pocos. Por otro lado, la donación tenía para el donante un aspecto de gloria y honor mundanos, de celebración popular de su personalidad, más perceptible aún cuando se financiaban “Juegos” y el donante era aclamado y jaleado por ello (pp. 165-180). Brown da cuerpo visible a estas concepciones cuando describe minuciosamente la riqueza de las clases elevadas de la Roma del siglo IV, ejemplificada en la figura del rico senador Quinto Aurelio Símaco, que vivió entre el 340-402 (pp. 215-266).
Los sermones de los grandes predicadores cristianos, como Agustín, clamaron contra este concepto pagano de la riqueza. En concreto bramaban contra el aborrecible “dispendio” de los Juegos, porque ese dinero se detraía de la Iglesia, la cual podría canalizarlo a paliar el hambre de los necesitados. Comenzaba así a dibujarse una competencia entre la Iglesia y la Ciudad terrenal (p. 181); Pero incluso a los ricos cristianos costaba distinguir entre la verdadera limosna y el derroche de los Juegos (p. 183); entonces los predicadores recordaban que la donación a los pobres era el altruismo perfecto, ya que no se esperaba recompensa alguna en la tierra. Esta insistencia correspondía a un cambio en la valoración social: si antes se distinguía entre ricos buenos y malos, entonces se empezaba a forjar la simple distinción entre ricos y pobres, unos con derechos; otros, sin ellos. Los primeros podían ser crueles e inhumanos, pero los segundos eran simplemente “hermanos”. Antes el pobre clamaba por su mera subsistencia; ahora el pobre exigía justicia, como en la teología del antiguo Israel, el derecho al reparto de los bienes de Dios producidos por la tierra. Antes se donaba para conseguir una honra terrenal; ahora se daba a los pobres para conseguir un honor celestial: la plebs antigua era ahora sustituida por el pueblo cristiano que tenía igualmente sus derechos, no a la annona por ejemplo, (el reparto de comida a la plebs romana a precios muy bajos, pero solo a los que eran ciudadanos romanos; no a los pobres indiscriminadamente), pero sí a la justicia (pp. 183-195).
Así pues, a finales del siglo IV existe ya, gracias a los sermones sobre la riqueza, una distinción clara entre la Ciudad (terrenal y pagana) y la Iglesia (celestial y cristiana) que era la única que defendía a todos los pobres. Hay en ello elementos sociales innovadores: una mutación de objetivos: por un lado, restablecer el derecho por medio de la limosna y la donación; por otro, evadirse del mundo y abrirse un camino al paraíso. Los ricos podían “comprar el cielo con los dones terrenales” (p. 199). El Dios misericordioso de los cristianos cancelaba las deudas de los pecados con los dones a los pobres; el cepillo que recogía las limosnas era la cuadriga que transportaba el dinero al cielo (p. 203). Un mero vaso de agua significaba tener un tesoro celestial (Mt 10,42). Así, entre el 370 y el 400 había surgido un sentido nuevo para la vetusta donación meramente cívica y terrenal (p. 205). Este nuevo sentido es ciertamente precursor de la Edad Media (p. 210).
Un par de capítulos vienen luego dedicados por nuestro autor a la figura de Ambrosio, nacido en Tréveris (Trier, Alemania, en el 339), pero famoso por haber sido elegido obispo de Milán en el 374, donde ejerció hasta su muerte en el 397. Ambrosio había sido gobernador antes que obispo y ha pasado a la historia como un hombre de iglesia autoritario que puso por primera vez de rodillas a todo en emperador, Teodosio I. Ambrosio supuso el fin de un cristianismo discreto (pp. 269-271). En lo que respecto al pueblo cristiano Ambrosio, muy dadivoso con los pobres, recibió a lo largo de su vida el apoyo de ese pueblo (los pobres como populus cristiano: p. 283) como si de un gobernador rico y secular se tratase.
Ambrosio fue el primero que compuso –a imitación del De officiis, “Sobre los deberes”, de Cicerón– el primer tratado sistemático sobre los deberes del clero, lo cual supuso un primer paso para su aburguesamiento. La tesis principal de su tratado es que la ausencia de avaricia y de riquezas al principio de la historia de la humanidad había sido una edad de oro, corrompida luego por el vicio. La corrección que suponía el cumplimiento del deber podía hacer que la humanidad volviese a su primer estado no adulterado aún por la avaricia y la ausencia de solidaridad. Y, a la vez, su tratado fomentaba la cohesión de la comunidad y del clero en torno al cumplimento de esos deberes, aunque muchos de ellos fueran simplemente cívicos. Al reflexionar sobre el cultivo y ejercicio de la humanitas y de la benevolencia natural podía hacer regresar a las gentes a la edad dorada, feliz y desegoísta (pp. 279-286).
Ambrosio meditaba igualmente sobre la propiedad y la solidaridad. La naturaleza por sí misma hacía tender al individuo no solo a poseer más y más, sino a compartir, ya que la natura es el origen de toda riqueza y esta es común, para todos. La comunidad humana, y más aún la cristiana, debía aspirar a recuperar la primitiva comunidad de bienes, la que fue una sociedad abierta a todos como la tierra indivisa. La bondad primitiva se recuperaba por medio de la donación, que no es otra cosa que el cumplimiento del deber cívico y social de la solidaridad. La limosna no es condescendencia; es devolver lo que originariamente pertenecía a todos; significa la alegría compartida de una tierra feliz. Aunque discurra por estos derroteros, el lector moderno debe entender que su tratado no significaba aún un programa de reforma social al estilo moderno, sino una nostalgia del pasado (pp. 287-294).
Seguiremos con el breve comentario a este excelente e ilustrativo libro
Saludos cordiales de Antonio Piñero
http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html
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El jueves pasado, 25 de enero 2018, di una conferencia en el salón de actos de la Biblioteca Municipal de Verín (Orense). Es una institución benemérita y más que una Biblioteca… Sus bibliotecarios, Vicente y Aurora, son los auténticos agitadores culturales de esa villa, y organizan múltiples eventos, como Taller de lectura, Taller de escritura, Conferencias, Minicongresos. Por ejemplo, en mayo de este año 2018, habrá un Congreso en torno a la “Novela histórica” (género literario absurdamente ignorado en los su plementos culturales de los periódicos) en la que participarán Javier Sierra, José Calvo Poyato y José Luis Corral. Nada mal para una villa que tiene unos 14.000 habitantes.
Por si a alguien le interesa, mi conferencia sobre “Los Manuscritos del mar Muerto y los orígenes del cristianismo está subida a Internet. Fue presentada por Manuel Mandianes, antropólogo, del CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas), hombre ilustre y apreciado en la zona. Po cierto, El Dr. Mandianes tiene un Blog en Religión Digital que lleva el título “El antropólogo nihilista”
El enlace a la conferencia es el siguiente:
https://www.youtube.com/watch?v=asmISdlw0Uk
Saludos de nuevo
Seguimos con la reseña del libro de Peter Brown, Por el ojo de una aguja. La riqueza, la caída de Roma y la construcción del cristianismo en Occidente (350-550)
Otro cambio se dio a finales del siglo IV e inicios del V cuando los ricos descubrieron finalmente que se estaba esperando de ellos que actuaran como donantes no solo de sus conciudadanos y de su ciudad, sino también de la Iglesia. Para comprender este paso, no fácil de valorar desde la mentalidad moderna, Brown sumerge al lector en un capítulo sobre el “amor cívico” de la época: “La riqueza y sus usos en el mundo antiguo” (pp. 140-176). El sentido de la riqueza entre los romanos estaba gobernado por un cierto “sentir común” entre las gentes (p. 141: atención aquí a la traducción, pues este sintagma se vierte por “el sentido común”, lo cual es algo muy diferente) que pivotaba sobre unas ideas sencillas: no era preciso indagar sobre el origen de la riqueza, sino hacer hincapié en unas necesarias relaciones asimétricas impuestas por la naturaleza misma de las cosas: “Se suponía que, en una ciudad, los ricos debían ser generosos y de buen corazón y los pobres de esa misma urbe, suplicantes y agradecidos” (p. 146).
Pero no se trataba de los “pobres” como se entiende hoy, es decir, los menesterosos, hoy sino los pobres entre los conciudadanos, normalmente libres, no esclavos. En el mundo antiguo se distinguía muy bien entre el populus o plebs (con todos los derechos) y los pobres, sin derecho alguno (pp. 170-177. Por ejemplo, “El populacho no exigía a gritos que el pobre recibiera también los subsidios”, (sino solo ellos, los ciudadanos). Los obispos cristianos desaprobaron esta actitud –que se denomina “evergetismo cívico”– porque no incluía en las donaciones a los pobres de todas clases (159-161), sino a unos pocos. Por otro lado, la donación tenía para el donante un aspecto de gloria y honor mundanos, de celebración popular de su personalidad, más perceptible aún cuando se financiaban “Juegos” y el donante era aclamado y jaleado por ello (pp. 165-180). Brown da cuerpo visible a estas concepciones cuando describe minuciosamente la riqueza de las clases elevadas de la Roma del siglo IV, ejemplificada en la figura del rico senador Quinto Aurelio Símaco, que vivió entre el 340-402 (pp. 215-266).
Los sermones de los grandes predicadores cristianos, como Agustín, clamaron contra este concepto pagano de la riqueza. En concreto bramaban contra el aborrecible “dispendio” de los Juegos, porque ese dinero se detraía de la Iglesia, la cual podría canalizarlo a paliar el hambre de los necesitados. Comenzaba así a dibujarse una competencia entre la Iglesia y la Ciudad terrenal (p. 181); Pero incluso a los ricos cristianos costaba distinguir entre la verdadera limosna y el derroche de los Juegos (p. 183); entonces los predicadores recordaban que la donación a los pobres era el altruismo perfecto, ya que no se esperaba recompensa alguna en la tierra. Esta insistencia correspondía a un cambio en la valoración social: si antes se distinguía entre ricos buenos y malos, entonces se empezaba a forjar la simple distinción entre ricos y pobres, unos con derechos; otros, sin ellos. Los primeros podían ser crueles e inhumanos, pero los segundos eran simplemente “hermanos”. Antes el pobre clamaba por su mera subsistencia; ahora el pobre exigía justicia, como en la teología del antiguo Israel, el derecho al reparto de los bienes de Dios producidos por la tierra. Antes se donaba para conseguir una honra terrenal; ahora se daba a los pobres para conseguir un honor celestial: la plebs antigua era ahora sustituida por el pueblo cristiano que tenía igualmente sus derechos, no a la annona por ejemplo, (el reparto de comida a la plebs romana a precios muy bajos, pero solo a los que eran ciudadanos romanos; no a los pobres indiscriminadamente), pero sí a la justicia (pp. 183-195).
Así pues, a finales del siglo IV existe ya, gracias a los sermones sobre la riqueza, una distinción clara entre la Ciudad (terrenal y pagana) y la Iglesia (celestial y cristiana) que era la única que defendía a todos los pobres. Hay en ello elementos sociales innovadores: una mutación de objetivos: por un lado, restablecer el derecho por medio de la limosna y la donación; por otro, evadirse del mundo y abrirse un camino al paraíso. Los ricos podían “comprar el cielo con los dones terrenales” (p. 199). El Dios misericordioso de los cristianos cancelaba las deudas de los pecados con los dones a los pobres; el cepillo que recogía las limosnas era la cuadriga que transportaba el dinero al cielo (p. 203). Un mero vaso de agua significaba tener un tesoro celestial (Mt 10,42). Así, entre el 370 y el 400 había surgido un sentido nuevo para la vetusta donación meramente cívica y terrenal (p. 205). Este nuevo sentido es ciertamente precursor de la Edad Media (p. 210).
Un par de capítulos vienen luego dedicados por nuestro autor a la figura de Ambrosio, nacido en Tréveris (Trier, Alemania, en el 339), pero famoso por haber sido elegido obispo de Milán en el 374, donde ejerció hasta su muerte en el 397. Ambrosio había sido gobernador antes que obispo y ha pasado a la historia como un hombre de iglesia autoritario que puso por primera vez de rodillas a todo en emperador, Teodosio I. Ambrosio supuso el fin de un cristianismo discreto (pp. 269-271). En lo que respecto al pueblo cristiano Ambrosio, muy dadivoso con los pobres, recibió a lo largo de su vida el apoyo de ese pueblo (los pobres como populus cristiano: p. 283) como si de un gobernador rico y secular se tratase.
Ambrosio fue el primero que compuso –a imitación del De officiis, “Sobre los deberes”, de Cicerón– el primer tratado sistemático sobre los deberes del clero, lo cual supuso un primer paso para su aburguesamiento. La tesis principal de su tratado es que la ausencia de avaricia y de riquezas al principio de la historia de la humanidad había sido una edad de oro, corrompida luego por el vicio. La corrección que suponía el cumplimiento del deber podía hacer que la humanidad volviese a su primer estado no adulterado aún por la avaricia y la ausencia de solidaridad. Y, a la vez, su tratado fomentaba la cohesión de la comunidad y del clero en torno al cumplimento de esos deberes, aunque muchos de ellos fueran simplemente cívicos. Al reflexionar sobre el cultivo y ejercicio de la humanitas y de la benevolencia natural podía hacer regresar a las gentes a la edad dorada, feliz y desegoísta (pp. 279-286).
Ambrosio meditaba igualmente sobre la propiedad y la solidaridad. La naturaleza por sí misma hacía tender al individuo no solo a poseer más y más, sino a compartir, ya que la natura es el origen de toda riqueza y esta es común, para todos. La comunidad humana, y más aún la cristiana, debía aspirar a recuperar la primitiva comunidad de bienes, la que fue una sociedad abierta a todos como la tierra indivisa. La bondad primitiva se recuperaba por medio de la donación, que no es otra cosa que el cumplimiento del deber cívico y social de la solidaridad. La limosna no es condescendencia; es devolver lo que originariamente pertenecía a todos; significa la alegría compartida de una tierra feliz. Aunque discurra por estos derroteros, el lector moderno debe entender que su tratado no significaba aún un programa de reforma social al estilo moderno, sino una nostalgia del pasado (pp. 287-294).
Seguiremos con el breve comentario a este excelente e ilustrativo libro
Saludos cordiales de Antonio Piñero
http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html
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El jueves pasado, 25 de enero 2018, di una conferencia en el salón de actos de la Biblioteca Municipal de Verín (Orense). Es una institución benemérita y más que una Biblioteca… Sus bibliotecarios, Vicente y Aurora, son los auténticos agitadores culturales de esa villa, y organizan múltiples eventos, como Taller de lectura, Taller de escritura, Conferencias, Minicongresos. Por ejemplo, en mayo de este año 2018, habrá un Congreso en torno a la “Novela histórica” (género literario absurdamente ignorado en los su plementos culturales de los periódicos) en la que participarán Javier Sierra, José Calvo Poyato y José Luis Corral. Nada mal para una villa que tiene unos 14.000 habitantes.
Por si a alguien le interesa, mi conferencia sobre “Los Manuscritos del mar Muerto y los orígenes del cristianismo está subida a Internet. Fue presentada por Manuel Mandianes, antropólogo, del CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas), hombre ilustre y apreciado en la zona. Po cierto, El Dr. Mandianes tiene un Blog en Religión Digital que lleva el título “El antropólogo nihilista”
El enlace a la conferencia es el siguiente:
https://www.youtube.com/watch?v=asmISdlw0Uk
Saludos de nuevo