Escriben Antonio Piñero y Gonzalo Fontana
Quiero dedicar una pequeña serie al tema de las persecuciones a los cristianos en la Antigüedad, de la mano de dos excelentes artículos publicados por eruditos colegas. El primero es de Gonzalo Fontana, Profesor de Lengua latina de la Universidad de Zaragoza, pero que ha escrito mucho sobre cristianismo primitivo (queda aún pendiente una reseña sobre su libro sobre el Génesis del Cuarto Evangelio, lleno de hipótesis muy interesantes, que debo madurar más tiempo), titulado “Christianos ad leonem”, y otro del Prof. de Historia Antigua, Raúl González Salinero, de la UNED, con el título “Los primeros cristianos y la damnatio ad bestias: una visión crítica”.
Sin duda alguna, ser cristiano hoy día es muy peligroso allí donde gobierna el fanatismo islámico. El cristianismo es, sin duda también, la religión más perseguida, y con saña, hoy día. Lo malo es que se ven pocos remedios. Alguien podría decir que son los islamistas moderados, la mayoría, los que deben parar esta tremenda anomalía del siglo XXI –la persecución religiosa--, pero el argumento es escasamente viable ya que los fanáticos islámicos causan un número igual de víctimas, y en algunos caso superior, entre los propios musulmanes que no aceptan sus presupuestos. Por tanto los fanáticos no son fácilmente convencibles, ni aun por los suyos.
Por otro lado, y ateniéndonos a la antigüedad, el cristianismo perseguido, desde sus mismos comienzos en casos aislados, supo aprovechar muy hábilmente esa persecución para aureolar con el prestigio de la entereza y del consecuente martirio la valía de su fe. El argumento era claro: maravillosa debe de ser la fe de esas personas que están dispuestas a dar hasta su vida por defenderla, convencidos de su que su premio es maravilloso. Sin embargo, los estudios históricos demuestran que el número de persecuciones estrictas y generales al cristianismo por parte del Imperio no comienzan hasta el 251 con el emperador Decio y que duran, con intermitencias hasta el 302, año en el que concluye la persecución más terrible y mejor planeada que fue la de Diocleciano. Los estudios de las Actas de los mártires, de los Padres de la Iglesia que hablan de las persecuciones y del martirologio romano, que iba recogiendo los nombres de mártires de la Iglesia universal, llevan a pensar que el número de cristianos realmente condenados a muerte y ejecutados en casi trescientos años de vida no superó el millar.
Me parece interesante, pues, e ilustrativa examinar esta cuestión. Y en primer lugar voy a abordar, sirviéndome de las palabras del Prof. Fontana, las posibles causas de que relativamente pronto (hacia le época del emperador Marco Aurelio muerto en el 165, si no me equivoco) alcanzaran una mala fama los cristianos que le iba a perjudicar durante más de un siglo.
El artículo de Gonzalo Fontana –del que voy a presentar un resumen con sus propias palabras-- lleva un “motto” o encabezamiento que es la versión antigua, de Tertuliano, del dicho italiano, “Piove, piove. Porco governo!”: “Llueve, llueve. Maldito gobierno (que es el culpable)”. Dice así Si Tiberis ascendit in moenia, si Nilus non ascendit in arva, si caelum stetit, si terra movit, si fames, si lues, statim ‘Christianos ad leonem’ adclamatur. (Apologético 40, 2) “Si el Tíber sobrepasa los muros, si el Nilo no inunda (y fertiliza) los campos, si se detiene el cielo, si se mueve la tierra, si hay hambre o plagas, todos gritan: ‘Los cristianos a los leones’”.
No hay recurso más socorrido y decantado que el de buscar un culpable para los males que afligen a una sociedad; y mejor todavía si se logra dar con un chivo expiatorio imaginario antes que con su causante real, si lo hubiere. Tal como certificaba Tertuliano, hacia el 200, Roma ya tenía perfeccionado el arte de armar en la mente de un pueblo una idea mala y muy concreta de los enemigos del género humano.
Sin embargo, antes no había sido así, o al menos habían surgido muchas dudas. Menos de un siglo antes, hacia el 110, Plinio el Joven manifestaba sus vacilaciones ante Trajano en algunos temas judiciales, en concreto acerca de que no sabía cómo actuar en la acusaciones contra los cristianos, ya que nunca antes había instruido un proceso contra ellos, Al fin y al cabo, “No había encontrado en el cristianismo más que una mala superstición (Epistola 10, 96, 8).
Tácito, por su parte tilda también al cristianismo de innoble superstición, pero no deja de consignar la inocencia de los cristianos en el incendio de Roma; y destaca sobre todo la compasión de la multitud que asistió al sórdido espectáculo de sus tormentos achacando toda la culpa a la crueldad de una persona, el emperador Nerón (Anales 15, 44). Compuestos a principios del siglo II, estos dos textos, de Plinio y de Tácito, evidencian la perplejidad de una sociedad que sabía muy poco de los cristianos y que, por tanto, no había elaborado todavía un corpus coherente de imágenes hostiles contra ellos.
Unas décadas después, el ecuánime Marco Aurelio, ya tiene una representación negativa de los cristianos perfectamente construida (Meditaciones 11, 3; asimismo, Epicteto. Discursos 4, 7, unos años antes): eran obstinados, fanáticos e irreflexivos. A esta idea se añadían los espantosos rumores de uniones sexuales perversas y de cenas en las que se ingerían niños pequeños previamente descuartizados y cocinados. Eran tan fuertes estas maledicencias que un personaje ilustrado como Frontón, maestro del cristiano Minucio Félix (que vivió entre los años 150-270), en un perdido opúsculo anticristiano, las asume totalmente como cuenta el mismo Minucio en su obra Octavio 8-9.
Parce claro que el odio a los cristianos fue el producto de una construcción social fraguada durante el s. II y desarrollada en una dinámica de mutua interacción entre las truculentas fantasías de la plebe y la reflexión de los polemistas paganos ilustrados. Y desde luego esta pésima fama puede ya explicar por qué un cristiano como Tertuliano se defienda, y entre otros argumentos exhiba la maravilla de entrega y de pureza que era el martirio, un hecho tan fantástico que “era semilla de nuevos cristianos”.
Antes de la primera operación difamatoria de Nerón, hubo ya toda una campaña anticristiana, larvada y de hecho poco conocida, cuyo estudio puede alumbrar las razones que impulsaron a ese emperador para tomar como chivo expiatorio del incendio de Roma (no se sabe ni siquiera si lo impulsó él mismo, como tantas veces se ha afirmado, o si fue fortuito) a los cristianos. El primer indicio de una atención hacia los cristianos, y no precisamente positiva, por parte de la policía del Imperio, fue el invento de la palabra misma christi-anus, en la ciudad de Antioquía, según Hechos de los apóstoles 11,26. Se trata de una acuñación de un vocablo griego christós “ungido” y de un sufijo latino –anus. No parece posible que los cristianos, que eran de lengua griega, acuñaran para sí esa palabra mixta. El cristiano era, pues, para la policía de Antioquía –probablemente—un mesianista, un posible revoltoso porque creía en un rey mesiánico, ajusticiado ya por Roma, que fue un individuo peligroso. Por tanto, sus seguidores eran, al menos, potencialmente peligrosos.
Si nos trasladamos al reinado del emperador Claudio (41-54), podemos hallar una primera noticia relativa a la atención del poder romano hacia el incipiente movimiento de los cristianos. El texto es muy conocido y universalmente citado: Iudaeos, impulsore Chresto, assidue tumultuantes [Claudius] Roma expulit. (Suetonio, Vida de Claudio 25, 4): “Claudio expulsó de Roma a los judíos a causa de sus continuos tumultos impulsados por un tal Chresto”.
Esta brevísima cita de Suetonio no ofrece apenas información acerca de las circunstancias de esta primera y desconocida expulsión de Roma de judíos y de judeocristianos, puesto que en estos momentos el Imperio no podía distinguir entre ellos. Pero una lectura atenta puede ayudar a reconstruir la realidad que se esconde tras esta escueta referencia del historiador romano.
Según parece, para Suetonio se trataba de un individuo vivo todavía en época de Claudio, Jesús de Nazaret, el “Cristo” (según la mayoría de los intérpretes), error que se debería a una confusión originada en la propia predicación cristiana, tal como se puede atisbar en las palabras que Hechos atribuye a Festo, procurador de Judea en época de Nerón:
“El procurador Festo expuso al rey Herodes Agripa I el caso de Pablo diciendo: “Hay aquí un hombre que Félix, el anterior procurador, ha dejado en prisión. 15 Cuando yo estaba en Jerusalén, lo acusaron los sumos sacerdotes y los ancianos de los judíos, solicitando contra él una sentencia condenatoria. 16 Yo les contesté que no es costumbre entre los romanos entregar a ningún hombre antes de que el acusado tenga delante a sus acusadores y obtenga la opción de defenderse de la acusación. 17 Cuando ellos llegaron allá, me senté sin ninguna dilación en el tribunal y mandé que trajeran al hombre. 18 Se colocaron a su alrededor sus acusadores, pero no presentaron acusación alguna de los delitos que yo sospechaba, 19 sino que tenían contra él algunas cuestiones sobre su propia religión y sobre un cierto Jesús, ya muerto, del que Pablo decía que estaba vivo”.
Lo importante del texto es la afirmación de que Pablo creía rotundamente que Jesús está vivo. Estamos en el caso de un cristianismo muy primitivo en el que se creían que abundaban las apariciones del Resucitado Jesús (1 Corintios 15-38). Ya en una fecha muy antigua, habrían llegado a Roma algunos desconocidos misioneros-visionarios que predicaban a un Jesús vivo --¡y que era el mesías!-- entre los judíos de Roma (eran muchos los judíos de la Capital y parece que había al menos diez sinagogas).
Estos misioneros judeocristianos desatarían con sus visiones la animadversión de no pocos judíos de Roma, que naturalmente no les prestaban crédito. Se produjeron, pues, alborotos y controversias en aquella populosa judería. Los altercados generados por las prédicas de esos misioneros visionarios, judeocristianos, pudieron muy bien saldarse, en ocasiones, con la correspondiente tanda de azotes (cf. 2 Corintios 7, 25); y, otras veces, con una denuncia ante las autoridades romanas (Hechos 18, 12-16).
Ya tenemos aquí la causa y el porqué las autoridades de la Capital, celosas del orden, se pusieron a indagar y pronto encontraron que los causantes de los disturbios en la judería era la creencia de que un tal Chresto (= casi seguramente a Cristo), que estaba vivo, era el promotor de esos disturbios. Para las autoridades los causantes eran unos pocos (judeo)cristianos. Y así debió de empezar la mala fama de revoltosos dentro del Imperio que posteriormente se circunscribiría, con mayor precisión no en los judíos, sino en los judeocristianos, o simplemente entre los cristianos.
Seguiremos
Saludos de Gonzalo Fontana
y de Antonio Piñero
Quiero dedicar una pequeña serie al tema de las persecuciones a los cristianos en la Antigüedad, de la mano de dos excelentes artículos publicados por eruditos colegas. El primero es de Gonzalo Fontana, Profesor de Lengua latina de la Universidad de Zaragoza, pero que ha escrito mucho sobre cristianismo primitivo (queda aún pendiente una reseña sobre su libro sobre el Génesis del Cuarto Evangelio, lleno de hipótesis muy interesantes, que debo madurar más tiempo), titulado “Christianos ad leonem”, y otro del Prof. de Historia Antigua, Raúl González Salinero, de la UNED, con el título “Los primeros cristianos y la damnatio ad bestias: una visión crítica”.
Sin duda alguna, ser cristiano hoy día es muy peligroso allí donde gobierna el fanatismo islámico. El cristianismo es, sin duda también, la religión más perseguida, y con saña, hoy día. Lo malo es que se ven pocos remedios. Alguien podría decir que son los islamistas moderados, la mayoría, los que deben parar esta tremenda anomalía del siglo XXI –la persecución religiosa--, pero el argumento es escasamente viable ya que los fanáticos islámicos causan un número igual de víctimas, y en algunos caso superior, entre los propios musulmanes que no aceptan sus presupuestos. Por tanto los fanáticos no son fácilmente convencibles, ni aun por los suyos.
Por otro lado, y ateniéndonos a la antigüedad, el cristianismo perseguido, desde sus mismos comienzos en casos aislados, supo aprovechar muy hábilmente esa persecución para aureolar con el prestigio de la entereza y del consecuente martirio la valía de su fe. El argumento era claro: maravillosa debe de ser la fe de esas personas que están dispuestas a dar hasta su vida por defenderla, convencidos de su que su premio es maravilloso. Sin embargo, los estudios históricos demuestran que el número de persecuciones estrictas y generales al cristianismo por parte del Imperio no comienzan hasta el 251 con el emperador Decio y que duran, con intermitencias hasta el 302, año en el que concluye la persecución más terrible y mejor planeada que fue la de Diocleciano. Los estudios de las Actas de los mártires, de los Padres de la Iglesia que hablan de las persecuciones y del martirologio romano, que iba recogiendo los nombres de mártires de la Iglesia universal, llevan a pensar que el número de cristianos realmente condenados a muerte y ejecutados en casi trescientos años de vida no superó el millar.
Me parece interesante, pues, e ilustrativa examinar esta cuestión. Y en primer lugar voy a abordar, sirviéndome de las palabras del Prof. Fontana, las posibles causas de que relativamente pronto (hacia le época del emperador Marco Aurelio muerto en el 165, si no me equivoco) alcanzaran una mala fama los cristianos que le iba a perjudicar durante más de un siglo.
El artículo de Gonzalo Fontana –del que voy a presentar un resumen con sus propias palabras-- lleva un “motto” o encabezamiento que es la versión antigua, de Tertuliano, del dicho italiano, “Piove, piove. Porco governo!”: “Llueve, llueve. Maldito gobierno (que es el culpable)”. Dice así Si Tiberis ascendit in moenia, si Nilus non ascendit in arva, si caelum stetit, si terra movit, si fames, si lues, statim ‘Christianos ad leonem’ adclamatur. (Apologético 40, 2) “Si el Tíber sobrepasa los muros, si el Nilo no inunda (y fertiliza) los campos, si se detiene el cielo, si se mueve la tierra, si hay hambre o plagas, todos gritan: ‘Los cristianos a los leones’”.
No hay recurso más socorrido y decantado que el de buscar un culpable para los males que afligen a una sociedad; y mejor todavía si se logra dar con un chivo expiatorio imaginario antes que con su causante real, si lo hubiere. Tal como certificaba Tertuliano, hacia el 200, Roma ya tenía perfeccionado el arte de armar en la mente de un pueblo una idea mala y muy concreta de los enemigos del género humano.
Sin embargo, antes no había sido así, o al menos habían surgido muchas dudas. Menos de un siglo antes, hacia el 110, Plinio el Joven manifestaba sus vacilaciones ante Trajano en algunos temas judiciales, en concreto acerca de que no sabía cómo actuar en la acusaciones contra los cristianos, ya que nunca antes había instruido un proceso contra ellos, Al fin y al cabo, “No había encontrado en el cristianismo más que una mala superstición (Epistola 10, 96, 8).
Tácito, por su parte tilda también al cristianismo de innoble superstición, pero no deja de consignar la inocencia de los cristianos en el incendio de Roma; y destaca sobre todo la compasión de la multitud que asistió al sórdido espectáculo de sus tormentos achacando toda la culpa a la crueldad de una persona, el emperador Nerón (Anales 15, 44). Compuestos a principios del siglo II, estos dos textos, de Plinio y de Tácito, evidencian la perplejidad de una sociedad que sabía muy poco de los cristianos y que, por tanto, no había elaborado todavía un corpus coherente de imágenes hostiles contra ellos.
Unas décadas después, el ecuánime Marco Aurelio, ya tiene una representación negativa de los cristianos perfectamente construida (Meditaciones 11, 3; asimismo, Epicteto. Discursos 4, 7, unos años antes): eran obstinados, fanáticos e irreflexivos. A esta idea se añadían los espantosos rumores de uniones sexuales perversas y de cenas en las que se ingerían niños pequeños previamente descuartizados y cocinados. Eran tan fuertes estas maledicencias que un personaje ilustrado como Frontón, maestro del cristiano Minucio Félix (que vivió entre los años 150-270), en un perdido opúsculo anticristiano, las asume totalmente como cuenta el mismo Minucio en su obra Octavio 8-9.
Parce claro que el odio a los cristianos fue el producto de una construcción social fraguada durante el s. II y desarrollada en una dinámica de mutua interacción entre las truculentas fantasías de la plebe y la reflexión de los polemistas paganos ilustrados. Y desde luego esta pésima fama puede ya explicar por qué un cristiano como Tertuliano se defienda, y entre otros argumentos exhiba la maravilla de entrega y de pureza que era el martirio, un hecho tan fantástico que “era semilla de nuevos cristianos”.
Antes de la primera operación difamatoria de Nerón, hubo ya toda una campaña anticristiana, larvada y de hecho poco conocida, cuyo estudio puede alumbrar las razones que impulsaron a ese emperador para tomar como chivo expiatorio del incendio de Roma (no se sabe ni siquiera si lo impulsó él mismo, como tantas veces se ha afirmado, o si fue fortuito) a los cristianos. El primer indicio de una atención hacia los cristianos, y no precisamente positiva, por parte de la policía del Imperio, fue el invento de la palabra misma christi-anus, en la ciudad de Antioquía, según Hechos de los apóstoles 11,26. Se trata de una acuñación de un vocablo griego christós “ungido” y de un sufijo latino –anus. No parece posible que los cristianos, que eran de lengua griega, acuñaran para sí esa palabra mixta. El cristiano era, pues, para la policía de Antioquía –probablemente—un mesianista, un posible revoltoso porque creía en un rey mesiánico, ajusticiado ya por Roma, que fue un individuo peligroso. Por tanto, sus seguidores eran, al menos, potencialmente peligrosos.
Si nos trasladamos al reinado del emperador Claudio (41-54), podemos hallar una primera noticia relativa a la atención del poder romano hacia el incipiente movimiento de los cristianos. El texto es muy conocido y universalmente citado: Iudaeos, impulsore Chresto, assidue tumultuantes [Claudius] Roma expulit. (Suetonio, Vida de Claudio 25, 4): “Claudio expulsó de Roma a los judíos a causa de sus continuos tumultos impulsados por un tal Chresto”.
Esta brevísima cita de Suetonio no ofrece apenas información acerca de las circunstancias de esta primera y desconocida expulsión de Roma de judíos y de judeocristianos, puesto que en estos momentos el Imperio no podía distinguir entre ellos. Pero una lectura atenta puede ayudar a reconstruir la realidad que se esconde tras esta escueta referencia del historiador romano.
Según parece, para Suetonio se trataba de un individuo vivo todavía en época de Claudio, Jesús de Nazaret, el “Cristo” (según la mayoría de los intérpretes), error que se debería a una confusión originada en la propia predicación cristiana, tal como se puede atisbar en las palabras que Hechos atribuye a Festo, procurador de Judea en época de Nerón:
“El procurador Festo expuso al rey Herodes Agripa I el caso de Pablo diciendo: “Hay aquí un hombre que Félix, el anterior procurador, ha dejado en prisión. 15 Cuando yo estaba en Jerusalén, lo acusaron los sumos sacerdotes y los ancianos de los judíos, solicitando contra él una sentencia condenatoria. 16 Yo les contesté que no es costumbre entre los romanos entregar a ningún hombre antes de que el acusado tenga delante a sus acusadores y obtenga la opción de defenderse de la acusación. 17 Cuando ellos llegaron allá, me senté sin ninguna dilación en el tribunal y mandé que trajeran al hombre. 18 Se colocaron a su alrededor sus acusadores, pero no presentaron acusación alguna de los delitos que yo sospechaba, 19 sino que tenían contra él algunas cuestiones sobre su propia religión y sobre un cierto Jesús, ya muerto, del que Pablo decía que estaba vivo”.
Lo importante del texto es la afirmación de que Pablo creía rotundamente que Jesús está vivo. Estamos en el caso de un cristianismo muy primitivo en el que se creían que abundaban las apariciones del Resucitado Jesús (1 Corintios 15-38). Ya en una fecha muy antigua, habrían llegado a Roma algunos desconocidos misioneros-visionarios que predicaban a un Jesús vivo --¡y que era el mesías!-- entre los judíos de Roma (eran muchos los judíos de la Capital y parece que había al menos diez sinagogas).
Estos misioneros judeocristianos desatarían con sus visiones la animadversión de no pocos judíos de Roma, que naturalmente no les prestaban crédito. Se produjeron, pues, alborotos y controversias en aquella populosa judería. Los altercados generados por las prédicas de esos misioneros visionarios, judeocristianos, pudieron muy bien saldarse, en ocasiones, con la correspondiente tanda de azotes (cf. 2 Corintios 7, 25); y, otras veces, con una denuncia ante las autoridades romanas (Hechos 18, 12-16).
Ya tenemos aquí la causa y el porqué las autoridades de la Capital, celosas del orden, se pusieron a indagar y pronto encontraron que los causantes de los disturbios en la judería era la creencia de que un tal Chresto (= casi seguramente a Cristo), que estaba vivo, era el promotor de esos disturbios. Para las autoridades los causantes eran unos pocos (judeo)cristianos. Y así debió de empezar la mala fama de revoltosos dentro del Imperio que posteriormente se circunscribiría, con mayor precisión no en los judíos, sino en los judeocristianos, o simplemente entre los cristianos.
Seguiremos
Saludos de Gonzalo Fontana
y de Antonio Piñero