CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero

Notas

Qué ocurriría si la divinidad que tradicionalmente se considerara garante de la prosperidad fuera erradicada de la piedad de un pueblo. Qué divinidad podría responder a ese papel de responsable del bienestar de un pueblo.
Hoy escribe Eugenio Gómez Segura.


032. Reina de los cielos (1).
Restos de Elefantina interpretados como del templo de Yahvé. Imagen tomada de The Jewish Temple at Elephantine, Stephen G. Rosenberg. Near Eastern Archaeology, marzo 2004, pp. 4-13.

Es lógico hablar de judíos en Egipto dada la honda tradición de buscar en el país del Nilo sustento en épocas de dificultades agrícolas. No sólo la mitología hebrea está trufada de relatos de este tipo; libros históricos del Antiguo Testamento y excavaciones arqueológicas proporcionan suficiente material al respecto como para pensar que emigrar a Egipto era un recurso habitual ante las adversidades en la madre patria.

En el capítulo 44 del libro de Jeremías el profeta incluye una supuesta amenaza de Yahvé a los emigrados a Egipto, entre los que destacaba una comunidad en Elefantina, una colonia de mercenarios. Jeremías avisaba de una muerte segura si seguían venerando divinidades extranjeras.

La respuesta, sin embargo, que esos judíos de Elefantina enviaron al profeta es muy interesante (traducción de Cantera-Iglesias):

15 Respondieron a Jeremías todos los hombres que sabían que sus mujeres quemaban incienso a otros dioses, y todas las mujeres presentes - una gran concurrencia - y todo el pueblo establecido en territorio egipcio, en Patrós: 16«En eso que nos has dicho en nombre de Yahveh, no te hacemos caso, 17sino que cumpliremos precisamente cuanto tenemos prometido, que es quemar incienso a la Reina de los Cielos y hacerle libaciones, como venimos haciendo nosotros y nuestros padres, nuestros reyes y nuestros jefes en las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén, que nos hartábamos de pan, éramos felices y ningún mal nos sucedía. 18En cambio, desde que dejamos de quemar incienso a la Reina de los Cielos y de hacerle libaciones, carecemos de todo, y por la espada y el hambre somos acabados.» 19«Pues y cuando nosotras quemábamos incienso a la Reina de los Cielos y nos dedicábamos a hacerle libaciones, ¿acaso sin contar con nuestros maridos le hacíamos pasteles con su efigie derramando libaciones?»
 
En general se entiende que esos judíos que alrededor del año 600 vivían en la isla de Elefantina de Egipto eran soldados judíos integrantes de una guarnición. Con ellos vivían sus familias en el denominado “barrio arameo” disponían de un templo de Yahvé situado junto a la zona reservada para el dios egipcio Cnum. Se suele interpretar que esta colonia hebrea veneraba a algunas deidades egipcias. La arqueología ha conseguido notables pruebas de un culto mixto de divinidades hebreas, egipcias y babilonias que no deja indiferente: algunos papiros hablan de Nebo (dios babilonio), Bétel (divinidad oriental), Cnum y Satis (dioses egipcios), que eran importantes junto a Yahvé.

Pero el texto de Jeremías detalla algo que parece ser más bien una antigua razón para que los emigrantes judíos dejaran la tierra de los patriarcas: cuando residían en ella veneraban a una “diosa de los cielos” que les proporcionaba prosperidad y bienestar. Indica la carta que al abandonar su culto sobrevinieron las desgracias al pueblo. Exactamente lo mismo que se pregonaba de Yahvé. El argumento, por consiguiente, valía para cualquier divinidad, dato importante; y, además, revela que no sería Yahvé el único receptor de las plegarias de su pueblo. Lo relevante es que la denominación “diosa del cielo” parece unida a la religiosidad femenina, lo cual abre una interesante vía de estudio.

Saludos cordiales.

 
Domingo, 18 de Octubre 2020
“Herejes”, libro breve y estupendo de Antonio Pau (15-10-2020; 1143)
Escribe Antonio Piñero
 
Me aparto de nuevo del estricto mundo del siglo I en el que suelo moverme  para hacer una breve reseña, o mejor, breve y simple noticia, de un libro que, confieso impunemente, me ha encantado: una palabra por título, “Herejes” y 140 páginas, tan solo, de deliciosa lectura. Empecé y no paré hasta el final. La editorial es Trotta, para mí muy admirada y a la que debo mucho, Madrid, 2020. ISBN 978-84-9879-972-9.
 
El autor ha escogido la vida de 22 herejes –hay muchísimos y la elección sería siempre entre un material inagotable– porque la vida de tales personajes le parece fascinante al autor y porque sus ideas, no siempre a la moda de hoy, son igualmente interesantes. Dice el Antonio Pau en su prólogo que “los herejes, los disidentes del pensamiento común, obligan a poner en duda las ideas generalmente admitidas, que sobreviven en muchos caso por inercia” (p. 11). Así es, cuando se instala la inercia, no hay más que repetición mera, y la humanidad no avanza un paso en su enriquecimiento intelectual, o artístico, o científico, etc. ¡Cuán diferente es esta perspectiva de la expresada por el pensamiento teológico medieval!  Escribió Tomás de Aquino: “Los herejes son malhechores: La Iglesia puede entregarlos justamente a los príncipes seglares para su ejecución” (“Suma Teológica”, Secunda Secundae, cuestión 11, a. 3).
 
El autor cita (sin precisar de dónde) una frase de Pablo, “Conviene que haya herejes”, refiriéndose más que probablemente a 1 Corintios 11,19: “Es preciso que hay entre vosotros disensiones para que los probados (es decir, los de probada virtud) queden de manifiesto entre vosotros”. Ciertamente Pablo cree que los herejes impulsan la rectitud en el proceder de la comunidad. Para el autor del libro que comento el sentido es un poco diferente, pero también interesante: “Es bueno que haya rebeldes, que hay contradictores, que haya disconformes, que hay discrepantes, porque hacen mejores a la sociedad entera”.
 
Me resulta difícil elegir entre los personajes reseñados, pero creo que me quedaría probablemente con Pelagio, del que escribí también en “Cristianismos derrotados”. No era un teólogo profesional ni un clérigo, sino un laico muy bien formado en teología, derecho e historia de la Iglesia. A Pelagio no le gustaban, o mejor, le parecían sin fundamento algunas de las ideas usuales.  Una de las pasiones favoritas del luego declarado hereje era discutir sobre tales ideas, cosa que hacía muy bien, con lo que conseguía el respeto de sus adversarios, ya que sus maneras y porte eran muy educados y siempre polemizaba con gran consideración por el adversario.
 
Comenta Pau que –entre otras ideas– Pelagio, “alegre y vitalista no podía concebir que el ser humano naciera lastrado con la limitación del pecado original. No. El pecado original lo cometió Adán y ya recibió su castigo. Con el abrazo amoroso de la procreación cada pareja no puede transmitir pecado alguno. ¿Cómo puede un niño que viene al mundo hoy tener a los ojos del Todopoderoso la carga de una falta que no ha cometido?” (p. 34). O bien ¿cómo un niño no bautizado va a ir al infierno por siempre jamás?  Pelagio responde que cada infante nace libre y será solo responsable de su propia conducta. Dios le concedió el libre albedrío, y puede vivir sin pecado alguno, si se lo propone con fuerte voluntad y decisión.
 
Consecuentemente, el bautismo vale para perdonar los pecados individuales cometidos con voluntad consciente, no para borrar una pretendida culpa congénita. En los niños, la práctica del bautismo puede ser encomiable, pero no porque borre el pecado heredado de Adán, sino porque le hace miembro de la Iglesia y le otorga –con las aguas del sacramento– una mayor potencialidad para vivir una vida en santidad y perfección.
 
Creo que todo hombre razonable subscribiría hoy lo que Pau escribe que sostenía Pelagio. Este creía en el ser humano y en la fuerza de su voluntad: “El hombre es siempre capaz de pecar o no pecar, por lo que creemos firmemente en el libre albedrío. Este consiste en la posibilidad de cometer pecado o de abstenerse de él”.
 
Pelagio ponía ante la vista de los teólogos la contradicción en la que incurrían al defender que solo la gracia divina permite hacer buenas obras. ¿Qué le queda entonces al hombre por hacer por sí mismo, por sus propios méritos? El hombre no tendría libertad para hacer el bien o el mal; solo podría hacer el bien, si recibe el impulso exterior de a gracia. La respuesta de los teólogos era sutil: Por sí solo el hombre no puede más que evitar el mal; con la ayuda de la gracia puede hacer el bien” (pp. 34-35).
 
Para muestra basta un botón. Lo que hemos transcrito del capítulo de “Herejes” sobre Pelagio sirve para darnos una muy buena idea de los puntos interesantes que sobre otros “disidentes y disconformes” sobre los que escribe nuestro autor. Sería injusto si destaco en  demasía unos capítulos sobre otros; todos son interesantes y jugosos. Pero es lógico que cada lector termine el libro con sus preferencias. Para mí los capítulos sobre el Maestro Eckart, inspirador de Reiner Maria Rilke, Jacob Böhme, Pedro Valdo o María Jesús de Ágreda me han agradado especialmente.
 
Otra cosa que deseo señalar: el libro “Herejes” tiene notables citas de poesía alemana (por ejemplo, de Eckart); las traducciones de Antonio Pau me han parecido exactas y precisas, admirables…, y puedo juzgar porque creo que conozco bien, al menos, la teoría de la traducción; no me extraña que la Academia de Ciencias de Gotinga le diera una medalla por sus estudios y traducciones de literatura alemana.
 
Algo que no sabía del autor es la cantidad de libros publicados a lo largo de su vida, más de cincuenta, sobre todo biografías de escritores como el mencionado Rilke, Novalis y Hölderlin. También es interesante, creo, que su obra “Manual de Escapología. Teoría y práctica de la huida del mundo” vaya ya por la tercera edición en la misma editorial.
 
En síntesis: he pasado un buen rato, ameno, apacible y de disfrute leyendo “Herejes”. Es posible que el tono elegido para contar estas breves biografías, poco académico, poco doctoral, más liso y sencillo, perfectamente entendible, sea el estilo que puede triunfar hoy día. Hay muchos que desean saber, pero sin emplear demasiado tiempo y esfuerzo en abstrusas lecturas.
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html

Copio aquí varios enlaces a entrevistas que me han hecho publicadas en You Tube /FBook o por radio
 
1.  https://www.facebook.com/100004098498864/videos/2214994005313861/  , con Miguel Delgado de  Costa Rica
2. https://www.youtube.com/watch?v=xARGVm6nrOk
Con Gabriel Erdmann de Buenos Aires
 
 
Jueves, 15 de Octubre 2020

Los antiguos mitos pueden servir de modelo interpretativo para la religión cristiana, como ellos nacida en un mundo agrícola. He aquí un ejemplo.
Hoy escribe Eugenio Gómez Segura.


031. Maternidad, agricultura y religión (7): la Virgen de la Esperanza.
Virgen de la Esperanza, Tui. Fotografía del autor.

La maternidad y la agricultura aparecen en muchas religiones del Mediterráneo en fases antiguas de la historia. Llaman la atención dos mitos por su evidente relación entre el grano y la descendencia, aunque estos dos mitos no son simétricos.

Por un lado, Isis y Osiris conforman un matrimonio que divide perfectamente la división sexual de la procreación: el hombre es asociado a la semilla que germinará en una planta que surja de la tierra, tierra que, sin embargo, nada puede sin el elemento femenino, no por fecundador sino por gestante. La relación de Osiris con el cereal, y por lo tanto con la vida, aparece en algunas representaciones muy chocantes: en Karnak se puede ver un relieve que muestra el cereal naciendo de un difunto, Osiris. Vida de la muerte. Son, además, muy famosos, los rituales de Abidos en honor de Osiris, celebrados en el mes egipcio de Khoiak, cuarto del año y que más o menos corresponde con nuestro diciembre (véase un ejemplo aquí).
 
Sin ir más lejos, son conocidos los famosos “ladrillos de Osiris”, bloques de adobe que incorporaban en un vaciado la forma del dios de los difuntos para rellenar el hueco con arcilla y semillas, de manera que la minúscula tumba-ataúd de Osiris era un contenedor de cereal en potencia.

La mitología cananea puede tener también una interesante relación entre muertos y cereal. Se trata del dios Dagan, que aparece como el Dagón filisteo en la Biblia. Su difícil etimología, aún sin resolver, ofrece una atractiva posibilidad: de origen mesopotámico, concretamente del noroeste de esta zona, Dagan sería un dios relacionado con lo fúnebre o incluso los difuntos (una inscripción de Shamishi Adad I, rey asirio del siglo XIX a. C., conecta el “Templo del ritual funerario” de Terqa con el templo de Dagan de esa localidad). Actualmente se piensa que dagan es una palabra en hebreo y fenicio para grano tomada del nombre del dios, y no viceversa, como se creía hasta hace unos años. De ahí que se puede al menos estudiar la posible relación entre esta divinidad, lo funerario y la agricultura del cereal.

Por otro lado, la relación entre profundidades de la tierra y muertos en muy clara en la mitología griega: Hades es tanto el lugar que acoge las almas de los difuntos como el dios que reina en el inframundo. Además, Hades es conocido como Pluto, la riqueza. Su matrimonio con Perséfone, hija de Deméter, establece un paralelo también evidente con el cereal, como hemos comprobado en otras entradas a este bolg. En este caso, la relación es muy estrecha porque tenemos un claro indicio de cuándo tenía lugar la aparición de Perséfone sobre la superficie terrestre para estar con su madre: de finales de noviembre a junio, las épocas en que el cereal aparece en superficie.

Parece por tanto que hay razones para pensar que la agricultura del cereal constituye una fuerza religiosa en sí misma, una fuerza -envuelta en la idea de reproducción sexual que era inherente al mundo antiguo, que, por otro lado, no veía un drama en el sexo. Además, las estaciones resultan ser la llave para entender buena parte de estas ideas, así como la maternidad derivada del acto sexual exitoso. El matrimonio sagrado, la unión ritual de valor mágico y potenciador de la producción agrícola que dará continuidad a la comunidad humana y el índice de nacimientos de cada anualidad, también potenciados por ese ritual sagrado, son otras características a tener en cuenta.

Y como si hubiera una conexión entre estos usos agrícolas y su profundísima interpretación religiosa por parte de la humanidad, se puede plantear un análisis similar de una advocación de la Virgen María de gran importancia en tiempos no tan antiguos. No se trata de que haya una relación directa entre estos mitos y los cristianos, sino que puede estudiarse la presencia de unos valores comunes en diferentes mitologías y religiones.
En concreto, la Virgen de la Esperanza, cuya celebración es el 18 de diciembre, es una fiesta que apunta un marcado carácter agrícola. Esta advocación de María celebra el estado de buena esperanza de la madre del Jesucristo cristiano, una mujer, por tanto, embarazada. Varias consideraciones pueden hacerse al respecto:
 
  • La cercanía de la Navidad, que celebra el nacimiento del niño dios, parecería ser la única razón para celebrar este estado, pues las imágenes de esta Virgen que pueden verse en España muestran un vientre ya muy notorio.
  • Sin embargo, la única manera de hacer notar ese vientre ya gestante en una imagen de bulto redondo es precisamente un bulto redondo notorio, por lo cual puede entenderse que la representación simplemente asegura el estado, no el momento de la gestación.
  • Además, esta divinidad es patrona de los agricultores, y de hecho ha sido celebrada hasta hace poco tiempo en este sentido.
  • Si los agricultores se han fijado en ella durante siglos (la advocación fue instituida en el décimo concilio de Toledo, año 656) se puede presuponer alguna relación con la agricultura en general o sus trabajos, y, en efecto, así es, pues esta festividad podría celebrar que el cereal ya ha aparecido en la superficie de los campos labrados en octubre y se ha beneficiado de la siembra y las lluvias de noviembre.
Se puede plantear, pues, estudiar esta festividad como una celebración del éxito inicial de la labranza y de la esperanza que se tiene en un éxito final del proceso.

Ese proceso, en el caso de la Virgen, sería no sólo lo cerealístico en sentido general, sino la idea religiosa de vida tras la muerte, pues la criatura gestada en ese vientre, como un trasunto de la renovación natural, ces celebrada como nacida en dos ocasiones: una cuando el sol comienza a tener más fuerza en diciembre y en primavera, cuando se festeja la renovación total de la naturaleza y la Virgen se convierte, también metafóricamente, en receptora y propiciadora de todas las flores que durante el verano traerán los frutos deseados por los agricultores. Dos fechas de gran importancia astronómica, pues son las dos ocasiones (solsticio de invierno y equinoccio de primavera) en que el sol muestra más poder que la noche, uno por comenzar a renacer de su muerte y otro porque ya hay más horas de luz que de oscuridad.

Por otra parte, la liturgia de la Virgen de la Esperanza acumula diversas notas climáticas, como puede comprobarse en esta plegaria (tomada de este enlace:
https://nazaret.tv/video/30/18-diciembre--ntra--sra--de-la-esperanza-de-nazarettv)
 
(esta fiesta) es como un clarinazo que anuncia a la pobre humanidad caída la llegada de su redentor, la hora venturosa en que van a abrirse las puertas de su reino, y el cielo y la tierra se abrazarán; el día de la misericordia en que el gozo reemplazará a la tristeza, los cánticos a los gemidos. Porque se desplegará ya la nube luminosa de donde hará llover el rocío que apagará el fuego de nuestras perpetuas angustias, de nuestros pecados, el agua saludable que volverá los muertos a la vida.
 
A la vista de esta plegaria, tampoco es de desdeñar una posible relación entre el cereal que ya en primavera ha producido las flores que serán espigas de grano y el Jesucristo venerado como muerto y resucitado: el grano dedicado a la alimentación es molido de tal manera que queda inutilizado para la siembra, pese a lo cual da vida en forma de alimento; Jesucristo muerto y, por tanto, nunca más sobre la tierra, vuelve a la vida precisamente en esta fecha de primavera, cerrando así un ciclo de múltiples conexiones simbólicas.
 
Saludos cordiales.
 
Lunes, 12 de Octubre 2020
Baruj Spinoza: “Ética demostrada según el orden geométrico” (08-10-2020.- 1142)
Escribe Antonio Piñero
 
Hoy salgo de mi ámbito de cristianismo primitivo para comentar, más bien presentar brevemente, la versión bilingüe –latín-español– que ha hecho Pedro Lomba, ilustre colega, que enseña “Historia de la Filosofía” en la Universidad Complutense de Madrid de la Ética de Benito Espinosa (así ería el nombre en español) de un filósofo, cuyas ideas me parecen hoy básicas para entender nuestra concepción del universo.
 
Al final de esta postal copiaré los enlaces a algunas de las entrevistas por radio o Zoom que me han hecho últimamente.
 
Baruj Spinoza fue, sin duda, hijo de judíos portugueses/españoles, huidos de España, y luego de Portugal en dirección a la liberal y muy protestante Holanda. Nació en Ámsterdam en 1632 y murió en La Haya 1677. Nunca estuvo en España, pero como demuestra su biblioteca (159 volúmenes) su vida literaria, y en parte espiritual, se nutrió de libros españoles.
 
Comento este libro de la “Ética demostrada a la manera de los geómetras” porque desde hace muchos años Spinoza forma parte de mis “dioses” particulares en cuanto a la filosofía. Cuando me volví agnóstico en materia de religión (pero siempre he dicho que agnóstico respetuoso y no militante), tanto Epicuro –el auténtico, no ese degradado y superficial, puro hedonista, del que hizo propaganda, nefasta, Horacio, el poeta augústeo)– como Spinoza fueron mis filósofos preferidos.  De Epicuro me guía su idea de no tener miedo a los dioses (que no se preocupan de los mortales, pues si lo hicieran se entristecerían y dejarían de ser dioses, a la muerte (mientras existo, la muerte no existe; y cuando ella exista en mí, yo ya no estoy y no la siento), ni a mí mismo. Y de Spinoza el lema –que comentaré a continuación– sobre el intento de comprender las acciones humanas, no de lamentarse por ellas.
 
Con el paso del tiempo me impresionaron mucho también la lectura del escéptico y brillantísimo Hume (ahora degradado en su propia patria por unos incomprensibles que juzgan el pasado con ojos de hoy), y luego la de Kant, en la “Crítica de la razón pura” especialmente. Apoyándose en Hume, Kant había puesto definitivamente las bases para demostrar que era imposible probar la existencia de Dios, y (en la “Crítica de la razón práctica” que había que sustituir, en la parte moral de nuestras vidas, la ética heterónoma (procedente de los mandatos de Otro) por una autónoma, basada en la naturaleza humana, y por tanto universal.
 
La moral universal propuesta por Kant pivota sobre el “imperativo categórico” (“«Obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal. Obra como si la máxima de tu acción pudiera convertirse por tu voluntad en una ley universal de la naturaleza»), tan mal entendido y denostado. Personalmente he aceptado como norma el imperativo categórico, aunque no lo cumpla siempre.
 
Y volviendo a Spinoza me he guiado por un famoso lema suyo que he repetido en múltiples ocasiones:
 
Sedulo curavi, humanas actiones non ridere, non lugere, neque detestari, sed intelligere: “Procuré a menudo no reírme de las acciones humanas, ni lamentarlas, ni detestarlas, sino entenderlas”,
 
que apareció en el Tratado político, publicado por primera vez en la Opera posthuma  de 1677.
 
Este lema se repitió luego en la Ética (obra posterior que asume todo lo estudiado en el Tratado político) expresado del modo siguiente:
 
Nam ad illos revertere volo, aui hominum affectus et actiones detestari vel ridere malunt, quam intelligere: “Pues quiero volver sobre aquellos que a propósito de los afectos y las acciones humanas antes prefieren de detestarlos y ridiculizarlos que entenderlos”
 
(Parte 3; Prefacio; Pedro Lomba p. 182). Es interesante a este respecto el artículo de Raúl de Pablos Escalante, “Las pulsiones y la pregunta por el entender: Spinoza, Nietzsche y Kuno Fischer” en Logos. Anales del Seminario de Metafísica 50 (2017) 165-186 (Ediciones de la Univ. Complutense).
 
La “introducción” a la Ética de Spinoza de Pedro Lomba (pp. 11-37) me parece magnífica, esclarecedora. Me ha hecho reflexionar en primer lugar sobre el empeño continuo spinoziano de corregir la metafísica de Descartes en lo que a Dios se refiere, que no es otra cosa en el sistema cartesiano que una mejor construcción de la escolástica medieval. Y luego la profunda rectificación que hace el mismo Lomba de la opinión de Hegel, quien consideraba con razón que Descartes había supuesto una ruptura con la manera de filosofar de épocas anteriores (pero no con sus ideas sobre la sustancia primera, Dios), pero que el mismo Hegel se equivocaba al deducir que la filosofía de Spinoza no era otra cosa que “un mero desarrollo consecuente del cartesianismo”. No es así –argumenta Lomba– porque el carácter de la metafísica de Spinoza  “rompe sin contemplaciones la metafísica (aún medieval) de Descartes.
 
Cito a Lomba mismo: “Spinoza construye la Ética desde la recusación lógica que organiza y determina la definición de los conceptos fundamentales de la metafísica cartesiana, desde la denuncia de muchas de sus categorías… (y de los problemas a los que pretende responder) como falsas, o peor aún como ficticias. Spinoza tras Descartes; sí; pero contra Descartes. Todas las partes de la Ética contienen una crítica más o menos explícita… de algunas de las tesis más emblemáticas del francés… De manera que puede afirmarse que el sistema de Spinoza no ha de ser tenido, como quiso Hegel y tras él una larga serie de infatigables comentaristas de la filosofía del judío de Ámsterdam, por una continuación, profundización o desarrollo de la metafísica cartesiana. Si debe establecerse un vínculo entre esta y la obra de Spinoza habrá de ser definido como un vínculo de antagonismo teórico total” (p. 19).
 
Totalmente de acuerdo. Y por último –en mi intento de animar nuestros lectores a tomar aire para leer la Ética de Spinoza por lenta que sea la lectura–, pienso que a Spinoza le debo la solución al problema de cómo concebir a Dios (o tener una idea de Dios; si es que esto es posible) una vez que ha cambiado nuestro paradigma de cómo es el universo en el que vivimos.
 
Me explico: como he indicado en mi trabajo sobre Pablo (“Guía para entenderá Pablo”, también  de Trotta, 2ª edic. de 2019), si pensamos hoy (hay gente que defiende que la tierra es plana) que el universo es como lo concebían los acadios, o  los babilonios (cuya herencia recoge Israel) casi 2.000 años antes que Jesús, tendremos una idea de Dios conforme a esa concepción, que será la misma sustancialmente que la de los judíos del siglo I, de Jesús y de Pablo consecuentemente. Entonces podremos pensar en un Dios más o menos cercano, “preocupado” por el fracaso de lo mejor de su creación, el ser humano, que personificado en Adán se ha vuelto contra su creador (el lapso original). Entonces Dios tiene que resolver ese problema y para ello envía al mundo lo que más quiere, su hijo, encarnado en Jesús, que sufre pasión, y muere a manos de los descendientes de Adán, instigados por el Maligno. Pero ese sacrificio aplaca a Dios mismo con la humanidad, borra el pecado y sirve como redención total, para quien acepte con buena voluntad que esto es así.
 
Pero en el siglo XXI, con un concepto del universo totalmente distinto, con miles de millones de galaxias, y cada una con miles de millones de estrellas, esa imagen de Dios no es ya posible.  Aunque no queramos, la cambiamos por otra (y si no se cree esto, considérese que la inmensa mayoría de los jóvenes rechazan sin más cualquier formulación cristiana, dogmática, que tenga el menor “sabor” a mito). Pues bien, Spinoza ofrece como solución considerar que Dios es el universo entero, que es la única y verdadera Sustancia, y que es a la vez la Razón Universal que todo lo gobierna. Todo ello demostrado pacientemente en su Ética con toda suerte de razones. Ya sé que para la mayoría es muy duro sustituir un Dios personal por otro que es impersonal. Pero es una solución posible.
 
Y no me extiendo más, aunque puede suponerse fácilmente que esta propuesta da para mucho diálogo.
 
Felicito a Pedro Lomba y a la Editorial Trotta por haber puesto al día las versiones de la Ética spinoziana con una nueva edición bilingüe y un buena y cuidada traducción con Introducción y notas breves, que revisa otras versiones al español como la de Atilano Domínguez, Madrid, Trotta  2000 y otras más desde 1954 a 2007, como señala el traductor en su “Bibliografía”, p. 35.
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
 
…..
Aquí van los enlaces:
 
https://youtu.be/9LfhVV83hpI
 
https://youtu.be/7SYGuGYiYiw
 
https://www.ivoox.com/antonio-pinero-saenz-caminos-estelares-desde-radio-audios-mp3_rf_57643562_1.html
Jueves, 8 de Octubre 2020

Una familia agraria compuesta por la tierra, la lluvia y el cereal es el trasfondo de la familia divina formada por Deméter, Zeus y Perséfone.
Hoy escribe: Eugenio Gómez Segura.


030. Maternidad, agricultura y religión (6): Perséfone.
Perséfone. Museo de Cirene, Libia. Foto del autor.

El mito que relata cómo Perséfone fue raptada por Hades ha trascendido el mundo griego para convertirse en un gran esquema religioso de varios significados. Deméter debe aceptar el abandono del hogar por parte de su hija, que se marcha para casarse y formar su familia. Tras los lógicos lamentos por la pérdida de su querido vástago, la madre tendrá que someterse a un régimen estricto de visitas que calmarán un poco su maternidad. La hija, que no puede volver la vista atrás pues formará su propia prole, tampoco ha de volver con su madre salvo en contadas ocasiones. Padre y marido, en lo que respecta a esta doble familia, no tendrán mucho que decir en las relaciones entre ellas. El trasfondo de una función femenina los aleja irremediablemente de esas relaciones maternofiliales.
 
Al mismo tiempo, la agricultura desborda por todos los resquicios mitológicos. Que Hades sea conocido como Pluto no es otra cosa que una simple manifestación de la realidad que vivían (o que ansiaban) los antiguos: la agricultura es la fuente de riqueza y prosperidad. La tierra, su dominio y su trabajo son la manera de mantener la familia y la comunidad, como bien se puede apreciar leyendo el sinfín de comparaciones agrícolas que florecen en la Ilíada y la Odisea u observando las razones que llevaron a Esparta a conquistar Mesenia.
 
Los antiguos plutócratas eran los poseedores de tierras, pues, en una intrincada similitud todavía por entender correctamente, Hades habita en el subsuelo de esa tierra que es Deméter. La combinación quizá sea en realidad una pareja formada por superficie terrestre y profundidad abismal, entre lo que conocemos y lo que se esconde. Y quizá haya también ideas griegas muy relacionadas con el mundo prehelénico, un mundo que ligaba los ancestros con la prosperidad de los terrenos familiares. Así, ese dios de los muertos, ese Hades de lo inferior, traería la riqueza indispensable. En la colección hipocrática se puede leer:
(Vict. 92, 3), “Los alimentos, los crecimientos y las semillas nos llegan de los muertos”.  
 
Las dos diosas, Deméter y Perséfone, acompañadas de sus maridos, Zeus y Hades, forman una familia que alcanza un significado muy profundo. La unión de los fenómenos atmosféricos con el poder de la tierra tiene su inmediata repercusión en la seguridad de la cosecha. Pero el mito relata que la hija aparece y desaparece de la superficie terrestre, es decir, que la madre en realidad es la superficie, como sospechábamos, y que la hija es algo más que la descendencia. Pues esa vuelta a la superficie se refiere a seis meses que tradicionalmente se ligaban a la primavera y el verano, mientras que la marcha hacia lo inferior se consideraba ocurría en otoño-invierno.
 
Sin embargo, la idea de ciclo, de círculo, tiene más fuerza que la de semicírculo, digámoslo en términos geométricos. No hay una clara separación entre dos mitades del año, sino que el cereal muestra un claro valor de ceñidor del tiempo: las labores agrícolas del cereal comienzan precisamente en este mes de octubre, tras las vendimias (otra labor que cierra círculos). La preparación de las tierras, la roturación de campos, se hace antes de que las lluvias de finales de noviembre impidan trabajar. Tras la roturación, viene la siembra y es en diciembre cuando se certifica que todos los trabajos han sido bien realizados y el clima acompaña, pues asoman las briznas de los cereales en ese mes, un surgir de las profundidades que simboliza que, en realidad, la naturaleza no ha muerto: la tristeza de los bosques sin hojas, la metáfora del paso del tiempo que nos dejó Homero (Il VI 145-149), es en realidad una perpetua continuidad que se manifiesta en un cereal que crecerá hasta la siega en junio, seis meses desde el día más corto hasta el día más largo. El año no acaba en diciembre, sino que empieza en este mes. Perséfone surge de los silos en los que había vivido desde la siega para proporcionar vida un año más. Así, la criatura muerta de la madre Tierra es en realidad una promesa de vida: los hijos vienen con un pan debajo del brazo, se decía antiguamente.
 
Lunes, 5 de Octubre 2020
El «anarquismo» de Pablo (01-10-2020.- 09)
Hoy escriben Sofya Gevorkyan & Carlos A. Segovia
 
 
Hoy nos arriesgamos en una dirección distinta, haciéndonos eco de un largo artículo en el que venimos trabajando sobre el trasfondo paulino de uno de los debates clave del pensamiento contemporáneo, a saber: el debate en torno al carácter supuestamente «contingente» del mundo.
 
Nuestra hipótesis puede formularse así: Pablo no sólo inventó un cierto tipo de universalismo, que cabe denominar «utópico» por contraposición al universalismo «distópico» del imperialismo romano, sino que hizo del «anarquismo» conceptual la piedra angular del primero.
 
Podría añadirse que, a partir de ese momento, la historia de Occidente no ha hecho más que oscilar entre ambos extremos: la utopía paulina («todos somos iguales ante Dios y, siéndolo de antemano, no somos, en rigor, nada más que eso») y la distopía romana («antes o después, todos seréis como Roma, o bien ya no seréis nada»).
 
 
¿Pero cómo escapar a esa lógica doblemente disolutoria de las diferencias, que en ambos casos quedan reducidas a «no ser», y en nombre de la cual toda diferencia, es decir, toda alteridad, ha sido, en la historia de Occidente, sacrificada en el altar de lo Mismo, ya sea entendido en tanto que algo impuesto (a semejanza del Uno romano y, más tarde, del Uno cristiano) o interpretado en tanto que ideal regulativo (como el Uno paulino y, más tarde, el Uno moderno)? ¿Cómo escapar a esa lógica sin caer, por reacción, en el espejismo de que la sola manera legítima de mirar a lo real, de hacerle justicia y de comprometerse con ello consistiría más bien en admitir que todo difiere, que la realidad es algo así como un tapiz aleatorio («contingente») formado por diferencias puras: «esto», «aquello» y «lo de más allá», una suma de deícticos a falta de toda regla? En suma, ¿cómo escapar a la lógica totalitaria del Uno, cualquiera que éste sea, sin caer, de rebote, en el caos indiscernible de los Muchos?
 
 
No podemos responder aquí a esta pregunta, pero es esencial formularla para que así se vea cuál es el horizonte al que apuntamos por detrás de lo escrito; adelantemos, en todo caso, que, dado que la pregunta tiene un cierto aire algebraico (¿Uno o Muchos?), la respuesta habrá de tenerlo también.
 
Y, ahora, girémonos hacia Pablo…
 
***
 
Pablo proclama la abolición de toda arché (1 Cor 15, 24: “principio / principado”; traducido por nosotros como “puntos de referencia”, como luego justificaremos) y de toda «ley» (Gál 3, 13), que debe verse, según él, como una «maldición» (Gál 3, 13): Cristo pone fin a la «ley» (Rom 10, 4) para que así la «justicia de Dios» (Rom 3, 21-24; 10, 4) pueda extienda «graciosa y gratuitamente» (Rom 3, 21-24) para quienes «creen» (Rom 3, 21-24; 10, 4) independientemente de «quiénes» sean (Gál 3, 28; Rom 3, 21-24); sólo al volverse ellos «uno» (Gál 3, 28) serán «liberados» (Rom 3, 21-24) de todo «poder» (1 Cor 15, 24) y podrán ser entonces lo que tanto la ley romana, con su distinción entre «esclavos» y «hombres libres» (Gál 3, 28), como la ley judía, con su distinción entre «judíos» y «gentiles» (Gál 3, 28), les impide ser: «iguales» los unos a los otros por medio de Cristo (Gál 3, 28).
 
 
Neil Elliot y Brigitte Kahl proporcionan el escenario de la proclamación paulina (*):
 
 
Roma atribuye el «destino» de los pueblos a la «piedad» de sus antepasados, y del «hecho» de que Eneas pusiera a salvo a su padre, su hijo y sus dioses ancestrales tras la destrucción de Troya, deduce su superioridad frente a los demás pueblos y su legitimidad para dominarlos. Así pues, la dominación romana se basa en la división («nosotros frente a los demás») y la división en la supremacía («nosotros por encima de todos los demás», al igual que el cristianismo reclamará más tarde para sí mismo).
 
Pablo, subraya Elliot, opone a al universalismo «excluyente» de Roma un universalismo «incluyente» basado en una contra-leyenda: la leyenda de Abraham, quien, a diferencia de Eneas, abandonó a su padre y a los dioses de su padre para seguir a Dios en la confianza de que así recibiría una nueva posteridad. De acuerdo con ello, Pablo opone a Cristo, cuya muerte y resurrección hizo posible la incorporación de numerosos gentiles a Israel en calidad descendientes de Abraham, a Augusto, prototipo de los emperadores romanos, cuya venganza contra los asesinos de su padre únicamente trajo paz a quienes participaron en su venganza o la aprobaron.
 
 
«Que Jesús diera su vida para la salvación de otros, y además pecadores; que se tratara, a ojos de Roma, de otros inferiores e indignos, condenados a muerte; y que, dando así pues su vida por ellos, Jesús fuera resucitado por Dios, dando ejemplo, de ese modo, de señorío, conforme a la voluntad de Dios Padre y a imagen de éste, todo esto perturba, confunde y desorganiza la dialéctica imperial de en torno a la enemistad y el antagonismo, la identidad y alianza, impulsando un movimiento fuera del campo de batalla romano», escribe Kahl.
 
 
Dicho de otro modo: en contraposición al Uno que busca someter a los Muchos, Pablo aspira a hacer de los Muchos un Uno aún más poderoso. Así pues, un tipo de unidad sustituye al otro, un tipo de universalismo remplaza al otro. En un caso (Roma), el Uno resulta de privilegiar, de Dos términos, Uno sobre el Otro hasta el punto de declarar al Otro inexistente a corto o largo plazo, es decir, resulta de corromper una estructura originalmente binaria («nosotros, romanos, y frente a nosotros todos los demás») tornándola unívoca («nosotros, romanos y, de ahora en adelante, todos los demás también como nosotros»). En el otro caso (Pablo), el Uno resulta de declarar que todo es Uno para empezar («todos somos justificados por Dios de idéntico modo, y esa verdad a antecede cualquier división»).
 
***
 
Seguramente no es necesario insistir en ello: el cristianismo heredará el modelo romano, no el paulino. Extra Ecclesiam nulla salus (“Fuera de la Iglesia no hay salvación”), tal será la nueva forma que cobre con él la pax romana. La historia de Occidente es la historia las permutaciones de esa fórmula: colonialismo, bolchevismo, nazismo, liberalismo, etc. Pero es también la historia de su contrapunto, puesto que, una y otra vez, frente a ella se alzará el mismo sueño utópico de un mundo sin divisiones ni imposiciones.
 
Bien mirado, se trata de una tentación no sólo occidental. Pierre Clastres (**) nos habla de un grupo de guaraníes que, buscando dejar atrás esta «tierra imperfecta» (ymy mba’emegua), se puso varias veces en camino en dirección al sol naciente, rumbo a una «tierra sin mal» (ywy mara-eÿ). Y añade: «una y otra vez, tras alcanzar la costa, se sentían engañados, una y otra vez experimentaban el mismo fracaso, una y otra vez hacía presa en ellos el mismo pesar, entre ellos y la “tierra sin mal” un mismo obstáculo se dibujaba infranqueable: la mer allée avec le soleil (Rimbaud)». Lo específicamente occidental tal vez sea entonces la fuerza con la que ese sueño ha prendido en el imaginario colectivo, a pesar de todo. Y acaso no sea arriesgar mucho decir que Pablo es el responsable último.
 
El problema es que la sustitución paulina hace saltar por los aires nada menos que la realidad. Porque, sencillamente, no puede haber realidad alguna sin arché (“principado” / “punto de referencia”), cualquiera que éste sea; o, mejor dicho, sin toda una colección de archaí (plural) susceptibles de determinar (1) qué es lo que debe prevalecer en cada caso (v.g. en una relación amorosa, al navegar, al componer una sinfonía, al batirse en duelo, etc.), (2) qué es lo que conduce a ello y (3) que es lo que lo impide. Esto es, siempre son necesarios puntos de referencia a partir de los cuales improvisar, puesto que la vida es improvisación; pero sin puntos de referencia no es posible improvisar nada (**). Y tan peligroso es en este sentido pretender que hay un «modelo» o un punto de referencia único para todo al que todo debe «subordinarse» (sólo hay una manera de amar, otra de navegar, etc.), como pretender que las cosas «dan lo mismo» porque en el fondo «todo es lo mismo» (amar y batirse en un duelo, navegar y componer una sinfonía).
 
 
Pero, a fuerza de costumbre, a nosotros esto último ya no nos parece tan peligroso, y éste es el verdadero peligro. Porque contra el primero estamos debidamente en guardia: huimos del totalitarismo en cuanto le vemos asomar las orejas. En cambio, al otro lobo se las perdonamos. O hacemos como si no se las viéramos. Y así se sigue que en nuestra realidad todo da lo mismo: el trabajo forzoso de menores en el tercer mundo coexiste con nuestros smartphones, los productos bio con la deforestación de la Amazonía, y así indefinidamente.
 
***
 
Es necesario, para terminar, justificar nuestra traducción de archaí por «puntos de referencia». Por un lado, arché significa «comienzo» u «origen». Por otro lado, significa «lo que gobierna» o «lo que rige». El término «principio» es indicado, pues reúne ambos significados. Sin embargo, de entre ellos, el primero, atestiguado en Homero, es también el más antiguo, mientras que el segundo está documentado por primera vez en Píndaro. Por otra parte, arché es un sustantivo verbal del verbo árchō, que significa «ser el primero» con valor temporal y, por derivación, «ser el primero» con valor de rango. Asimismo —y esto es algo que suele indebidamente pasarse por alto— al campo semántico al que pertenece dicho verbo griego pertenece también la raíz protoindoeuropea * herǵ-, que significa «relucir» y de la que provienen palabras como argentum («plata» en latín) y argós («blanco» en griego). Por tanto, es posible traducir arché como: «lo antiguo que brilla y guía». Añadamos que corresponde solamente a la «inteligencia práctica» (phrónēsis), basada en el uso acertado y cumulativo, determinar cuáles puedan ser los archaí en cada caso.
 
Hacer de arché e imperium términos equivalentes es, en cambio, la raíz de todo el problema, ya sea que con ello se trate de imponer tal o cual autoridad de manera arbitraria o de deslegitimarla y revocarla. Y nunca es demasiado tarde para pensar qué es lo que esa «doble pinza» suprime, es decir, qué es lo que escapa tanto al Imperio de Roma como al Dios de Pablo.
 
 
Al fin y al cabo, los mayores peligros de toda sociedad son, como observa acertadamente Alain Côté, dos: el «exceso de indiferenciación» y el «exceso de diferenciación»; o, en términos de Bateson, la «cismogénesis simétrica» (que acumula réplicas de lo mismo, oponiéndolas entre sí para conjurar toda posible diferencia) y la «cismogénesis complementaria» (en la que toda relación es una relación de oposición subordinativa del tipo «amo» y «esclavo») (***). 
 
(Más en http://polymorph.blog)
 
Saludos cordiales
 
Notas
 
(*) Véase Neil Elliot, The Arrogance of Nations: Reading Romans in the Shadow of Empire (Minneapolis: Fortress Press, 2008) y Brigitte Kahl, Galatians Re-imagined: Reading with the Eyes of the Vanquished (Minneapolis: Fortress Press, 2010).
 
(**) En La sociedad contra el estado, obra de la que hay traducción al castellano, aunque nosotros citamos aquí de memoria el original francés. Véase asimismo Hélène Clastres, La Terre sans Mal. Le prophétisme tupi-guarani (París: Seuil, 1975).
 
(***) De Côté pueden consultarse «Analogie et order sociale» (en L’Ethnographie, vol. 89, núm. 1 (1993): 43-59). De Bateson, Naven (Stanford, CA: Stanford University Press, 21958).
 
 
 
Saludos cordiales de Sofya Gevorkyan & Carlos A. Segovia
Jueves, 1 de Octubre 2020

Maternidad, agricultura y religión quizá tengan su exponente más conocido en la mitología griega. La diosa Deméter y su hija Perséfone son ese modelo.
Hoy escribe Eugenio Gómez Segura.


029. Maternidad, agricultura y religión (5): Deméter.
Estatuillas de Deméter. Museo de Siracusa. Fotografía del autor.

La divinidad que legó el cereal a la humanidad, según los antiguos griegos, fue Deméter. Diosa de la tierra como terreno agrícola y esposa de Zeus dios de la lluvia (indispensable para la agricultura), Deméter es, además, un modelo de maternidad para la figura social de la hija.

El mito cuenta que Deméter concibió de su unión con Zeus a Perséfone (hay otra versión que la hace hija de Éstige). Destaca de toda esta historia el conocido rapto de Perséfone por parte de Hades-Pluto, rey de la zona inferior a la superficie terrestre. En realidad, este rapto no es otra cosa que un matrimonio, tal como ilustran otros mitos (hijas de Leucipo, rapto de las Sabinas, etc.). Así pues, el mito puede interpretarse como una metafórica descripción de la desconsoladora interrupción de relaciones entre una madre y una hija cuando esta última se casa y abandona el hogar familiar para crear el suyo propio.

Deméter recorrió el mundo buscando a su hija perdida, raptada (casada) con Hades y, por tanto, habitando ya en otra casa, la inferior. Su padre, dios de la lluvia, su madre, diosa de la agricultura, y Perséfone ya habitando el mundo inferior forman una tríada que sirve para entender perfectamente la escala de interpretación antigua de la geografía religiosa básica.
En realidad, el concepto mundo estaría dividido en tres zonas: la aérea, la superficie en la que se mueve la humanidad y un mundo inferior. Las montañas, los árboles, las grandes piedras (las edificaciones, erecciones de monumentos megalíticos), serían lugares de la superficie terrestre que permitirían acercarse al mundo aéreo. Las cuevas, los volcanes, los pozos, las simas (escalas descendentes, piscinas, pozos), serían brechas en la superficie que permitirían conectar con el inframundo. En estos puntos geográficos concretos (las construcciones y fenómenos naturales descritos) la humanidad habría encontrado vías de comunicación y de unión con los seres superiores e inferiores que, en cualquier caso, son concebidos como más poderosos que la humanidad.

Esta división de la geografía religiosa permite identificar fácilmente los lugares que tradicionalmente han sido sede de cultos y comprender la idea básica de comunicación que preside buena parte de las ceremonias religiosas. En el caso de Deméter, su reino es la superficie terrestre, lugar que habitan las plantas, terreno en que afloran los cereales que sustentan la mayor parte de la economía agrícola. No es exactamente su dominio la profundidad del suelo, cosa que queda en manos de Hades, sino, insisto, la superficie, donde se manifiesta la comunicación entre lo que surge de lo inferior y por naturaleza tiende a lo superior: la planta. Cada planta puede, así, entenderse como un eje comunicativo entre las tres partes del mundo, y cada planta, especialmente las explotadas en la agricultura, son una bendición cósmica, una bendición que ordena el mundo.

Perséfone, por otra parte, se convierte en la potenciadora desde lo subterráneo de la comunicación con lo aéreo, sirve para enlazar con Zeus y dar sentido a la vida. Si Zeus es el padre de hombres y dioses según Homero, Deméter es la madre de la civilización, de la vida ordenada alrededor de las labores agrícolas, por lo tanto, de la cultura (palabra formadora del término agricultura). Y Perséfone, señora de las semillas y raíces de los cereales, transmite la riqueza del subsuelo a la superficie que pisa la humanidad.

Saludos cordiales.
 
Domingo, 27 de Septiembre 2020
Martin Seidel autor de un libro revolucionario que se adelante a la crítica del Nuevo Testamento de Hermann Samuel Reimarus Segunda y última  parte  (24-09-2020.- 1141)
Hoy escribe Francisco Socas
 
 
El posterior éxito del cristianismo se debe a que era una religión racional y moralmente superior al paganismo y a factores políticos. Las conversiones en masa ocurren siempre a impulsos de un rey o emperador poderoso que impone el cristianismo a la nobleza y ésta a su vez lo impone a sus súbditos; nunca por una virtud milagrosa de la palabra.
 
Como complemento a la crítica de este relato fundamentador que va de Abraham hasta Pablo de Tarso, en secciones intercaladas Seidel defiende su interpretación basada en el recto sentido de los originales del Antiguo Testamento, ofreciendo una relación de testimonios que ponderan la autoridad y el valor del texto hebreo sobre cualquier versión (aquí Josefo, Filón, Justino, Jerónimo y Agustín).
 
El argumento papístico de la infalibilidad, que podría tranquilizarnos respecto a todo problema interpretativo de las Escrituras, no es válido, porque la iglesia de Dios puede apartarse del buen camino tal como lo hizo con frecuencia el pueblo escogido de Israel. Aduce luego una serie de pasajes del Antiguo Testamento que, por el afán cristiano de hacerlos pasar por pruebas de las doctrinas propias, han sido invariablemente mal traducidos. Y establece un dictamen terminante: “Que aprendan, pues, la lengua hebrea quienes quieran saber la verdad de los textos hebreos, no sea que tomen por falso lo verdadero”.
 
La sección que lleva el largo título de Naturalis, vera, divina, antiquissima, certissima et perfectissima doctrina de Deo et voluntate eius (“Doctrina natural, verdadera, divina, cierta y perfectísima acerca de Dios y su voluntad”) propone, como hemos apuntado, un credo escueto y sencillo (hay un Dios creador que premia y castiga) y una propuesta moral (adorar a Dios y cumplir el Decálogo). Y es que el Decálogo mosaico equivale a la ley natural, inculcada por Dios en las mentes.
 
El carácter subsidiario del orden político instaurado por Moisés caduca cuando todos los pueblos aceptan esa ley natural y la incorporan. Sobran los menudos preceptos y ceremonias de las religiones positivas. Seidel propone una religión sin rito iniciático, -ni bautismo ni circuncisión-, y mantiene el domingo como día de descanso. El culto semanal se limita a una asamblea donde tiene lugar una invocación a la divinidad (precatio) y a una exhortación moral (contio), todo ello dirigido por particulares, pues hay que evitar la formación de un clero.
 
Quedan todavía algunos epígrafes que parecen notas destinadas a completar la obra, abordando los temas de la razón y el pecado original. Seidel hace una defensa del racionalismo sin fisuras. Si se da algún crédito a las palabras del Antiguo Testamento es porque el Decálogo concuerda con la razón y constituye una revelación muy antigua. En cambio, las fábulas del Nuevo Testamento, urdidas para probar que Jesús es el Mesías no valen ni se corroboran con los milagros de Jesús, pues no se documentan en ninguna otra fuente contemporánea no-cristiana.
 
La razón humana no está corrompida, como pretenden los teólogos cristianos. Dios es la luz de nuestro entendimiento, que se pervierte cuando se deja influir por las costumbres y el entorno, no porque sea inservible o corrupto. Los cristianos hacen trampa: apelan a la razón para reforzar conceptos evidentes como la unidad o eternidad de Dios y reniegan de ella a la hora a abordar dogmas absurdos como el Dios trino o el pecado original. En ello proceden, dice, como quien, teniendo moneda auténtica y legal, la muestra a la luz del día y guarda luego la moneda falsa para hacerla correr por sitios oscuros.
 
Cuando aborda la cuestión del pecado original, base de toda la historia cristiana de caída y redención, objeta de entrada que “si el hombre transmite a su prole el pecado que le viene de Adán (quod habet ab Adam), con más razón le trasmitirá sus propios pecados”. En relación al castigo del pecado rechaza de plano el consabido argumento en favor de las penas eternas, que dice que la responsabilidad de la culpa se mide por la categoría del ofendido. No es así, hay que considerar no tanto el rango del ofendido como la propia dimensión de la ofensa, "pues es más grave pecado”, dice textualmente, “matar a un porquero (subulcum) que no descubrirse la cabeza (aperire caput) en presencia de un rey". Estas últimas palabras del tratado, demoliendo una de los pretendidos pilares racionales del Infierno y sus terrores, permiten incluso una lectura política.
 
Frente al antirracionalismo y el fatalismo moral, que Lutero acentúa en contra de la actitud más instrumental y condescendiente de la tradición católica y escolástica, Seidel muestra una confianza completa en la razón, que es la única facultad que permite al hombre discernir las falsas creencias de las verdaderas y a la vez controlar sus pulsiones desordenadas. Y es que estas no derivan de un pecado original o una naturaleza esencialmente corrupta, sino, a lo más, de una destemplanza humoral (dyscrasia) heredada de los progenitores.
 
En la historia de los debates religiosos e ideológicos de la Europa moderna Seidel es el primer deísta con nombre propio.  Esta edición ha querido dar a conocer su figura y su obra, que en siglos pasados actuó sobre el pensamiento de muy pocos por vía manuscrita y clandestina. Los editores, Francisco Socas (redactor de esta reseña) y Pablo Toribio, han trabajado con la sensación de reparar una vieja injusticia.
 
Saludos cordiales de Francisco Socas
 
 
Viernes, 25 de Septiembre 2020
Un libro revolucionario que se adelante a la crítica del Nuevo Testamento de Hermann Samuel Reimarus (24-09-2020.- 1140)
Hoy escribe Francisco Socas
 
En los estudios sobre la historia de la investigación del Nuevo Testamento y del origen de la religión cristiana se ha defendido siempre –desde Albert Schweitzer, en su obra “Historia de la investigación sobre la vida de Jesús”, escrita en los albores del siglo XX– que la investigación crítica sobre la vida del Jesús histórico comenzaba con Reimarus y que floreció al principio solo en suelo alemán. Pero esta afirmación no es verdadera porque siglo y medio antes Martin Seidel un polaco-alemán, de Silesia, había hecho ya afirmaciones muy parecidas y a veces con mejor fundamentación filológico-crítica que el mismo Reimarus.
 
Es una gran suerte que uno de los dos editores de la obra de Seidel, en versión bilingüe (original latino / español) nos haya hecho totalmente accesible esta obra (“Origen y fundamentos de la fe cristiana) y que haya tenido la gran amabilidad de presentarla en este medio como una primicia de alto interés en los estudios de los orígenes del cristianismo. Desde aquí quiero agradecer a Paco Socas esta publicación, que dividiré en dos partes.
 
He aquí la ficha del libro
 
F. Socas y P. Toribio (eds.), Martin Seidel. Origo et fundamenta religionis christianae. Un tratado clandestino del siglo XVII, Madrid, CSIC, 2017, 291 pp.
 
    Arrancando desde los humanistas, el siglo XVI ofrece ya toda una pléyade de editores, traductores y comentaristas que no se permiten una mirada ingenua sobre la Biblia. Tras el impacto de Lutero, la fragmentación de las iglesias impone una fuerte tensión en sus doctores cuando discuten y examinan las Escrituras. El irenismo, el afán por una posición pacífica, y la cautela de un Erasmo no detendrá ni a los intérpretes fideístas ni a los racionalistas que siguen en sus empeños.
 
Tras Lutero y Erasmo, Martin Seidel surge como un crítico radical de la religión cristiana, alguien que lee de otro modo los textos, reduce el cristianismo a una construcción imaginaria y propugna como alternativa un credo y un culto de extrema sencillez. Su obra circuló en copas manuscritas dentro de lo que se ha venido a llamar la literatura clandestina, cara oculta de las Luces y un fenómeno apenas estudiado hasta el último tercio del siglo XX. Ahora por vez primera este libro ofrece una edición crítica del tratado de Seidel, acompañada de traducción, estudio preliminar y aparato de notas e índices.
 
 Es poco lo que sabemos de la vida Martin Seidel. Nacido en la ciudad Ohlau de Silesia (hoy llamada Oława y perteneciente a Polonia), estudió en Heidelberg donde se matriculó el 4 de mayo de 1564, fecha que nos permite situar su nacimiento en torno al año 1545. Las sanciones académicas que se le imponen nos hacen ver que sostuvo y difundió muy pronto opiniones heterodoxas. En 1584, desde Lublin, dirige una carta a la asamblea de los Hermanos Polacos de Cracovia, conocidos también como antitrinitarios, unitarios o socinianos, seguidores de Lelio y Fausto Sozzini (Socino en su castellanización). En ella les pide hospitalidad y un empleo, dejando ver que durante años había intentado sin éxito difundir sus propuestas religiosas entre los alemanes, con peligro de la propia vida, y que se acerca a ellos, “porque os habéis acercado a la verdad más que todas las otras sectas” (recuérdese que los socinianos afirmaban la exclusiva naturaleza humana de Jesús, si bien lo reconocían como Mesías exaltado por Dios).
 
Fausto Sozzini le oyó con respeto, pero su doctrina resultaba espantosa para la comunidad que presidía. En carta posterior Seidel los da por perdidos: “vosotros, al igual que los demás cristianos, no oís con gusto cuando alguien diserta sobre los fundamentos de la religión cristiana, no quiero molestaros”. Frustrado en sus intentos, regresa a su patria y se oscurece voluntariamente llevando una vida apartada como maestro de escuela. Esta retirada nos escamoteó para siempre tal vez la fecha de su muerte.
 
 Siendo Martin Seidel un buen conocedor del griego, el hebreo, el latín, más que el estudio de la documentación histórica pagana y cristiana, es el examen desprejuiciado de las Escrituras el que le lleva a convertirse, como dice uno de sus primeros lectores en “un individuo de opiniones monstruosas y más que herético”. Porque no eran simples cambios o reinterpretaciones del cristianismo lo que proponía el escrito que compuso y divulgó con el título de Origo et fundamenta religionis christianae (“Origen y fundamentos de la religión cristiana”. Era, como hemos dicho, su rechazo y suplantación por otro tipo de religión. Repasemos su contenido.
 
El tratado presenta dos partes claramente diferenciadas. La primera, a la que corresponde propiamente el título general, se propone destruir los cimientos del cristianismo atacando sus principios bíblicos e históricos; la segunda, mucho más breve, constituye la parte constructiva, en la que diseña una nueva religión basada en la razón.
 
En el arranque de la obra hace un minucioso análisis de textos veterotestamentarios que giran en torno a la idea de la descendencia y el reino prometidos por Dios a Abrahán y David. Luego pasa a bosquejar la historia del pueblo judío posterior a la cautividad de Babilonia hasta llegar a la dominación romana y la aparición de Jesús. Pese a la interrupción de la línea sucesoria de David, -nos relata-, Jesús habría sido visto por los suyos como rey mesías y ajusticiado por las autoridades romanas como un sedicioso más entre muchos otros que surgieron por entonces. Ante su fracaso, los discípulos imaginaron apariciones e idearon un reino celestial.
 
La intrusión de Pablo de Tarso, Pablo, “un poquito más instruido que aquellos pescadores” provocó la ruptura con la sinagoga, siendo él quien “dio la forma última a la religión cristiana” (Christianam religionem... absolvit). Sin embargo, las creencias de Pablo habrían quedado lejos de ulteriores desarrollos dogmáticos. Del examen de sus cartas se desprende que nunca igualó a Jesús con Dios, pues sobreentendía la inferioridad y la subordinación de Cristo con respecto al Padre.
 
El texto de Seidel sigue con un esbozo sobre la evolución del dogma desde los tiempos apostólicos hasta el Concilio de Nicea. Ahí pone de relieve que ciertos Padres de la Iglesia  preniceanos como Orígenes, Tertuliano, Cipriano o Lactancio mantenían concepciones sobre la naturaleza y rango de Jesús que los cristianos posteriores considerarían heréticas.
 
Al negar el entronque del cristianismo con las profecías hebreas y derribadas las bases del dogma del hombre-dios, pasa revista a otras doctrinas: la Trinidad, choca con el testimonio de Moisés y los profetas, y con la razón. El pecado de los primeros padres y la encarnación redentora del Logos es una pura invención. Su concepción virginal se apoya en el conocido pasaje de Isaías mal traducido al griego.  El sacrificio de Cristo no está prefigurado por el sacrificio judío, que no siempre era sangriento ni purificatorio. Las pruebas extraídas del dudoso libro de Daniel no son válidas para apuntalar la fe cristiana, porque a la postre Daniel profetiza un reino terrenal y meramente judío. Los milagros de Cristo no demuestran su doctrina, pues la propia Escritura rechaza el milagro como prueba de verdad.
 
Todo esto da pie para abordar la condición de los cuatro evangelios: Juan es en realidad un autor griego tardío, que se ve que está interesado en refutar herejías posteriores a los tiempos apostólicos. El evangelio de Mateo es acaso el más cercano a la verdad de los acontecimientos y más fiel a las doctrinas judías. Seidel niega que el enfrentamiento de Jesús con los fariseos fuera radical, al tiempo que justifica la política apaciguadora de los principes populi (“los jefes del pueblo judío”) frente al poder de Roma, a la que Jesús se enfrenta, perdiendo la vida en el empeño.
 
Seguirá.
 
Saludos cordiales de Francisco Socas
 
 
Jueves, 24 de Septiembre 2020

Notas

Job y Edipo (17-09-2020.- 05)
Hoy escriben Sofya Gevorkyan & Carlos A. Segovia
 
 
Foto: El paciente Job



 
Muy probablemente, lo que el autor del libro de Job se propuso fue discutir la idea de que las «buenas obras» son «recompensadas» por Dios, tal y como Paolo Sacchi defiende en su excelente Historia del judaísmo en la época del Segundo Templo. En el cristianismo, en cambio, Job pasará a ser un ejemplo —o, más bien, el ejemplo por antonomasia— de la «paciencia» que todo creyente debe cultivar ante los designios inescrutables de Dios, y, en última instancia, de «resignación» ante la voluntad divina. Frente a ello, Edipo se perfila como una figura incómoda, o bien abiertamente absurda: como muestra de la «fatalidad» pagana, que transforma a los hombres en algo así como marionetas de unos dioses caprichosos. Edipo, sin embargo, es algo más y muy distinto.
 
***
 
«Cuando Edipo habla, a veces dice algo diferente o incluso lo contrario de lo que cree que está diciendo», observan Jean-Pierre Vernant y Pierre Vidal-Naquet en su obra Mito y tragedia en la Antigua Grecia. Sin embargo, «la ambigüedad de lo que dice no refleja una duplicidad en su carácter, que es perfectamente consistente, sino, más profundamente, la dualidad de su ser. Edipo es doble. Él mismo es un acertijo cuyo significado únicamente logra adivinar cuando descubre que es en todos los aspectos lo opuesto de lo que era y parecía ser».
 
 
         Por otra parte, una tras otra, son varias las personas que tratan de disuadirlo de hacer lo que hace. En vano. «Él sigue adelante. Y al final del camino que él, a pesar y en contra de todos, ha seguido, encuentra que aunque él fue desde el primer momento quien movió los hilos, es él quien ha sido engañado de principio a fin». Pero «en el momento en que Edipo reconoce su propia responsabilidad ante sus desgracias, que ha forjado con sus propias manos, acusa a los dioses de haberlo preparado y hecho todo». Un protesta injusta, aunque es cierto que «los dioses [que] conocen y dicen la verdad la manifiestan formulándola en palabras que a los hombres les parecen decir algo muy diferente».
 
 
         Así pues, «dos tipos distintos de discurso, el humano y el divino, se entrelazan y entran en conflicto. Al principio son bastante diferentes y están separados entre sí; al final del drama, cuando todo se revela, el discurso humano se pone de cabeza y se transforma en su propio opuesto. Los dos tipos de discurso se vuelven uno y el enigma se resuelve. Sentados en las laderas escalonadas del teatro, los espectadores ocupan una posición privilegiada que les permite, como los dioses, escuchar y comprender a la vez esos dos tipos de discursos opuestos el uno al otro, siguiendo el conflicto entre ellos de principio a fin».
 
 
         Vernant y Vidal-Naquet nos proporcionan aquí una pista importante para comprender el Edipo Rey de Sófocles. Quizá ninguna otra tragedia griega ha llevado la lógica de la inversión (lo que Aristóteles llama περιπέτεια, «peripecia», literalmente «girar», «cambiar») tan lejos como el Edipo Rey de Sófocles. Inversión dionisíaca, ya que Dioniso, a quien se dedicaron todas las tragedias de la antigua Grecia, es el dios que cuestiona y subvierte los límites del mundo.
 
 
         Varias pruebas adicionales son igualmente elocuentes en este sentido: Edipo, que, como cualquier hijo, uno esperaría que dará en cuidar a sus padres, termina matando a su padre y acostándose con su madre. Si bien es recibido en Corinto como hijo de la fortuna, termina sus días como un maldito. A pesar de haber acudido al santuario de Apolo para adquirir conocimiento, no acumula más que ignorancia. En Tebas sabemos que es responsable de una plaga que devasta a sus súbditos, a quienes no puede proteger como debería hacerlo un rey. Y una vez rey, termina sus días como mendigo. Por último, el hecho de que Edipo se saque los ojos al final de la obra no solo debe verse como un castigo autoinfligido, sino que debe relacionarse, de nuevo, con la relación inversamente proporcional entre conocimiento e ignorancia que impregna esta admirable tragedia, porque si visión y conocimiento están íntimamente conectados en la antigua Grecia, la ceguera simboliza su opuesto.
 
 
         ¿Cómo y por qué queremos saber, es decir, cómo abordamos el conocimiento? ¿De qué sirve saber si uno no logra saber cuándo es necesario? Y, por último, ¿puede el conocimiento ser o convertirse en una arma de doble filo? Acaso por encima de cualquier otra cosa, el Edipo Rey de Sófocles formula y explora estas preguntas. Y lo hace de la manera más perturbadora imaginable.
 
 
         También parece estar en juego aquí una especie de inversión filosófica. Tiresias, el adivino, afirma lacónicamente: «Lo que no se conoce no es. Lo que se conoce, es». Estamos tentados a tomarlo como un juego de palabras con la ecuación de Parménides ser = pensar (= saber), en el sentido de que lo que no se conoce en un sentido no ser, pero puede aun así tener efectos bien tangibles en nuestras vidas, mientras que una vez que se conoce, puede resultar inútil, como inútil es aquello que no es.
 
         En cualquier caso, una interpretación existencialista del Edipo Rey de Sófocles sería engañosa. Pasolini lo ve muy bien cuando le dice decir a la Pitonisa (la sacerdotisa de Apolo en Delfos que entrega el oráculo a Edipo): «Matarás a tu padre y te casarás con tu madre. Ése es tu destino» (el subrayado es nuestro), mientras que le hace decir a la Esfinge en Tebas, cuando ésta se enfrenta a Edipo: «La oscuridad a la que quieres devolverme está dentro de ti» (el subrayado es nuestro también en este caso).
 
 
         De hecho Edipo, después de recibir el oráculo de labios de la Pitonisa, podría haber evitado matar a hombres mayores que él; y podría haber evitado acostarse también con mujeres mayores que él. Pero no lo hizo. Llevado por el miedo, Edipo trata de escapar a su destino en lugar de reflexionar sobre las palabras del oráculo, sobre lo que pueden implicar y lo que no. Dado que las cosas son siempre frágiles, el miedo a que puedan salir mal es necesario, pues que de lo contrario uno no cuidaría de ellas; pero un exceso de miedo le incapacita a uno para ocuparse de las cosas como es debido: cegado por el miedo, uno en vano se intenta eludir lo que, actuando así, se contribuye finalmente a precipitar.
 
 
         Por lo tanto, podemos deducir que el Edipo Rey de Sófocles nada ha de ver con la predestinación, ni con la arbitrariedad de los dioses paganos, no con la miseria humana. Los griegos no estaban interesados en la lógica de la providencia, ni en su reverso, que son temas cristianos posteriores, así como como también el pecado, la condenación, etc. La tragedia ática tenía como objetivo, ante todo, educar, y Edipo Rey no es una excepción a esto. Y la educación del hombre no puede consistir tampoco en actuar con resignación y paciencia, por más que esta última pueda ser recomendable en muchas situaciones. Pretender lo contrario sería como admitir de antemano nuestra derrota ante lo que mucho y variado que podemos aprender de las cosas.
 
 
         ¿Qué debemos saber? ¿Cómo y por qué queremos saberlo? ¿De qué nos sirve saber si no llegamos a saber algo cuando necesitamos saberlo? ¿Cómo podemos conocernos a nosotros mismos? ¿Puede el conocimiento estar marcado por la duplicidad? Esto es lo que Sófocles nos pide que pensemos. Como dice Heidegger, «la nobleza de cualquier palabra», y añadámoslo entonces también, de cualquier obra literaria, «se mide en términos de lo que ella puede aún decirnos»; esto es, en términos de lo que todavía puede darnos a pensar.
 
         (Más en http://polymorph.blog)
 
         Saludos cordiales
 
Jueves, 17 de Septiembre 2020
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Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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