Hoy escribe Gonzalo del Cerro
Hecho XII (cc. 139-149): Vazán, el hijo del rey Misdeo
Misdeo tenía un hijo, de nombre Vazán, no muy bien valorado por su padre, que abrigaba serias dudas sobre su hombría. Se acercó a los soldados y les pidió que le entregaran al prisionero. Vazán expresó a Tomás el deseo de conocer a ese Dios de que hablaba. Tomás le tomó la palabra y le brindó la primera lección sobre su doctrina y su Dios. Reconocía en Vazán al hijo del rey Misdeo, mientras él se confesaba siervo de Jesucristo.
Misdeo era un rey temporal, Jesucristo era un rey eterno. Vazán se gloriaba en la riqueza, Judas Tomás se gloriaba en la pobreza. Vazán buscaba refugio en hombres semejantes a él, Tomás se refugiaba en Dios, salvador de reyes y príncipes. Si quería convertirse en siervo de Dios, tenía que vivir en santidad y en la comunión con el Dios que Tomás predicaba. Debía practicar las virtudes con especial referencia a la sencillez.
El joven hijo del rey buscaba la manera de liberar al prisionero cuando llegó el rey. Ordenó que llevaran a Tomás al tribunal para interrogarle. Tomás se autoproclamó como un simple hombre que realizaba obras maravillosas por el poder de Jesucristo. A las amenazas del rey respondió Tomás diciendo que nada podría contra el poder de Dios que lo protegía. Irritado el rey, mandó preparar unas planchas de metal incandescentes sobre las que ordenó a los soldados que colocaran a Tomás. Pero cuando quisieron dar cumplimiento a las órdenes del rey, brotó de repente agua abundante debajo de las planchas, que se hundieron de modo que los que las portaban escaparon huyendo. Al ver la cantidad de agua que manaba, se asustó el rey y suplicó a Tomás que rogara a su Dios para que lo salvara de una muerte miserable. Así lo hizo con tanta eficacia que en pocos instantes desapareció el agua. El rey ordenó que llevaran al prisionero a la cárcel mientras reflexionaba cómo tenía que actuar (c. 141,3).
Judas Tomás fue conducido a la cárcel, seguido por todos sus amigos, entre ellos, por Vazán y Sifor con su mujer y su hija. Sus acompañantes tomaron asiento mientras Tomás pronunciaba una alocución con timbres de despedida. Como en otros pasajes de estos Hechos, el tono de las palabras del apóstol en la cárcel es de carácter retórico. Se dirige al “Redentor de su alma” con una serie de expresiones de atención como es el término griego idoú (“he aquí”, “mira”, “escucha”), repetido hasta quince veces. Insiste en el concepto de oposición entre la situación presente y la que le espera en su inminente entrada en el reino de los cielos. De la servidumbre accede a la libertad, de la tristeza a la alegría, de la lucha a la paz, de la muerte a la vida, de la esperanza al cumplimiento (c. 142).
Pensaban los presentes que el apóstol iba a dejar la vida, pero continuó con su alocución de despedida trazando un perfil de la personalidad de su Maestro con tintes gnósticos. Él es el médico, Señor y juez de la naturaleza, “el unigénito del Abismo”, el hijo de María, considerado como hijo de José el carpintero, el que ha vencido a los arcontes y a la muerte. Intercala en su alocución una larga plegaria, iniciada por el texto del Padrenuestro, en el que falta la petición del “pan de cada día”, añadida por la versión siríaca. Añade la expresión que pronunció en el encuentro con Jesús después de la resurrección: “¡Señor mío y Dios mío!” (c. 144,2). Menciona con cierto orgullo que vivió apartado de mujer para que se mantuviera limpio aquello de lo que Jesús tenía necesidad.
Era el momento de dar a Dios gracias por todos los favores que había concedido a los suyos. Alude a la revelación especial que le manifestó hasta el punto que de pobre fue colmado por Dios con la verdadera riqueza. Expresaba su convencimiento de haber cumplido su misión. Para ello, recordaba gestos de la historia bíblica. Había plantado una viña que resultó fecunda, depositó en el banco el dinero que se le encomendó, acudió con presteza al banquete al que se le invitó, su lámpara nunca estuvo falta de aceite, vigiló su casa para que no la perforaran los ladrones, nunca volvió la vista atrás mientras apoyaba su mano en el arado, vació sus graneros para poder llenarlos con los tesoros celestiales, buscó y encontró la fuente que nunca se seca, al interior lo hizo exterior y al exterior interior (Cf. EvTom 22). Ha llegado la hora de recibir la recompensa merecida. Después de recordar la alegría y la paz con las que ha vencido a sus enemigos la luz que Dios ha hecho habitar en él, termina su larga plegaria diciendo: “Quédate conmigo hasta que llegue y te reciba por los siglos de los siglos” (c. 149,2).
(Lámpara encendida)
Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Hecho XII (cc. 139-149): Vazán, el hijo del rey Misdeo
Misdeo tenía un hijo, de nombre Vazán, no muy bien valorado por su padre, que abrigaba serias dudas sobre su hombría. Se acercó a los soldados y les pidió que le entregaran al prisionero. Vazán expresó a Tomás el deseo de conocer a ese Dios de que hablaba. Tomás le tomó la palabra y le brindó la primera lección sobre su doctrina y su Dios. Reconocía en Vazán al hijo del rey Misdeo, mientras él se confesaba siervo de Jesucristo.
Misdeo era un rey temporal, Jesucristo era un rey eterno. Vazán se gloriaba en la riqueza, Judas Tomás se gloriaba en la pobreza. Vazán buscaba refugio en hombres semejantes a él, Tomás se refugiaba en Dios, salvador de reyes y príncipes. Si quería convertirse en siervo de Dios, tenía que vivir en santidad y en la comunión con el Dios que Tomás predicaba. Debía practicar las virtudes con especial referencia a la sencillez.
El joven hijo del rey buscaba la manera de liberar al prisionero cuando llegó el rey. Ordenó que llevaran a Tomás al tribunal para interrogarle. Tomás se autoproclamó como un simple hombre que realizaba obras maravillosas por el poder de Jesucristo. A las amenazas del rey respondió Tomás diciendo que nada podría contra el poder de Dios que lo protegía. Irritado el rey, mandó preparar unas planchas de metal incandescentes sobre las que ordenó a los soldados que colocaran a Tomás. Pero cuando quisieron dar cumplimiento a las órdenes del rey, brotó de repente agua abundante debajo de las planchas, que se hundieron de modo que los que las portaban escaparon huyendo. Al ver la cantidad de agua que manaba, se asustó el rey y suplicó a Tomás que rogara a su Dios para que lo salvara de una muerte miserable. Así lo hizo con tanta eficacia que en pocos instantes desapareció el agua. El rey ordenó que llevaran al prisionero a la cárcel mientras reflexionaba cómo tenía que actuar (c. 141,3).
Judas Tomás fue conducido a la cárcel, seguido por todos sus amigos, entre ellos, por Vazán y Sifor con su mujer y su hija. Sus acompañantes tomaron asiento mientras Tomás pronunciaba una alocución con timbres de despedida. Como en otros pasajes de estos Hechos, el tono de las palabras del apóstol en la cárcel es de carácter retórico. Se dirige al “Redentor de su alma” con una serie de expresiones de atención como es el término griego idoú (“he aquí”, “mira”, “escucha”), repetido hasta quince veces. Insiste en el concepto de oposición entre la situación presente y la que le espera en su inminente entrada en el reino de los cielos. De la servidumbre accede a la libertad, de la tristeza a la alegría, de la lucha a la paz, de la muerte a la vida, de la esperanza al cumplimiento (c. 142).
Pensaban los presentes que el apóstol iba a dejar la vida, pero continuó con su alocución de despedida trazando un perfil de la personalidad de su Maestro con tintes gnósticos. Él es el médico, Señor y juez de la naturaleza, “el unigénito del Abismo”, el hijo de María, considerado como hijo de José el carpintero, el que ha vencido a los arcontes y a la muerte. Intercala en su alocución una larga plegaria, iniciada por el texto del Padrenuestro, en el que falta la petición del “pan de cada día”, añadida por la versión siríaca. Añade la expresión que pronunció en el encuentro con Jesús después de la resurrección: “¡Señor mío y Dios mío!” (c. 144,2). Menciona con cierto orgullo que vivió apartado de mujer para que se mantuviera limpio aquello de lo que Jesús tenía necesidad.
Era el momento de dar a Dios gracias por todos los favores que había concedido a los suyos. Alude a la revelación especial que le manifestó hasta el punto que de pobre fue colmado por Dios con la verdadera riqueza. Expresaba su convencimiento de haber cumplido su misión. Para ello, recordaba gestos de la historia bíblica. Había plantado una viña que resultó fecunda, depositó en el banco el dinero que se le encomendó, acudió con presteza al banquete al que se le invitó, su lámpara nunca estuvo falta de aceite, vigiló su casa para que no la perforaran los ladrones, nunca volvió la vista atrás mientras apoyaba su mano en el arado, vació sus graneros para poder llenarlos con los tesoros celestiales, buscó y encontró la fuente que nunca se seca, al interior lo hizo exterior y al exterior interior (Cf. EvTom 22). Ha llegado la hora de recibir la recompensa merecida. Después de recordar la alegría y la paz con las que ha vencido a sus enemigos la luz que Dios ha hecho habitar en él, termina su larga plegaria diciendo: “Quédate conmigo hasta que llegue y te reciba por los siglos de los siglos” (c. 149,2).
(Lámpara encendida)
Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro