Hoy escribe Gonzalo del Cerro
Martirio de Felipe y Bartolomé
El procónsul ordenó que dieran tormento y azotaran con cueros crudos a Felipe, a Bartolomé y a Mariamne. Mandó después que los ataran por los pies y los arrastraran por las calles y plazas de la ciudad. Todos se admiraban viendo con qué paciencia soportaban tan inhumana violencia. Fueron luego encerrados en el templo de la Víbora mientras el procónsul deliberaba con qué muerte acabaría con su vida.
Se congregaron allí los sacerdotes de la Víbora y una multitud de unos siete mil hombres. Fueron al procónsul a pedir que los castigara porque habían causado graves daños a la ciudad. Habían matado a las serpientes y cerrado su templo, habían hecho desaparecer el vino de la Víbora y engañaban al pueblo diciendo que se debía vivir en castidad. Son tan magos, decían, que ni siquiera los dragones podían con ellos.
Cuando el procónsul oyó tales cosas, se encendió aún más en cólera. Pero contaba a los sacerdotes la forma extraña del comportamiento de su mujer, que estaba siempre hablando de un tal Jesús, al que llamaba su luz verdadera. Él mismo había tratado de ver a ese Jesús, pero estuvo a punto de quedar ciego por el resplandor que le salía al paso. Los sacerdotes referían cómo cuando fueron encerrados aquellos extranjeros, se pusieron a rezar de manera que no sólo se conmovió el templo, sino que estuvo a punto de venirse abajo.
El procónsul hizo que sacaran del templo a Felipe y a los que con él estaban, y los condujeran al tribunal. Mandó que los desnudaran para intentar descubrir el misterio de su magia. Desnudaron, pues, a Felipe y a Bartolomé. Pero cuando los siervos quisieron desnudar a Mariamne, apareció una nube de fuego que cubrió la desnudez de la santa e hizo huir a todos presa del terror. Colgaron, pues, a Felipe y le perforaron los tobillos; luego, lo colgaron cabeza abajo delante del templo. Colocaron a Bartolomé delante de Felipe y le clavaron las manos en el muro del templo de la Víbora. Felipe y Bartolomé aparecían sonrientes en sus patíbulos y hablaban entre sí en hebreo.
Llegada del apóstol Juan
Fue entonces cuando llegó por allí el apóstol Juan para llevarles consuelo. Venía disfrazado de conciudadano, pero preguntando por la identidad de los colgados. Aunque sorprendidos de que un paisano preguntara por los extranjeros, le respondieron que eran los que habían cerrado los templos, matado a las serpientes, habían incluso resucitado a muchos muertos y querían hacer bajar fuego del cielo para consumir la ciudad con sus habitantes. Llevaron a Juan al lugar donde se encontraba Felipe, que dio la noticia a Bartolomé hablándole en hebreo. Juan les pronunció un augurio: “Que el misterio del que fue colgado entre el cielo y la tierra se cumpla con vosotros” (c. 129,2).
Juan dirigió luego a los ciudadanos de Ofiorima un reproche lleno de acusaciones de ignorancia y de ceguera. El dragón los había cegado de tres maneras: en el cuerpo, en el alma y en el espíritu. Por eso castigaban a aquellos hombres, porque les habían dicho que su enemigo era la serpiente. Se dieron cuenta entonces de que, al parecer, Juan era cómplice de los ajusticiados y le amenazaron con matarle, sacarle la sangre, mezclarla con vino y dársela a beber a la Víbora. Pero cuando los sacerdotes pretendieron arrestar a Juan, se les paralizaron las manos. Felipe debió de pensar hacer algo nada bueno, porque Juan hubo de recordarle una recomendación, recurrente por lo demás en los Hechos Apócrifos: “No debemos devolver mal por mal” (c. 131,2).
Transgresión de Felipe y su arrepentimiento
Felipe llegó entonces al límite de su paciencia y pretendió tomarse la venganza de sus verdugos. Las súplicas de Juan, Bartolomé y Mariamne no lograron apaciguar a Felipe, que pronunció una maldición en hebreo. Con ello provocó un cataclismo que hendió el abismo y absorbió todo el lugar donde se encontraban el procónsul, la multitud y los sacerdotes de la Víbora. Eran como unos siete mil hombres, sin contar las mujeres y los niños. El cataclismo había respetado también el lugar en el que se encontraban Estaquis, su familia, un grupo de mujeres fieles y cien vírgenes que vivían en castidad y estaban señaladas con el sello de Cristo.
El Señor se apareció a Felipe para reprender su intemperancia. Repetía con insistencia la máxima de no devolver mal por mal. A pesar de la actitud recalcitrante de Felipe, el Señor liberó a las víctimas de la ira de su apóstol, aunque en el abismo quedaron el procónsul y la Víbora. En cuanto a Felipe y su actitud, el Señor le prometió que los ángeles lo llevarían al paraíso, pero que tendría que esperar cuarenta días antes de entrar con los justos, detenido con la espada de fuego que custodiaba la entrada. Sería la forma de expiar su desobediencia a los mandatos del Señor. Algo así como un purgatorio provisional.
Los fieles trataron de liberar a Felipe del tormento. Pero el apóstol les disuadió, pues aquel suplicio debía ser para él su final en este mundo. Y continuó exhortando a los fieles desde el patíbulo. Hizo descolgar a Bartolomé, a quien ordenó construir una iglesia y consagrar obispo a Estaquis. Nicanora cuidaría del leopardo y del cabrito hasta que salieran de su cuerpo mortal. Entonces debían ser enterrados a las puertas de la iglesia. Después de dar instrucciones sobre su sepultura, Felipe hizo a Bartolomé y a los fieles una súplica diciendo: “Permaneced rezando por mí durante cuarenta días para que el Señor me perdone la transgresión que cometí al vengarme de los que me habían hecho mal” (c. 143,2).
Como su sangre goteaba sobre la tierra, advirtió a Bartolomé que de aquella sangre brotaría una vid que daría uvas. Debían tomar sus racimos y exprimirlos en el cáliz. Tres días después proclamarían el “amén” para que su ofrenda quedara consumada. En una oración postrera pidió Felipe al Señor una vez más perdón por la venganza que se tomó de sus enemigos, y que le costó cuarenta días de espera antes de entrar en la gloria. Éstas fueron sus últimas palabras: “Hazme, Señor, descansar en tu bienaventuranza, y así recibiré lo que prometiste a tus santos por todos los siglos. Amén” (c. 144,3). Dichas estas palabras, Felipe entregó su espíritu.
Bartolomé encomendó a Estaquis la tarea de bautizar a los que creyeran en la Trinidad y que ellos respondieran: “Amén”. Se apareció entonces el Salvador bajo la apariencia de Felipe, que les decía: “Para mí se ha abierto el paraíso y he entrado en la gloria de Jesús”. Bartolomé y Mariamne se despidieron de los hermanos, oraron por cada uno de ellos y se marcharon de la ciudad de Hierápolis. Bartolomé marchó a Licaonia mientras Mariamne se dirigió a la región del río Jordán. Estaquis y sus compañeros permanecieron en Hierápolis al cuidado de la iglesia de Cristo Jesús.
(San Felipe abrazado a su cruz)
Saludos cordiales, Gonzalo del Cerro
Martirio de Felipe y Bartolomé
El procónsul ordenó que dieran tormento y azotaran con cueros crudos a Felipe, a Bartolomé y a Mariamne. Mandó después que los ataran por los pies y los arrastraran por las calles y plazas de la ciudad. Todos se admiraban viendo con qué paciencia soportaban tan inhumana violencia. Fueron luego encerrados en el templo de la Víbora mientras el procónsul deliberaba con qué muerte acabaría con su vida.
Se congregaron allí los sacerdotes de la Víbora y una multitud de unos siete mil hombres. Fueron al procónsul a pedir que los castigara porque habían causado graves daños a la ciudad. Habían matado a las serpientes y cerrado su templo, habían hecho desaparecer el vino de la Víbora y engañaban al pueblo diciendo que se debía vivir en castidad. Son tan magos, decían, que ni siquiera los dragones podían con ellos.
Cuando el procónsul oyó tales cosas, se encendió aún más en cólera. Pero contaba a los sacerdotes la forma extraña del comportamiento de su mujer, que estaba siempre hablando de un tal Jesús, al que llamaba su luz verdadera. Él mismo había tratado de ver a ese Jesús, pero estuvo a punto de quedar ciego por el resplandor que le salía al paso. Los sacerdotes referían cómo cuando fueron encerrados aquellos extranjeros, se pusieron a rezar de manera que no sólo se conmovió el templo, sino que estuvo a punto de venirse abajo.
El procónsul hizo que sacaran del templo a Felipe y a los que con él estaban, y los condujeran al tribunal. Mandó que los desnudaran para intentar descubrir el misterio de su magia. Desnudaron, pues, a Felipe y a Bartolomé. Pero cuando los siervos quisieron desnudar a Mariamne, apareció una nube de fuego que cubrió la desnudez de la santa e hizo huir a todos presa del terror. Colgaron, pues, a Felipe y le perforaron los tobillos; luego, lo colgaron cabeza abajo delante del templo. Colocaron a Bartolomé delante de Felipe y le clavaron las manos en el muro del templo de la Víbora. Felipe y Bartolomé aparecían sonrientes en sus patíbulos y hablaban entre sí en hebreo.
Llegada del apóstol Juan
Fue entonces cuando llegó por allí el apóstol Juan para llevarles consuelo. Venía disfrazado de conciudadano, pero preguntando por la identidad de los colgados. Aunque sorprendidos de que un paisano preguntara por los extranjeros, le respondieron que eran los que habían cerrado los templos, matado a las serpientes, habían incluso resucitado a muchos muertos y querían hacer bajar fuego del cielo para consumir la ciudad con sus habitantes. Llevaron a Juan al lugar donde se encontraba Felipe, que dio la noticia a Bartolomé hablándole en hebreo. Juan les pronunció un augurio: “Que el misterio del que fue colgado entre el cielo y la tierra se cumpla con vosotros” (c. 129,2).
Juan dirigió luego a los ciudadanos de Ofiorima un reproche lleno de acusaciones de ignorancia y de ceguera. El dragón los había cegado de tres maneras: en el cuerpo, en el alma y en el espíritu. Por eso castigaban a aquellos hombres, porque les habían dicho que su enemigo era la serpiente. Se dieron cuenta entonces de que, al parecer, Juan era cómplice de los ajusticiados y le amenazaron con matarle, sacarle la sangre, mezclarla con vino y dársela a beber a la Víbora. Pero cuando los sacerdotes pretendieron arrestar a Juan, se les paralizaron las manos. Felipe debió de pensar hacer algo nada bueno, porque Juan hubo de recordarle una recomendación, recurrente por lo demás en los Hechos Apócrifos: “No debemos devolver mal por mal” (c. 131,2).
Transgresión de Felipe y su arrepentimiento
Felipe llegó entonces al límite de su paciencia y pretendió tomarse la venganza de sus verdugos. Las súplicas de Juan, Bartolomé y Mariamne no lograron apaciguar a Felipe, que pronunció una maldición en hebreo. Con ello provocó un cataclismo que hendió el abismo y absorbió todo el lugar donde se encontraban el procónsul, la multitud y los sacerdotes de la Víbora. Eran como unos siete mil hombres, sin contar las mujeres y los niños. El cataclismo había respetado también el lugar en el que se encontraban Estaquis, su familia, un grupo de mujeres fieles y cien vírgenes que vivían en castidad y estaban señaladas con el sello de Cristo.
El Señor se apareció a Felipe para reprender su intemperancia. Repetía con insistencia la máxima de no devolver mal por mal. A pesar de la actitud recalcitrante de Felipe, el Señor liberó a las víctimas de la ira de su apóstol, aunque en el abismo quedaron el procónsul y la Víbora. En cuanto a Felipe y su actitud, el Señor le prometió que los ángeles lo llevarían al paraíso, pero que tendría que esperar cuarenta días antes de entrar con los justos, detenido con la espada de fuego que custodiaba la entrada. Sería la forma de expiar su desobediencia a los mandatos del Señor. Algo así como un purgatorio provisional.
Los fieles trataron de liberar a Felipe del tormento. Pero el apóstol les disuadió, pues aquel suplicio debía ser para él su final en este mundo. Y continuó exhortando a los fieles desde el patíbulo. Hizo descolgar a Bartolomé, a quien ordenó construir una iglesia y consagrar obispo a Estaquis. Nicanora cuidaría del leopardo y del cabrito hasta que salieran de su cuerpo mortal. Entonces debían ser enterrados a las puertas de la iglesia. Después de dar instrucciones sobre su sepultura, Felipe hizo a Bartolomé y a los fieles una súplica diciendo: “Permaneced rezando por mí durante cuarenta días para que el Señor me perdone la transgresión que cometí al vengarme de los que me habían hecho mal” (c. 143,2).
Como su sangre goteaba sobre la tierra, advirtió a Bartolomé que de aquella sangre brotaría una vid que daría uvas. Debían tomar sus racimos y exprimirlos en el cáliz. Tres días después proclamarían el “amén” para que su ofrenda quedara consumada. En una oración postrera pidió Felipe al Señor una vez más perdón por la venganza que se tomó de sus enemigos, y que le costó cuarenta días de espera antes de entrar en la gloria. Éstas fueron sus últimas palabras: “Hazme, Señor, descansar en tu bienaventuranza, y así recibiré lo que prometiste a tus santos por todos los siglos. Amén” (c. 144,3). Dichas estas palabras, Felipe entregó su espíritu.
Bartolomé encomendó a Estaquis la tarea de bautizar a los que creyeran en la Trinidad y que ellos respondieran: “Amén”. Se apareció entonces el Salvador bajo la apariencia de Felipe, que les decía: “Para mí se ha abierto el paraíso y he entrado en la gloria de Jesús”. Bartolomé y Mariamne se despidieron de los hermanos, oraron por cada uno de ellos y se marcharon de la ciudad de Hierápolis. Bartolomé marchó a Licaonia mientras Mariamne se dirigió a la región del río Jordán. Estaquis y sus compañeros permanecieron en Hierápolis al cuidado de la iglesia de Cristo Jesús.
(San Felipe abrazado a su cruz)
Saludos cordiales, Gonzalo del Cerro