Hoy escribe Gonzalo del Cerro
Hecho I (cc. 1-I A 18): Salida de Galilea
Resurrección del hijo de la viuda
El apóstol Felipe era natural de Betsaida en la zona septentrional del lago de Galilea, como Pedro y Andrés. El relato de los HchFlp empieza precisamente con su salida de Galilea, ocasión en la que inició el curso de sus prodigios resucitando al hijo único de una viuda. La pobre mujer que había malgastado su hacienda en médicos y en ofrendas a los ídolos vanos (I 1,2-3). Felipe consoló a la doliente madre prometiéndole la resurrección de su hijo por obra de Jesucristo, el redentor de la humanidad. El que cree en el crucificado recibirá la vida eterna, decía Felipe.
La mujer lamentaba el haberse casado y alababa la vida moderada, libre de alimentos y bebidas excitantes, como eran el vino y la carne. Creía más práctica la dieta a base de pan y agua. Felipe hizo un elogio de la vida de castidad, que era la mejor forma de vivir lejos de los criterios mundanos. La reacción de la viuda fue hacer confesión de su fe en el Jesús predicado por el apóstol. La consecuencia de su confesión fue la resurrección del joven difunto en virtud de las palabras habituales en estos casos. Felipe, en efecto, dijo dirigiéndose al cadáver: “Levántate, joven, por el poder de Jesucristo” (I 4,1).
Descripción de las penas del infierno
Tenemos en este pasaje una de las descripciones más detalladas en los Apócrifos de las penas del infierno. El joven se levantó como de un sueño, pero habló enseguida de lo que había visto al otro lado de la vida: cárceles, tribunales y castigos. Continuó describiendo que había visto a una mujer, armada de un garfio, que empujaba a los hombres hacia el abismo. Los engañaba para conducirlos a la perdición (I A 5). Observó también cómo un hombre era terriblemente atormentado por un ángel que blandía una espada de fuego. El joven pidió piedad para él, pero el mismo condenado reconocía que no merecía misericordia, porque había golpeado a obispos y presbíteros. Había pronunciado calumnias y mentiras contra ellos. Hizo aquellas cosas porque no creía que hubiera un juicio después de la muerte. Ahora sufría las consecuencias de su ignorancia “recibiendo justamente el pago de lo que había hecho” (I 6,1-2).
Cuenta a continuación de un jovenzuelo, que tenía las costillas a la vista y yacía sobre un lecho de ascuas. Explicaba que su situación era debida al hecho de no haber escuchado las advertencias. Faltó al respeto debido a los padres y ultrajó a una virgen afirmando que era una pecadora. Estaba convencido de que no había remedio para sus males. El resucitado había rogado que lo llevaran a los eunucos y a las vírgenes para intentar conseguir el perdón para aquel joven tan atormentado. El arcángel Miguel le respondió que no era posible porque “el que calumnia sobre la castidad no obtiene misericordia”. Unos hombres que se arrojaban mutuamente bolas de fuego contaban que su castigo era debido a que habían hablado mal de los que vivían en castidad (I 9 A). Un condenado a severos castigos lo era por haber abusado del vino, cuyo influjo produce diversos pecados, entre otros, la calumnia contra las autoridades religiosas, los eunucos y las vírgenes (I 10,1). El vino había desatado su lengua hasta el punto de que componía canciones en son de burla contra personas venerables.
Como se trataba de un anciano, el joven pretendió dirigirse al lugar de las vírgenes con la seguridad de que en ellas podría encontrar alivio para el anciano. De nuevo el arcángel Miguel le estaba explicando que no era posible ayudar a tales condenados, cuando recibió la noticia de que alguien lo reclamaba en el mundo de los vivos. Desde aquel momento se decidió a contar en el mundo lo que ocurría en el más allá. En su marcha hacia el que lo llamaba, tuvo ocasión de pasar junto al tribunal de Dios, en el que sonaban diversas acusaciones, como la embriaguez, la maledicencia, la ira. La gran recomendación era la llamada regla de oro, que enseña a no hacer a otros lo que no queremos que nos hagan a nosotros (1 A 13).
Todo lo refería el resucitado al apóstol Felipe, que le recomendó recordar los males que había visto para evitar los pecados que los producen. Recordó entonces un caso que había contemplado en su periplo por el otro mundo. Dos hombres con las manos atadas a la espalda eran atormentados sobre una parrilla. El encargado los obligaba a beber plomo derretido, con lo que se abrasaban por fuera con el fuego y por dentro con el plomo. El ángel le explicó que eran hombres que habían realizado muchos males en vida. A cambio de los muchos placeres que tuvieron en el mundo, ahora se veían obligados a beber plomo.
A continuación, arrebatado por el viento, llegó al lugar donde se encontraba Felipe, al que hizo el relato de sus experiencias. Los que crean en Dios serán felices y gozarán de eterno refrigerio. Era la conclusión del resucitado, que se convirtió a la fe en compañía de su madre y recibió el bautismo. Muchos creyeron por el testimonio del resucitado, que siguió al apóstol y vivió con él el resto de su vida sirviendo y dando gloria a Dios.
(Las Puertas del infierno, de Rodin)
Saludos cordiales, Gonzalo del Cerro
Hecho I (cc. 1-I A 18): Salida de Galilea
Resurrección del hijo de la viuda
El apóstol Felipe era natural de Betsaida en la zona septentrional del lago de Galilea, como Pedro y Andrés. El relato de los HchFlp empieza precisamente con su salida de Galilea, ocasión en la que inició el curso de sus prodigios resucitando al hijo único de una viuda. La pobre mujer que había malgastado su hacienda en médicos y en ofrendas a los ídolos vanos (I 1,2-3). Felipe consoló a la doliente madre prometiéndole la resurrección de su hijo por obra de Jesucristo, el redentor de la humanidad. El que cree en el crucificado recibirá la vida eterna, decía Felipe.
La mujer lamentaba el haberse casado y alababa la vida moderada, libre de alimentos y bebidas excitantes, como eran el vino y la carne. Creía más práctica la dieta a base de pan y agua. Felipe hizo un elogio de la vida de castidad, que era la mejor forma de vivir lejos de los criterios mundanos. La reacción de la viuda fue hacer confesión de su fe en el Jesús predicado por el apóstol. La consecuencia de su confesión fue la resurrección del joven difunto en virtud de las palabras habituales en estos casos. Felipe, en efecto, dijo dirigiéndose al cadáver: “Levántate, joven, por el poder de Jesucristo” (I 4,1).
Descripción de las penas del infierno
Tenemos en este pasaje una de las descripciones más detalladas en los Apócrifos de las penas del infierno. El joven se levantó como de un sueño, pero habló enseguida de lo que había visto al otro lado de la vida: cárceles, tribunales y castigos. Continuó describiendo que había visto a una mujer, armada de un garfio, que empujaba a los hombres hacia el abismo. Los engañaba para conducirlos a la perdición (I A 5). Observó también cómo un hombre era terriblemente atormentado por un ángel que blandía una espada de fuego. El joven pidió piedad para él, pero el mismo condenado reconocía que no merecía misericordia, porque había golpeado a obispos y presbíteros. Había pronunciado calumnias y mentiras contra ellos. Hizo aquellas cosas porque no creía que hubiera un juicio después de la muerte. Ahora sufría las consecuencias de su ignorancia “recibiendo justamente el pago de lo que había hecho” (I 6,1-2).
Cuenta a continuación de un jovenzuelo, que tenía las costillas a la vista y yacía sobre un lecho de ascuas. Explicaba que su situación era debida al hecho de no haber escuchado las advertencias. Faltó al respeto debido a los padres y ultrajó a una virgen afirmando que era una pecadora. Estaba convencido de que no había remedio para sus males. El resucitado había rogado que lo llevaran a los eunucos y a las vírgenes para intentar conseguir el perdón para aquel joven tan atormentado. El arcángel Miguel le respondió que no era posible porque “el que calumnia sobre la castidad no obtiene misericordia”. Unos hombres que se arrojaban mutuamente bolas de fuego contaban que su castigo era debido a que habían hablado mal de los que vivían en castidad (I 9 A). Un condenado a severos castigos lo era por haber abusado del vino, cuyo influjo produce diversos pecados, entre otros, la calumnia contra las autoridades religiosas, los eunucos y las vírgenes (I 10,1). El vino había desatado su lengua hasta el punto de que componía canciones en son de burla contra personas venerables.
Como se trataba de un anciano, el joven pretendió dirigirse al lugar de las vírgenes con la seguridad de que en ellas podría encontrar alivio para el anciano. De nuevo el arcángel Miguel le estaba explicando que no era posible ayudar a tales condenados, cuando recibió la noticia de que alguien lo reclamaba en el mundo de los vivos. Desde aquel momento se decidió a contar en el mundo lo que ocurría en el más allá. En su marcha hacia el que lo llamaba, tuvo ocasión de pasar junto al tribunal de Dios, en el que sonaban diversas acusaciones, como la embriaguez, la maledicencia, la ira. La gran recomendación era la llamada regla de oro, que enseña a no hacer a otros lo que no queremos que nos hagan a nosotros (1 A 13).
Todo lo refería el resucitado al apóstol Felipe, que le recomendó recordar los males que había visto para evitar los pecados que los producen. Recordó entonces un caso que había contemplado en su periplo por el otro mundo. Dos hombres con las manos atadas a la espalda eran atormentados sobre una parrilla. El encargado los obligaba a beber plomo derretido, con lo que se abrasaban por fuera con el fuego y por dentro con el plomo. El ángel le explicó que eran hombres que habían realizado muchos males en vida. A cambio de los muchos placeres que tuvieron en el mundo, ahora se veían obligados a beber plomo.
A continuación, arrebatado por el viento, llegó al lugar donde se encontraba Felipe, al que hizo el relato de sus experiencias. Los que crean en Dios serán felices y gozarán de eterno refrigerio. Era la conclusión del resucitado, que se convirtió a la fe en compañía de su madre y recibió el bautismo. Muchos creyeron por el testimonio del resucitado, que siguió al apóstol y vivió con él el resto de su vida sirviendo y dando gloria a Dios.
(Las Puertas del infierno, de Rodin)
Saludos cordiales, Gonzalo del Cerro