Hoy escribe Gonzalo del Cerro
Muerte de Santiago
El alegato pronunciado por Santiago, tan ilustrado por textos de la Sagrada Escritura, fue motivo de disgusto para los escribas y de admiración para las turbas. Los presentes benévolos gritaron a una voz diciendo: “Hemos pecado, hemos obrado injustamente, danos el remedio. ¿Qué podemos hacer?” La solución era la habitual en las parénesis apostólicas: Creer y recibir el bautismo para la remisión de los pecados.
Muchos judíos, según el relato del autor, creyeron y recibieron el bautismo. Indignado con ello el pontífice de aquel año, de nombre Abiatar, promovió una grave sedición contra Santiago. Uno de los escribas arrojó una soga al cuello del apóstol y lo arrastró hasta el pretorio del rey Herodes, el hijo de Arquelao. El rey condenó a Santiago a morir decapitado. Cuando era conducido al suplicio, le abordó un paralítico pidiéndole que lo curara de sus dolencias. Santiago le dijo: “En el nombre de mi Señor Jesucristo crucificado, por cuya fe soy conducido a la muerte, levántate sano y bendice a tu Salvador” (c. 8,3). Se levantó al punto el paralítico y empezó a correr bendiciendo a Dios.
Al ver el prodigio aquel escriba, llamado Josías, el que había echado la soga al cuello del apóstol, se arrojó a sus pies suplicando que le perdonara y que lo hiciera discípulo del hombre santo. Santiago le exigió un acto de fe y que creyera que Jesucristo era el Hijo de Dios. Josías respondió con un “yo creo”, y afirmaba que ésa era ya su fe desde ese momento. El pontífice Abiatar oyó aquella clara confesión y ordenó detener al escriba. Le intimó a maldecir el nombre de Jesús, pues de lo contrario padecería la misma pena que el apóstol condenado.
La respuesta del escriba a las amenazas del pontífice no abrigaba duda: “Maldito seas tú y malditos sean todos tus días”. Por el contrario, se mantenía en la actitud de bendecir el nombre de Jesús. Abiatar abofeteó al escriba y envió una relación a Herodes suplicando que fuera decapitado junto con Santiago.
Llevados el apóstol y Josías al lugar del suplicio, pidió Santiago que le trajeran agua. Cuando la recibió, preguntó a Josías: “¿Crees en Jesucristo, el Hijo de Dios?” “Si creo”, respondió el escriba. El apóstol lo bautizó y le dio el ósculo de paz. Puso luego la mano sobre la cabeza de Josías, hizo en su frente la señal de la cruz y ofreció su cuello al verdugo. A continuación, Josías, ya cristiano perfecto, recibió exultante la palma del martirio por aquél a quien Dios envió al mundo para nuestra salvación, “a quien sea el honor y la gloria por los siglos de los siglos” (c. 9,3).
(Santiago el Mayor, cuadro de José Ribera, el Españoleto, s. XVII)
Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Muerte de Santiago
El alegato pronunciado por Santiago, tan ilustrado por textos de la Sagrada Escritura, fue motivo de disgusto para los escribas y de admiración para las turbas. Los presentes benévolos gritaron a una voz diciendo: “Hemos pecado, hemos obrado injustamente, danos el remedio. ¿Qué podemos hacer?” La solución era la habitual en las parénesis apostólicas: Creer y recibir el bautismo para la remisión de los pecados.
Muchos judíos, según el relato del autor, creyeron y recibieron el bautismo. Indignado con ello el pontífice de aquel año, de nombre Abiatar, promovió una grave sedición contra Santiago. Uno de los escribas arrojó una soga al cuello del apóstol y lo arrastró hasta el pretorio del rey Herodes, el hijo de Arquelao. El rey condenó a Santiago a morir decapitado. Cuando era conducido al suplicio, le abordó un paralítico pidiéndole que lo curara de sus dolencias. Santiago le dijo: “En el nombre de mi Señor Jesucristo crucificado, por cuya fe soy conducido a la muerte, levántate sano y bendice a tu Salvador” (c. 8,3). Se levantó al punto el paralítico y empezó a correr bendiciendo a Dios.
Al ver el prodigio aquel escriba, llamado Josías, el que había echado la soga al cuello del apóstol, se arrojó a sus pies suplicando que le perdonara y que lo hiciera discípulo del hombre santo. Santiago le exigió un acto de fe y que creyera que Jesucristo era el Hijo de Dios. Josías respondió con un “yo creo”, y afirmaba que ésa era ya su fe desde ese momento. El pontífice Abiatar oyó aquella clara confesión y ordenó detener al escriba. Le intimó a maldecir el nombre de Jesús, pues de lo contrario padecería la misma pena que el apóstol condenado.
La respuesta del escriba a las amenazas del pontífice no abrigaba duda: “Maldito seas tú y malditos sean todos tus días”. Por el contrario, se mantenía en la actitud de bendecir el nombre de Jesús. Abiatar abofeteó al escriba y envió una relación a Herodes suplicando que fuera decapitado junto con Santiago.
Llevados el apóstol y Josías al lugar del suplicio, pidió Santiago que le trajeran agua. Cuando la recibió, preguntó a Josías: “¿Crees en Jesucristo, el Hijo de Dios?” “Si creo”, respondió el escriba. El apóstol lo bautizó y le dio el ósculo de paz. Puso luego la mano sobre la cabeza de Josías, hizo en su frente la señal de la cruz y ofreció su cuello al verdugo. A continuación, Josías, ya cristiano perfecto, recibió exultante la palma del martirio por aquél a quien Dios envió al mundo para nuestra salvación, “a quien sea el honor y la gloria por los siglos de los siglos” (c. 9,3).
(Santiago el Mayor, cuadro de José Ribera, el Españoleto, s. XVII)
Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro