Hoy escribe Gonzalo del Cerro
Destrucción del templo de Diana. Milagros del veneno (c. 8)
El texto narra sucesos que se desarrollan en Éfeso, la capital de Asia. El hecho de que “toda la ciudad de Éfeso y toda la provincia de Asia escucharan a Juan” provocó la natural alarma entre los adoradores de Diana. Era, además, el templo de la diosa centro de peregrinaciones y fuente de ingresos, que la predicación de Juan ponía en peligro. Los Hechos canónicos de Lucas cuentan del motín organizado por los orfebres contra Pablo (Hch 19,21-28).
Los HchJn refieren igualmente los problemas que tuvo Juan con el templo de Ártemis (Diana), que acabó por los suelos (HchJn 37-43). También aquí Juan lanzó un reto a los devotos de Diana. El templo se vino abajo con todos sus ídolos por la oración de Juan, con lo que se convirtieron y fueron bautizados doce mil gentiles, sin contar mujeres ni niños.
Aristodemo, pontífice de los ídolos, excitó una sedición en el pueblo. Juan mantuvo un largo debate con él utilizando como argumento su inmunidad ante los más severos venenos. Mientras el pueblo gritaba: “Uno solo es el Dios verdadero, el que predica Juan”, Aristodemo, incrédulo todavía, pidió al apóstol que resucitara a dos hombres muertos por el veneno. Cuando Aristodemo los vio resucitar, se postró ante Juan y corrió a contar al procónsul lo sucedido. El resultado fue la conversión del procónsul y de Aristodemo, quienes tras una semana de ayuno recibieron el bautismo. Destruyeron todos los ídolos y construyeron una basílica con el nombre de Juan. Termina así el capítulo con el anuncio de la Metástasis, narrada en el c. 9 a base de los datos tomados de los HchJn (106-115).
Llamada del santo apóstol (c. 9)
Un nuevo capítulo de los Milagros de Juan aborda el tema de su partida de este mundo. El texto habla de la llamada (De uocatione), una llamada dramatizada en la forma de una visión de Jesús, que se apareció a Juan cuando éste frisaba en la edad de los noventa y siete años. Las primeras palabras atribuidas a la visión en el texto justifica el epígrafe del capítulo. El Señor Jesucristo le abordó diciendo: “Vente conmigo, porque ya es hora de que comas en mi banquete en compañía de tus hermanos” (c, 9, 1). Juan entendió las palabras del Señor al pie de la letra y se puso a caminar detrás de él. Pero recibió la rectificación a su gesto escuchando de la visión que la marcha sería a los cinco días, en el domingo siguiente. Hecho el anuncio, la visión se retiró al cielo.
Al domingo siguiente, la comunidad se reunió en asamblea muy de mañana. Juan tomó la palabra y pronunció una larga alocución, en la que hizo un repaso minucioso de su vida y su ministerio. Todo lo que los discípulos de Jesús realizaron en vida tuvo el sentido de misión y participación. El valor de sus obras y de sus signos no era otra cosa que un préstamo del Señor hasta que cumplieran la misión que el mismo Señor les había encomendado. La voz que ahora le llamaba era una invitación a otra vida superior, que era el premio debido a sus obras. La visión la describía como la invitación al banquete eterno. Juan rogaba a Dios que santificara la participación en aquella comunión que no tendría fin. Rogaba de su bondad que protegiera a sus siervos del mal que los acecha durante su peregrinación por la vida terrena. Los apóstoles eran ahora los pastores del rebaño, al que Dios eligió como pueblo adoptivo. Una doxología puso fin al largo alegato de Juan, al que siguió el rito de la eucaristía, en el que el apóstol participó en mutua comunión con los hermanos.
A continuación llamó a su diácono Birro, denominado Vero en otros apócrifos, y le pidió que le mandara a dos hermanos con cestos y herramientas para que fueran con él a solas. Cuando llegó al lugar del sepulcro de uno de los hermanos, les dio la orden de excavar la tierra profundamente. Mientras los jóvenes cavaban, Juan dirigía la palabra de Dios a los demás hermanos, para que no pareciese que él holgaba mientras los otros trabajaban. Cuando la fosa quedó terminada, Juan, sin decir palabra, se quitó los vestidos y los arrojó en la fosa. Vestido con una única túnica de lino, puesto en pie y con las manos extendidas, invocó a Dios repasando los distintos capítulos de la Historia de la Salvación.
Recordó luego las maniobras y estratagemas que siguió la providencia para conservar la vida de Juan en castidad perfecta. La primera fue cuando Juan trataba de casarse. El Señor le salió al paso para decirle: “Yo te necesito, Juan”. La segunda ocasión sucedió en el tiempo de los ardores de la juventud, que hacían problemática la observancia de la castidad. Dios le envió una ceguera que le sirvió para reflexionar y llorar. Cuando por tercera vez intentaba casarse, el Señor le dijo: “Juan, si no fuera porque eres mío, te permitiría que tomaras esposa” (c. 9,7). Juan veía con absoluta claridad que su virginidad había sido un proyecto de Dios diáfanamente manifestado. En consecuencia, expresaba en su hora postrera su más profunda gratitud “por los infinitos siglos de los siglos”.
Los presentes rubricaron la plegaria de Juan con un “Amén”. Apareció entonces durante una hora sobre el apóstol una gran luz que los ojos humanos no podían soportar. Se signó una vez más, se puso en pie y dijo: "Tú, Señor Jesús, conmigo solo". A continuación se tumbó sobre el sepulcro en el que había depositado sus vestidos mientras decía: "La paz sea con vosotros, hermanos". Bendijo a todos y se despidió de todos. Se tendió vivo en el sepulcro y mandó que lo cubrieran. Al punto expiró. Entre los presentes hubo gozos y lágrimas. Unos se alegraban por haber contemplado la gracia y la gloria que Dios concedía a su siervo; otros lloraban y se lamentaban porque perdían la presencia de un hombre tan grande y las enseñanzas de un maestro tan ejemplar.
En el sepulcro de Juan apareció enseguida un maná que seguía manando según la información del autor. Era el presagio de las obras milagrosas que se producían en virtud de la intercesión del apóstol. De manera que todos conseguían lo que pedían allí con sus oraciones. El texto recuerda el encuentro de Juan con Jesús y con Pedro en las orillas del mar de Galilea. Termina el apartado dedicado a la llamada de Juan con una doxología. Porque al Señor “le son debidas la gloria y la eternidad, la virtud y la potestad por los siglos de los siglos. Amén”.
Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Destrucción del templo de Diana. Milagros del veneno (c. 8)
El texto narra sucesos que se desarrollan en Éfeso, la capital de Asia. El hecho de que “toda la ciudad de Éfeso y toda la provincia de Asia escucharan a Juan” provocó la natural alarma entre los adoradores de Diana. Era, además, el templo de la diosa centro de peregrinaciones y fuente de ingresos, que la predicación de Juan ponía en peligro. Los Hechos canónicos de Lucas cuentan del motín organizado por los orfebres contra Pablo (Hch 19,21-28).
Los HchJn refieren igualmente los problemas que tuvo Juan con el templo de Ártemis (Diana), que acabó por los suelos (HchJn 37-43). También aquí Juan lanzó un reto a los devotos de Diana. El templo se vino abajo con todos sus ídolos por la oración de Juan, con lo que se convirtieron y fueron bautizados doce mil gentiles, sin contar mujeres ni niños.
Aristodemo, pontífice de los ídolos, excitó una sedición en el pueblo. Juan mantuvo un largo debate con él utilizando como argumento su inmunidad ante los más severos venenos. Mientras el pueblo gritaba: “Uno solo es el Dios verdadero, el que predica Juan”, Aristodemo, incrédulo todavía, pidió al apóstol que resucitara a dos hombres muertos por el veneno. Cuando Aristodemo los vio resucitar, se postró ante Juan y corrió a contar al procónsul lo sucedido. El resultado fue la conversión del procónsul y de Aristodemo, quienes tras una semana de ayuno recibieron el bautismo. Destruyeron todos los ídolos y construyeron una basílica con el nombre de Juan. Termina así el capítulo con el anuncio de la Metástasis, narrada en el c. 9 a base de los datos tomados de los HchJn (106-115).
Llamada del santo apóstol (c. 9)
Un nuevo capítulo de los Milagros de Juan aborda el tema de su partida de este mundo. El texto habla de la llamada (De uocatione), una llamada dramatizada en la forma de una visión de Jesús, que se apareció a Juan cuando éste frisaba en la edad de los noventa y siete años. Las primeras palabras atribuidas a la visión en el texto justifica el epígrafe del capítulo. El Señor Jesucristo le abordó diciendo: “Vente conmigo, porque ya es hora de que comas en mi banquete en compañía de tus hermanos” (c, 9, 1). Juan entendió las palabras del Señor al pie de la letra y se puso a caminar detrás de él. Pero recibió la rectificación a su gesto escuchando de la visión que la marcha sería a los cinco días, en el domingo siguiente. Hecho el anuncio, la visión se retiró al cielo.
Al domingo siguiente, la comunidad se reunió en asamblea muy de mañana. Juan tomó la palabra y pronunció una larga alocución, en la que hizo un repaso minucioso de su vida y su ministerio. Todo lo que los discípulos de Jesús realizaron en vida tuvo el sentido de misión y participación. El valor de sus obras y de sus signos no era otra cosa que un préstamo del Señor hasta que cumplieran la misión que el mismo Señor les había encomendado. La voz que ahora le llamaba era una invitación a otra vida superior, que era el premio debido a sus obras. La visión la describía como la invitación al banquete eterno. Juan rogaba a Dios que santificara la participación en aquella comunión que no tendría fin. Rogaba de su bondad que protegiera a sus siervos del mal que los acecha durante su peregrinación por la vida terrena. Los apóstoles eran ahora los pastores del rebaño, al que Dios eligió como pueblo adoptivo. Una doxología puso fin al largo alegato de Juan, al que siguió el rito de la eucaristía, en el que el apóstol participó en mutua comunión con los hermanos.
A continuación llamó a su diácono Birro, denominado Vero en otros apócrifos, y le pidió que le mandara a dos hermanos con cestos y herramientas para que fueran con él a solas. Cuando llegó al lugar del sepulcro de uno de los hermanos, les dio la orden de excavar la tierra profundamente. Mientras los jóvenes cavaban, Juan dirigía la palabra de Dios a los demás hermanos, para que no pareciese que él holgaba mientras los otros trabajaban. Cuando la fosa quedó terminada, Juan, sin decir palabra, se quitó los vestidos y los arrojó en la fosa. Vestido con una única túnica de lino, puesto en pie y con las manos extendidas, invocó a Dios repasando los distintos capítulos de la Historia de la Salvación.
Recordó luego las maniobras y estratagemas que siguió la providencia para conservar la vida de Juan en castidad perfecta. La primera fue cuando Juan trataba de casarse. El Señor le salió al paso para decirle: “Yo te necesito, Juan”. La segunda ocasión sucedió en el tiempo de los ardores de la juventud, que hacían problemática la observancia de la castidad. Dios le envió una ceguera que le sirvió para reflexionar y llorar. Cuando por tercera vez intentaba casarse, el Señor le dijo: “Juan, si no fuera porque eres mío, te permitiría que tomaras esposa” (c. 9,7). Juan veía con absoluta claridad que su virginidad había sido un proyecto de Dios diáfanamente manifestado. En consecuencia, expresaba en su hora postrera su más profunda gratitud “por los infinitos siglos de los siglos”.
Los presentes rubricaron la plegaria de Juan con un “Amén”. Apareció entonces durante una hora sobre el apóstol una gran luz que los ojos humanos no podían soportar. Se signó una vez más, se puso en pie y dijo: "Tú, Señor Jesús, conmigo solo". A continuación se tumbó sobre el sepulcro en el que había depositado sus vestidos mientras decía: "La paz sea con vosotros, hermanos". Bendijo a todos y se despidió de todos. Se tendió vivo en el sepulcro y mandó que lo cubrieran. Al punto expiró. Entre los presentes hubo gozos y lágrimas. Unos se alegraban por haber contemplado la gracia y la gloria que Dios concedía a su siervo; otros lloraban y se lamentaban porque perdían la presencia de un hombre tan grande y las enseñanzas de un maestro tan ejemplar.
En el sepulcro de Juan apareció enseguida un maná que seguía manando según la información del autor. Era el presagio de las obras milagrosas que se producían en virtud de la intercesión del apóstol. De manera que todos conseguían lo que pedían allí con sus oraciones. El texto recuerda el encuentro de Juan con Jesús y con Pedro en las orillas del mar de Galilea. Termina el apartado dedicado a la llamada de Juan con una doxología. Porque al Señor “le son debidas la gloria y la eternidad, la virtud y la potestad por los siglos de los siglos. Amén”.
Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro