NotasEscribe Antonio Piñero La importancia de S. G. Brandon en la interpretación del patrón recurrente “Jesús como sedicioso ante el Imperio Romano” es muy importante. Hemos escrito ya alguna vez sobre él. Pero ahora voy a resumir sus tesis más importantes. Su obra, Jesús y los celotas, de 1967 (Jesus and the Zealots, Manchester University Press. Brandon había comenzado a escribir sobre esta interpretación de Jesús ya en 1951 en su obra The Fall of Jerusalem and the Christian Church (“La caída de Jerusalén y la iglesia cristiana”) fue como un revulsivo y generó una gran polémica. A partir de la noticia cierta e innegable de la ejecución de Jesús por los romanos, Brandon efectúa un análisis meticuloso de los Evangelios que le lleva a trazar la pintura siguiente: I. Jesús era un judío religioso y nacionalista, totalmente enmarcado en la religión israelita, persuadido de la soberanía exclusiva de Dios sobre la tierra de Israel, cuya misión era predicar la inminente venida del reino de Dios. No puede decirse que fuera un activista directo contra el Imperio romano, un guerrillero, pero sí es cierto que atacó a la jerarquía sacerdotal por sus intereses económicos en torno al Templo y por su colaboración con la ocupación romana. No es extraño que fuera capturado por las tropas de Pilato, sometido a un juicio sumarísimo y ejecutado como un rebelde acusado de sedición contra el Imperio. II. Los seguidores más inmediatos de Jesús tras su muerte albergaban los mismos sentimientos patrióticos que su Maestro. Aunque la ideología teológico-religiosa de estos discípulos directos de Jesús no pueda reconstruirse totalmente por la casi total ausencia de fuentes directas, es posible recuperar sus orientaciones principales leyendo entre líneas las cartas auténticas de Pablo de Tarso, los evangelios canónicos y los Hechos de los apóstoles. Los “nazarenos” jerusalemitas estaban convencidos de que Jesús había sido el mesías prometido, que por un misterioso plan divino había aparentemente fracasado por su muerte en cruz. Pero Dios lo había vindicado resucitándolo y lo había confirmado en su misión de mesías, de modo que pronto volvería a implantar definitivamente el reino de Dios en la tierra de Israel. Este reinado divino era el cumplimiento de las promesas de la Alianza, según habían anunciado los profetas, y consistiría en bienes materiales y espirituales al mismo tiempo. La concepción del reino de Dios de estos seguidores jerusalemitas de Jesús no difería en nada de sus connacionales judíos. La única diferencia con ellos era el anuncio de que el mesías ya había venido…, y que volvería victorioso para instaurar definitivamente el Reino divino, acá en la tierra. III. No es extraño, por tanto, que a medida que se acrecentaban en Israel la temperatura mesiánica y los anhelos de liberación política en los años posteriores a la muerte de Jesús, sus seguidores inmediatos simpatizaran con los partidarios del enfrentamiento directo con Roma, pues creían que la pugna que se preveía sería el prenotando necesario para el establecimiento del Reino divino. Pero el resultado de la Gran Revuelta resultó bien distinto de lo que se esperaba: un rotundo fracaso. Con el Templo y casi toda Judea entera pereció también la Iglesia de Jerusalén en pleno. La historia, recogida por Eusebio de Cesarea (Historia Eclesiástica III 5,2-3), de que gracias a una revelación divina toda la comunidad judeocristiana había huido a la ciudad de Pella, allende el Jordán, y se había salvado de perecer, es una leyenda insostenible, meramente apologética. IV. Además de los de Jerusalén, había también otros seguidores de Jesús entre los miembros del grupo judeocristiano de Jerusalén que albergaban un pensamiento sobre Jesús como mesías y una teología distinta a la de la facción principal. Éstos eran los congregados en torno a Esteban y otros judíos helenistas (Hechos de los apóstoles 6-7), que acabaron sufriendo persecución por sus ideas. Tras el lapidamiento de su jefe espiritual, Esteban, el resto huyó de Jerusalén sobre todo hacia Samaría y Antioquía. Fue allí donde los encontró Saulo, luego Pablo de Tarso. Gracias a una revelación divina, Pablo se convirtió de perseguidor en propagandista de la fe en Jesús de acuerdo con las líneas maestras de la teología de los helenistas. Gracias a su impulso y a su genio religioso, la predicación sobre Jesús se extendió a los gentiles, lo que propició un cambio en la comprensión del Redentor. Fue Pablo el que transformó la imagen de Jesús, un mesías netamente judío, en un salvador universal, en un ser divino descendido a la tierra para redimir con su sacrificio en la cruz a toda la humanidad. Y lo que es también muy importante: de acuerdo con su natural divino, Jesús no pudo haberse comprometido con ninguna postura política terrenal, y menos con una radical en contra de los romanos. El culto a Jesús como salvador fue moldeado por Pablo para ser expandido entre los gentiles de acuerdo con conceptos muy similares a las religiones de salvación del mundo grecorromano (denominadas “cultos de misterios”). V. Sea como fuere, lo cierto es que la otra interpretación de Jesús con una teología consistente, la de los “nazarenos” de la iglesia madre de Jerusalén desapareció de la faz de la tierra. Al quedar éstos reducidos a mínimos restos, las iglesias fundadas por Pablo y sus seguidores se encontraron prácticamente como los únicos representantes del naciente cristianismo. Que las ideas de Pablo sobre Jesús no eran de recibo para los judeocristianos jerusalemitas, la “iglesia madre”, ni se correspondían a la historia verdadera de Jesús, queda demostrado por la continua oposición de los miembros de la iglesia de Jerusalén contra la doctrina paulina, tal como testimonian repetidas veces y con acritud los escritos mismos del Apóstol. VI. Tras la muerte de Pablo, sus seguidores, pasado el tiempo, no sólo conservaron las cartas de su maestro, sino que en cierto modo ampliaron y fundamentaron su doctrina. Algunos de ellos sintieron también la necesidad de complementarla por medio de otros escritos: en concreto sobre la vida terrena de Jesús –de la que Pablo se había ocupado muy poco o casi nada- (= Evangelios), sobre la historia de la Iglesia (= Hechos de los apóstoles) y sobre algunos aspectos no desarrollados de su doctrina (= Epístolas deuteropaulinas). Son sobre todo los Hechos de los apóstoles los que legitiman la actividad misionera paulina, contestada por la iglesia de Jerusalén, presentando a Pablo como un judío observante de la ley de Moisés que había conseguido la aprobación de su labor misionera de la iglesia madre jerusalemita, y que colaboraba con los jefes de ésta, los apóstoles. Los Evangelios, al pintar la vida de Jesús, eliminaron todos los datos (o casi todos) que presentaban al Nazareno como leal a la nación judía y como luchador en pro de la libertad de la dominación romana. Los autores evangélicos transforman así su figura en la de un enviado de la divinidad, que desciende del mundo superior, que se muestra indiferente a todas las realidades sociales y políticas de su entorno, que pasa naturalmente incomprendido por el pueblo entre el que se ha encarnado, y que acaba siendo mal interpretado, entregado injustamente a los romanos y condenado a la muerte en cruz. Ninguno de los judíos advierte que esto acontece según un plan divino, profetizado en las Escrituras –que realmente no entienden- y que esa muerte es el sacrificio por el cual queda restaurada la amistad, perdida por el pecado, entre Dios y la humanidad completa, no sólo Israel. VII. ¿Cómo puede explicarse este proceso de distorsión tan aparentemente anómalo en unos libros que se presentan a sí mismos como una suerte de biografía de Jesús? La razón está en su origen: los evangelios no son una mera transcripción de la tradición oral. Los que los compusieron son verdaderamente autores, es decir, escribieron sus obras reflejando en ellos nítidamente sus puntos de vista previos sobre el material que a ellos llegaba. Los evangelios están compuestos con una tendencia apologética en defensa de la religión –en concreto de su visión de Jesús- que sinceramente profesan, y se vieron condicionados por intereses sociales derivados de su fecha y lugar de composición. En concreto el Evangelio de Marcos –que fue el primero en componerse y del que dependen al menos Mateo y Lucas- es un ejemplo palpable de cómo el material tradicional es moldeado por unas circunstancias sociales determinadas y una ideología previa. Se trata de una obra mucho más refinada y pensada que lo que su lenguaje sencillo da a entender a primera vista, y su orientación es eliminar la posible mala impresión que el cristianismo podría tener ante los lectores a los que dirige la obra. Inmediatamente veremos cuáles pueden ser éstos. El carácter de prioridad cronológica del Evangelio de Marcos es lo que hace que este escrito suscite el mayor interés de los análisis de Brandon, ya que influye en los que le siguen. No es difícil probar por medio del análisis que la “biografía” de Jesús presentada por Marcos se halla muy determinada y condicionada por el marco sociológico y cronológico en el que fue redactado. La lectura crítica del Evangelio mismo nos muestra que fue compuesto después de la catástrofe judía del año 70, y que sus lectores potenciales son los paganos de la ciudad de Roma, que pudieran sentir cierta atracción ideológica por el monoteísmo judío. Por ello puede decirse que el escrito marcano es una “verdadera apología del cristianismo ante los romanos, compuesta después del año 70”. No era fácil en aquellos momentos hacer propaganda religiosa de una secta judía, o al menos que aparecía así ante los romanos, después de lo que había ocurrido en Judea en los años inmediatamente anteriores. Cerca de siete legiones habían sido necesarias para apagar el foco de la rebelión contra el Imperio. Después de la derrota de los judíos, los romanos habían tenido ocasión de presenciar el “triunfo” de Tito por las calles de la capital, en el que habían contemplado los utensilios sagrados del templo de Jerusalén y la espléndida cortina que separaba el santo de los santos del resto del santuario. Los romanos odiaban en principio a los judíos, causantes para el Imperio de tantos males. En tales circunstancias se comprende fácilmente que Marcos intentara disminuir, u ocultar en lo posible, todos los rasgos demasiado judíos de la biografía del salvador Jesús, y que manipulara cualquier tipo de anécdota o dichos de su vida que pudieran asimilarlo a los ojos de los lectores paganos con los perversos judíos o las peculiaridades de su religión. Además sentía la obligación de resaltar todos aquellos aspectos de la vida de Jesús que pudieran poner de relieve, por muy críptica y oculta que pudiera parecer, la verdadera esencia celestial y la misión trascendente que había tenido su persona. Era preciso ante todo escribir sobre su pasión, muerte y resurrección –el resto del evangelio sería más bien un complemento–, y dejar bien claro cuál era su sentido. Jesús era el enviado celeste que estaba destinado a sufrir, en un aparente fracaso que acababa en la gloria de su resurrección. Era el verdadero mesías, sin duda, pero su mesianismo nada tenía que ver con las aspiraciones de gloria y bienandanza terrenal de sus connacionales judíos. Jesús era más bien el redentor divino de la humanidad, por lo que tampoco le interesaron los temas de la política terrena y la liberación de Israel. Consecuentemente, su condena, primero por las autoridades judías y luego por el procurador romano, había sido un tremendo error y una crasa injusticia. VIII. El resultado es que la imagen de Jesús es presentada por Marcos como en el fondo creía que fue: la de un Jesús totalmente pacífico, que predicó el amor incluso a los enemigos, desinteresado de los intereses materiales de su nación y que –en contra del deseo de los nacionalistas de su época- indicó veladamente que era conveniente pagar el tributo al César. Por suerte para nosotros hoy, sin embargo, que vemos la narración evangélica con ojos de historiadores, Marcos y también sus colegas Mateo y Lucas, preservaron del olvido una serie de material, ofrecido por la tradición oral originada a partir de los recuerdos de los discípulos sobre Jesús, que apuntaba hacia la verdadera figura histórica de éste. Un estudioso de hoy –si aplica los métodos de la crítica histórica, sobre todo si cae en la cuenta del sesgo tendencioso e ideológico del evangelista Marcos y colegas– puede recuperar con bastante seguridad el material primitivo y su sentido. De él se deduce en verdad que Jesús fue condenado por los romanos como auténtico sedicioso desde su punto de vista; que enseñó, aunque crípticamente, que no había que pagar el tributo al César y que fue detenido según las leyes del Imperio después de una provocativa entrada triunfal en Jerusalén, y sobre todo tras un asalto armado al Templo. Su muerte como un héroe nacional conquistó la buena voluntad de los jerusalemitas para con los seguidores más íntimos del Ajusticiado, que se congregaron precisamente en la capital, tras su muerte. Dirigidos por Santiago, el hermano de Jesús, participaron de todas las aspiraciones nacionalistas de sus paisanos, con lo que no hacían otra cosa que seguir los pasos de su Maestro. Cuando llegó el momento crítico de alzarse contra Roma, en el año 66 d.C., se unieron al movimiento de resistencia…, y perecieron heroicamente con los demás judíos piadosos en la toma de Jerusalén por los romanos. Creo que esta interpretación contiene muchos puntos que se aproximan a lo que pudo ser la verdad histórica. Saludos cordiales de Antonio Piñero www.ciudadanojesus.com
Jueves, 2 de Febrero 2017
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Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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