Hoy escribe Fernando Bermejo
En su momento señalamos que, entre los embustes que hoy se propalan en los más apologéticos ambientes eclesiásticos sobre la completa ausencia de responsabilidad de Sus Santidades en el caso Maciel, se cuenta el de que los abusos fueron conocidos únicamente a partir de los años 90. Miserable embuste donde los haya, pues en el Vaticano se conocían las denuncias contra Maciel a más tardar desde los años 50. Ahora bien, algunas jerarquías eclesiásticas ya estaban enteradas incluso desde antes.
En efecto, el primer abuso sexual constatado cometido por Marcial Maciel se remonta nada menos que a 1944, cuando nuestro santo varón tenía tan solo 24 años. F. González reproduce (p. 93) una parte del testimonio de la víctima (que a la sazón, recuerda, tenía 13 ó 14 años). Más tarde, un hermano de este sería también objeto de abusos.
A diferencia de lo que pasaría más tarde con otras víctimas, el joven abusado pidió autorización para ir a casa de sus padres, con los que habló. Su padre aceptó que abandonara la institución y habló con el obispo de Cuernavaca, Francisco González Arias. Este prometió parar los pies a Maciel. Claro que el sr. obispo no cumplió su palabra: era tío de Maciel, y –sea por tío o por obispo– le dejó continuar haciendo de las suyas, como tantos buenos jerarcas eclesiásticos han hecho, hacen y seguirán haciendo hasta el final de los tiempos, cuando vengan los jinetes del Apocalipsis, etcétera, etcétera. De hecho, poco después, en noviembre de 1944, el buen pastor de la grey ordenó sacerdote a su sobrino.
F. González comenta atinadamente el cúmulo de presiones y obstáculos que debe superar un menor víctima de abusos. Entre ellos se hallan las dudas acerca de si será creído, dada la credibilidad que se supone al adulto (máxime en los ambientes –desafortunadamente demasiados– en que a los eclesiásticos se les supone algún tipo de decencia especial); se halla también el atrevimiento que supone cortocircuitar el ideal paterno de tener un hijo con vocación religiosa; y se halla el hecho de que la denuncia, por indirectamente que sea, cuestiona la prudencia de unos padres que habían dejado a su hijo en manos de Maciel.
Sobre este instructivo caso, me permito aconsejar a los lectores meditar el contenido de las páginas 93 a 99 del ya citado libro de F. M. González, Marcial Maciel. Los legionarios de Cristo: testimonios y documentos inéditos, Tusquets, Barcelona, 2010.
Saludos cordiales de Fernando Bermejo
En su momento señalamos que, entre los embustes que hoy se propalan en los más apologéticos ambientes eclesiásticos sobre la completa ausencia de responsabilidad de Sus Santidades en el caso Maciel, se cuenta el de que los abusos fueron conocidos únicamente a partir de los años 90. Miserable embuste donde los haya, pues en el Vaticano se conocían las denuncias contra Maciel a más tardar desde los años 50. Ahora bien, algunas jerarquías eclesiásticas ya estaban enteradas incluso desde antes.
En efecto, el primer abuso sexual constatado cometido por Marcial Maciel se remonta nada menos que a 1944, cuando nuestro santo varón tenía tan solo 24 años. F. González reproduce (p. 93) una parte del testimonio de la víctima (que a la sazón, recuerda, tenía 13 ó 14 años). Más tarde, un hermano de este sería también objeto de abusos.
A diferencia de lo que pasaría más tarde con otras víctimas, el joven abusado pidió autorización para ir a casa de sus padres, con los que habló. Su padre aceptó que abandonara la institución y habló con el obispo de Cuernavaca, Francisco González Arias. Este prometió parar los pies a Maciel. Claro que el sr. obispo no cumplió su palabra: era tío de Maciel, y –sea por tío o por obispo– le dejó continuar haciendo de las suyas, como tantos buenos jerarcas eclesiásticos han hecho, hacen y seguirán haciendo hasta el final de los tiempos, cuando vengan los jinetes del Apocalipsis, etcétera, etcétera. De hecho, poco después, en noviembre de 1944, el buen pastor de la grey ordenó sacerdote a su sobrino.
F. González comenta atinadamente el cúmulo de presiones y obstáculos que debe superar un menor víctima de abusos. Entre ellos se hallan las dudas acerca de si será creído, dada la credibilidad que se supone al adulto (máxime en los ambientes –desafortunadamente demasiados– en que a los eclesiásticos se les supone algún tipo de decencia especial); se halla también el atrevimiento que supone cortocircuitar el ideal paterno de tener un hijo con vocación religiosa; y se halla el hecho de que la denuncia, por indirectamente que sea, cuestiona la prudencia de unos padres que habían dejado a su hijo en manos de Maciel.
Sobre este instructivo caso, me permito aconsejar a los lectores meditar el contenido de las páginas 93 a 99 del ya citado libro de F. M. González, Marcial Maciel. Los legionarios de Cristo: testimonios y documentos inéditos, Tusquets, Barcelona, 2010.
Saludos cordiales de Fernando Bermejo