CRISTIANISMO E HISTORIA: A. Piñero
Escribe Antonio Piñero
 
Deseo hoy añadir algunas precisiones complementarias, quizás importantes, a lo sostenido ayer.
 
 
Concluíamos que es razonable suponer que las autoridades judías intervinieron en el prendimiento y en la muerte de Jesús, ya que –siendo Jesús en realidad un sedicioso contra el Imperio, y por muy bien que los pudiera caer la figura de un nacionalista judío, muy religioso y leal a su religión– primaron los intereses políticos y probablemente… económicos. La cuestión planteable con más detalle es la siguiente: ¿Partió la iniciativa para actuar en contra de Jesús directamente de Pilato? ¿Se limitó el Prefecto a expresar el descontento con las condiciones del país respecto a la lealtad para con el Imperio y a insistir en que se hiciera algo al respecto por parte de las autoridades judía? 
 
Una respuesta absoluta a esta pregunta no es posible. Pero sí lo es plantear un supuesto razonable partiendo del texto de Jn 11,47 – 50. Es posible que hubiera conversaciones previas entre Pilato y Caifás antes de realizarse la reunión informal de gran parte de los miembros del Sanedrín de la que da cuenta ese pasaje del Evangelio. Es posible que el Prefecto impulsara con ciertas amenazas, a Caifás para que este garantizara la lealtad a Roma  por parte no solo de este Consejo, sino también del pueblo de Jerusalén. Esto explicaría por qué los Evangelios dicen que los jefes de los judíos azuzaban al pueblo de Jerusalén a que pidiere él mismo la 15,13-14: “La gente volvió a gritar: «¡Crucifícalo!». Pilato les decía: «Pero ¿qué mal ha hecho?» Pero ellos gritaron con más fuerza: «Crucifícalo!»”.
 
 
Según la escena que dibuja el Evangelio de Juan en 11,47-50, ciertamente no les convenía en absoluto a los miembros del Sanedrín que el nacionalismo religioso de un pequeño grupo pudiera suscitar algún movimiento popular antirromano en el entorno del Templo, lo que –a su vez– podría causar una violenta reacción por parte de los romanos y que muriera mucha gente (vv. 47-48: “Este hombre realiza muchas señales. Si le dejamos que siga así, todos creerán en él y vendrán los romanos y destruirán nuestro Lugar Santo y nuestra nación»). Y segundo, tampoco les convenía que ese pequeño grupo –y además galileos– viniera a perturbar el excelente negocio del funcionamiento pacífico del Templo. Demasiado dinero en juego con la venta de animales y el cambio de moneda, más lo que los sacerdotes mismos obtenían de los sacrificios.
 
Así que es probable que, tras dejar de lado las discusiones internas (vv. 49-50): les  increpa Caifás: “Vosotros no sabéis nada…,ni caéis en la cuenta que os conviene que muera uno solo por el pueblo y no perezca toda la nación”), que demuestran que no todo el grupo del Sanedrín podría ser totalmente hostil a Jesús, se armaron de las mejores armas políticas (Lc 23,2: “Comenzaron a acusarle diciendo: «Hemos encontrado a éste alborotando a nuestro pueblo, prohibiendo pagar tributos al César y diciendo que él es el mesías rey»”) y entregaron a Jesús en manos de Pilato. Y este, encantado de que le facilitaran la labor. Entre los dos, Sanedrín y el Prefecto, lograron que el sentimiento antirromano no siguiera prendiendo entre el pueblo judío aunque por motivos fundamentalmente religiosos.
 
Esta es más o menos la reconstrucción posible de la escena gracias a los datos del Cuarto Evangelio. Pero debe quedar claro que lo que primaba el interés de los romanos. Y si no hubieran actuado los jefes de los judíos  para evitarse problemas, los romanos lo habrían hecho por su cuenta tarde o temprano. Y debe quedar claro que el juicio de verdad contra Jesús fue el romano; que allí hubo una cognitio extra ordinem, es decir, un juicio breve con acusación y fallo rápido por parte del Prefecto, y que fueron ellos, los romanos, los responsables de esa condena y de la muerte de los tres sediciosos.
 
Por consiguiente no creo que esté fundamentada, por un lado, la tendencia a exonerar absolutamente a los judíos del prendimiento y muerte de Jesús  (es decir, llevar al extremo  la tesis de “La patraña del pueblo deicida”, DStoria Edicions de Sabadell 2014, como ha hecho Josep Montserrat, el autor también de El Galileo armado, de EDAF 2011). Por otro, tampoco me parece legítimo exonerar totalmente  a los romanos, evitar la imagen de un Jesús sedicioso, ocultar el aspecto y consecuencias políticas de una predicación en apariencia exclusivamente religiosa y dejar que en el pueblo cristiano siga creyendo que la culpa de todo la tuvieron los judíos que por motivos estrictamente personales o de una religión mal enfocada; que fueron estos los que  acabaron con un Jesús totalmente inocente, manso y humilde y de corazón.
 
Esta postura, a la vez, fomenta el antisemitismo pensando que “los judíos” en general (ni siquiera distinguiendo entre los jefes y el pueblo; o entre una parte del pueblo de Jerusalén y el pueblo judío en general del siglo I) se movieron por una crueldad interna y malvada, o por un odio y envidia perniciosos contra Jesús, sino que en realidad todo ocurrió entre los judíos “como una decisión pragmática de las autoridades, y por lo tanto como el menor de dos males”, como expresa oportunamente F. Bermejo.
 
Y una nota más a la conclusión: no había en el Israel del siglo I ninguna separación entre religión y política; no había tampoco en el mundo antiguo en general, romano y griego en particular, ninguna separación entre religión y política. El emperador (que es un cargo militar) era  a la vez el pontífice máximo; el cuidado del culto a los dioses y el ofrecimiento de los sacrificios oportunos era importante y necesario para que no se encendiera la ira  divina y acabaran con una ciudad en concreto o con el estado completo ya que los humanos no cumplían sus deberes para con ellos; y cuando se emprendía una guerra lo primero que se hacía era sacrificar convenientemente a la divinidad  e interpretar los augurios y ómenes que esa misma divinidad había previamente dispuesto. Y en el siglo XXI no hay en otra religión abrahámica como es el islam ninguna separación entre religión y política.
 
Y, curiosamente, la separación entre religión y política, entre la Iglesia y el Imperio, comenzó en el siglo V por parte de la Iglesia y fue una cuestión de mera supervivencia política por parte de ella. Cuando el Imperio tardorromano se hundía en el último cuarto del siglo V, la Iglesia quiso separar su suerte (la Iglesia estaba constituyéndose ya en el mayor latifundista del Imperio, la mayor  propietaria de bienes raíces en iglesias, monasterios y campos adyacentes) de la del Imperio Romano.
 
Y para ello se aprovechó de una teología sobre la condición humana y la obra dela gracia divina que provenía de san Agustín en último término. La Iglesia sobre todo comenzó a promover una cierta separación del Imperio utilizando ideas que había propagado la obra de Próspero de Aquitania en el segundo cuarto del siglo V (De vera humilitate, que en realidad no hablaba de la humildad, sino de la riqueza de la Iglesia y de cómo justificarla): es tal la dependencia humana de la gracia divina –afirmaba– que el pasado, es decir, el Imperio, no contribuía para nada al presente. En realidad no se necesitaba ya al Imperio, porque con el advenimiento del cristianismo Dios lo había hecho todo nuevo (Apocalipsis 21,5); para reformar el mundo bastaba con el milagro diario de la gracia. De hecho, con esta doctrina empezó a fundamentarse la noción de que la historia de la Iglesia era independiente de la historia del Imperio. Y con esta idea comenzaba también a separarse el poder civil del eclesiástico que deseaba su propia independencia. Esto era solo el comienzo y faltará aún mucho tiempo para que la Iglesia llegue al extremo opuesto: considerarse superior al estado y exigir no solo el “poder de la cruz”, sino también “el de la espada”, en el sentido de que la segunda se someta plenamente a la primera.
 
Saludos cordiales de Antonio Piñero
Universidad Complutense de Madrid
www.ciudadanojesus.com 

Martes, 14 de Febrero 2017


Editado por
Antonio Piñero
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.





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