Hoy escriben Mercedes López Salvá y Miguel Herrero de Jáuregui
La doctrina de la transmigración fue asumida, como vemos en los respectivos capítulos de este libro, por la especulación órfica y pitagórica, y aceptada por autores como Empédocles y Platón, quien, ya en su madurez, la incorporó con algunas modificaciones a su filosofía . A través del platonismo medio el concepto de transmigración penetró, como veremos, en ciertos sectores del cristianismo alejandrino y también en el gnosticismo. Lo trataron autores como Tertuliano y los Padres capadocios. Así como Platón pensaba que el alma si era inmortal debía ser también no generada, de igual modo algunos de los primeros teólogos cristianos defendieron que el alma existía antes del nacimiento del cuerpo. Tal fue el caso de Orígenes y de los gnósticos, que tanto por influjo de Platón como por propia reflexión adoptaron esta creencia. Respecto al destino del alma estos teólogos creían que después de las necesarias purificaciones todas las almas alcanzarían el objetivo final de la visión beatífica.
Cabe señalar que la reencarnación es tratada, aunque sea para criticarla o rechazarla, por la mayor parte de apologistas y Padres de la Iglesia, quienes en ocasiones acumulan una serie de argumentos en contra, que devendrán tópicos: Tertuliano, siguiendo a Ireneo, es el autor que con más fuerza los esgrime. Otros autores como Hermias o Gregorio de Nazianzo también dedicarán largos pasajes a la refutación de la reencarnación, dentro de la polémica antiplatónica, antignóstica y antiorigenista .
Dada la difusión de la doctrina de la transmigración, el Concilio de Nicea (325) , convocado por el emperador Constantino para defender la unidad del cristianismo, fijó que después de la muerte habría un juicio, por el que unos irían al cielo y otros al infierno, lo que fue ratificado por los concilios de Lyon (1274) y de Florencia (1439). En el II Concilio de Constantinopla, convocado bajo los auspicios del Emperador Justiniano y celebrado en mayo del 553, se declaró anatema a quienes defendieran las doctrinas de Orígenes. El hecho de que dos siglos después de haber formulado éste sus enseñanzas se escogieran quince, entre ellas la de la preexistencia del alma, para discutirlas y después condenarlas en el Concilio, no es sino prueba de la popularidad y extensión de la que gozaban entre la población cristiana.
Los Primeros Padres encontraron dificultades para pronunciarse sobre si el alma es mortal o inmortal. La Iglesia asumió la doctrina platónica de la inmortalidad del alma y la definió como dogma en el V Concilio de Letrán (1513). En el IV Concilio de Letrán (1215), presidido por el Papa Inocencio III, se definió también como dogma la eternidad del infierno y los suplicios eternos para los réprobos, anatematizando así la idea defendida por Orígenes de que al final de los tiempos, y después de múltiples ciclos cósmicos, todas las almas se unirían a Dios.
Las definiciones de la jerarquía eclesiástica cerraron el paso a la idea de una posible liberación de las almas réprobas después de la muerte y más aún a la de que el alma viajara de un cuerpo a otro para su purificación o a la esperanza de una salvación universal, que sería el objetivo final de la doctrina de la transmigración. Pero veamos cuál es el eco que se hacen de estas doctrinas los Padres de la Iglesia antigua y cuál fue su actitud ante ella.
Saludos cordiales de Mercedes López Salvá y Miguel Herrero de Jáuregui
Dos notas:
1. Recuerdo que esta miniserie sobre la reencarnación es un capítulo del libro que mencioné ayer (Alberto Bernabé, Madayo Kahle y Marco Antonio Santamaría (eds.), Reencarnación. La transmigración de las almas entre Oriente y Occidente, Abada Editores, Madrid, 2011, ISBN: 978-84-15289-25-8) y que no se ha escrito expresamente para el Blog o Facebook.
2. Mañana haré una pequeña observación a la materia de esta Introducción.
Saludos de Antonio Piñero