Escribe Gonzalo Fontana
Hoy quiero dedicar el espacio que tan amablemente me cede el Prof. Piñero a exponer alguna idea sobre la autoría de los evangelios de Lucas y de Juan; o, más bien, a tratar de reconstruir qué pensaba sobre esa cuestión un importante autor de la cristiandad primitiva: Papías de Hierápolis (¿hacia. 140?), escritor del que sólo han sobrevivido unos pocos fragmentos. El texto se puede encontrar completo en: G. Fontana, “La autoría del Evangelio de Lucas a la luz del fragmento 2 Lightfoot de Papías de Hierápolis”, en la obra colectiva, Otium cum dignitate, Universidad de Zaragoza, 2013, pp. 665-676.
No obstante, y antes de comenzar, deseo hacerle una pequeña precisión al prof. Piñero. Y quiero hacerla en público. En un par de ocasiones al reseñar mis trabajos, ha comentado que “está de acuerdo conmigo”. Pongamos las cosas en su sitio. Esa frase revela una modestia excesiva; pero sobre todo una gran generosidad. En realidad, soy yo quien está de acuerdo con él, que no es lo mismo. Mucho de cuanto he escrito evidencia una deuda indisimulable con el conjunto de su obra; y, sobre todo, con los principios metodológicos e intelectuales que la orientan. Y en ese mismo sentido, también he de reconocer pareja deuda con el prof. Montserrat Torrents. Quien no haya leído su Sinagoga Cristiana ha de hacerlo.
Dicho esto, volvamos, pues, a nuestro asunto. No es preciso insistir en que los textos evangélicos carecían de la más mínima indicación acerca de la identidad de sus autores. La primera referencia explícita a una autoría corresponde, en efecto, a Papías (EUSEBIO DE CESAREA, Historia Eclesiástica III 39, 16), quien alude a unos escritos de Mateo y a un texto de Marcos en el que éste habría redactado las enseñanzas de Pedro. En contraste, Papías no menciona a Lucas como autor de ningún texto evangélico; y, lo que es más, ni siquiera parece tener noticia de la existencia de un tercer —ni tampoco de un cuarto— evangelio. En cambio, unas décadas después, el canon Muratori y, por supuesto, Ireneo de Lyon, ya tienen establecidos los cuatro autores tradicionales, cuya autoría se mantuvo incólume durante largos siglos. Sin embargo, ya desde el s. XIX, la crítica ya desechó esas atribuciones. Eran textos anónimos sobre cuya autoría concreta era inútil indagar: “Es evidente que ninguno de los dos libros [Lc, Hchs], y todavía menos sus prólogos, pueden ser atribuidos a un escritor de época apostólica y, por tanto, a Lucas.” (A. Loisy, que dicho sea de paso, es uno de mis héroes intelectuales: por favor no se pierdan su maravillosa autobiografía Choses passées). Este sería, pues, el fin del proceso indagatorio. Sería imposible dar un paso más en busca de los autores de los evangelios. Ahora bien, una relectura de un fragmento de Papías puede contribuir a replantear de nuevo la cuestión:
“No vacilaré en ponerte ordenadamente con las interpretaciones todo cuanto un día aprendí muy bien de los presbíteros y que bien recuerdo, segurísimo como estoy de su verdad. Porque yo no me complacía (...) sino en los que enseñan la verdad; ni tampoco en los que recuerdan mandamientos ajenos, sino en los que traen a la memoria los que se han dado a la fe de parte del Señor y nacen de la verdad misma. Y si acaso llegaba alguno que había seguido también a los presbíteros, yo procuraba discernir las palabras de los presbíteros: qué dijo Andrés, o Pedro, o Felipe, o Tomás o Santiago o Juan, o Mateo o cualquier otro de los discípulos del Señor, y qué dicen Aristión y el Presbítero Juan, discípulos del Señor, porque yo pensaba que no me aprovecharía tanto lo que sacara de los libros como lo que proviene de una voz viva y perdurable.” (EUSEBIO DE CESAREA, Historia Eclesiástica III 39, 3-4)
Pues bien, antes de nada, es preciso señalar que el texto presenta, a mi juicio, una evidente corrupción, ya que no tiene sentido denominar “discípulos del Señor” al desconocido Aristión y al “presbítero Juan”. No tanto porque ninguno de ellos forme parte de las listas apostólicas, cuanto por el hecho de que, como veremos, la propia lógica interna del texto obliga a considerar que, en la mente de Papías, forman parte de una categoría distinta a la de los discípulos directos del Señor. Más aún, es esta falla textual la que nos permitirá adentrarnos en el análisis del texto. Examinemos la cuestión. Perteneciente seguramente al prólogo de su obra, el fragmento de Papías trata de justificar la solidez del mensaje que va a transmitir a su destinatario; y, para ello, decide apoyar sus enseñanzas en las que él mismo recibió de ciertos predicadores que, a su vez, las habían recibido de los presbíteros, la generación que pudo oír a los discípulos directos del Señor. Esta idea de transmisión oral directa es la garantía de la continuidad e integridad de un mensaje transmitido de generación en generación: 1. El Señor 2. Los discípulos del Señor 3. Los presbíteros 4. Alguno de los que había seguido a los presbíteros 5. yo (Papías) 6. tú (el destinatario de la obra).
Papías considera que el mensaje se ha mantenido inalterable hasta él, no solo debido a sus propias capacidades personales, sino, sobre todo, porque este ha sido transmitido de viva voz, lo cual garantiza un mensaje vivo y perdurable. En contraste con nuestro mundo, más proclive a conceder mayor autoridad y fundamento al texto escrito (documento, fuente, lo llamamos) que a la palabra oral (tildada de rumores, leyendas populares, etc…), Papías vive todavía en una realidad en la que esta última es el auténtico punto de partida de su experiencia religiosa. El relato de Jesús no le llegó a través de la meditación personal que le hubiera procurado una lectura solitaria e intelectualizada, sino a través de la predicación de unos misioneros que daban cuenta de cómo los acontecimientos que narraban habían transformado sus vidas. En ese contexto mental, los textos escritos serían, más bien, meros apoyos de la predicación oral. No es, pues, casual que Papías establezca una comparación entre libros y palabra viva. Los libros, al haber podido ser escritos por cualquiera, no son tan fidedignos como la propia predicación oral. Por ello, emprendió la tarea de tratar de discernir con la máxima exactitud quién había dicho qué. Y es que, al parecer, los relatos orales no coincidían del todo con lo transmitido por Aristión y Juan el Presbítero. Obsérvese que la estructura del párrafo está organizada en torno al “y” (“te” en gr.), que marca los dos miembros de la polaridad establecida por Papías:
“Decidí distinguir entre”
1: Las palabras de los presbíteros: que reproducían las de los apóstoles, Pedro, Juan etc…
[y] (te)
2. Los relatos de Aristión y Juan el Presbítero
Obsérvese que los tiempos verbales de cada uno de los dos miembros son distintos. De un lado, el aoristo eipen, «dijo» que se formula en relación con las palabras de los apóstoles (m. 1), denota que estas pertenecen a un tiempo que el autor da por pasado. En cambio, los relatos de Aristión y Juan el Presbítero (m. 2) están marcados por un presente légousin (“dicen”), lo cual evidencia que ambos segmentos están claramente separados en la percepción temporal del redactor del texto. De ahí que, a mi juicio, resulte imposible asumir que Papías hubiera denominado a estos dos personajes “discípulos del señor”. Por tanto, el sintagma ha de ser considerado, al menos a nuestro juicio, como una corrupción textual.
En definitiva, Papías tuvo acceso a dos tipos de fuentes doctrinales: de un lado, los predicadores ambulantes sucesores de los presbíteros; pero, de otro, también tuvo acceso a algunos libros: en concreto, a las obras de Juan el Presbítero y a las de Aristión. Y ante las discrepancias, se vio en la necesidad de elegir entre las versiones que le suministraba el recuerdo vivo de quienes habían convivido con él y las informaciones que le suministraban unos textos que se le antojaban fríos y carentes de contextura vital. Según esto, la estructura de la última frase del texto es de carácter quiástico (cruzado), en la medida en que el concepto “voz” va claramente asociado al ámbito de la predicación de los predicadores ambulantes y el de “libros” al de Aristión y Juan el Presbítero:
Los Presbíteros --------------------------------- la voz viva y perdurable
Aristión y el presbítero Juan ----------------- los libros
Ahora bien, ¿cuáles eran los perdidos libros de Juan el Presbítero y de Aristión?
Mañana, la solución.
Saludos cordiales de Gonzalo FONTANA ELBOJ
Profesor Titular de Filología Latina de la Universidad de Zaragoza
Hoy quiero dedicar el espacio que tan amablemente me cede el Prof. Piñero a exponer alguna idea sobre la autoría de los evangelios de Lucas y de Juan; o, más bien, a tratar de reconstruir qué pensaba sobre esa cuestión un importante autor de la cristiandad primitiva: Papías de Hierápolis (¿hacia. 140?), escritor del que sólo han sobrevivido unos pocos fragmentos. El texto se puede encontrar completo en: G. Fontana, “La autoría del Evangelio de Lucas a la luz del fragmento 2 Lightfoot de Papías de Hierápolis”, en la obra colectiva, Otium cum dignitate, Universidad de Zaragoza, 2013, pp. 665-676.
No obstante, y antes de comenzar, deseo hacerle una pequeña precisión al prof. Piñero. Y quiero hacerla en público. En un par de ocasiones al reseñar mis trabajos, ha comentado que “está de acuerdo conmigo”. Pongamos las cosas en su sitio. Esa frase revela una modestia excesiva; pero sobre todo una gran generosidad. En realidad, soy yo quien está de acuerdo con él, que no es lo mismo. Mucho de cuanto he escrito evidencia una deuda indisimulable con el conjunto de su obra; y, sobre todo, con los principios metodológicos e intelectuales que la orientan. Y en ese mismo sentido, también he de reconocer pareja deuda con el prof. Montserrat Torrents. Quien no haya leído su Sinagoga Cristiana ha de hacerlo.
Dicho esto, volvamos, pues, a nuestro asunto. No es preciso insistir en que los textos evangélicos carecían de la más mínima indicación acerca de la identidad de sus autores. La primera referencia explícita a una autoría corresponde, en efecto, a Papías (EUSEBIO DE CESAREA, Historia Eclesiástica III 39, 16), quien alude a unos escritos de Mateo y a un texto de Marcos en el que éste habría redactado las enseñanzas de Pedro. En contraste, Papías no menciona a Lucas como autor de ningún texto evangélico; y, lo que es más, ni siquiera parece tener noticia de la existencia de un tercer —ni tampoco de un cuarto— evangelio. En cambio, unas décadas después, el canon Muratori y, por supuesto, Ireneo de Lyon, ya tienen establecidos los cuatro autores tradicionales, cuya autoría se mantuvo incólume durante largos siglos. Sin embargo, ya desde el s. XIX, la crítica ya desechó esas atribuciones. Eran textos anónimos sobre cuya autoría concreta era inútil indagar: “Es evidente que ninguno de los dos libros [Lc, Hchs], y todavía menos sus prólogos, pueden ser atribuidos a un escritor de época apostólica y, por tanto, a Lucas.” (A. Loisy, que dicho sea de paso, es uno de mis héroes intelectuales: por favor no se pierdan su maravillosa autobiografía Choses passées). Este sería, pues, el fin del proceso indagatorio. Sería imposible dar un paso más en busca de los autores de los evangelios. Ahora bien, una relectura de un fragmento de Papías puede contribuir a replantear de nuevo la cuestión:
“No vacilaré en ponerte ordenadamente con las interpretaciones todo cuanto un día aprendí muy bien de los presbíteros y que bien recuerdo, segurísimo como estoy de su verdad. Porque yo no me complacía (...) sino en los que enseñan la verdad; ni tampoco en los que recuerdan mandamientos ajenos, sino en los que traen a la memoria los que se han dado a la fe de parte del Señor y nacen de la verdad misma. Y si acaso llegaba alguno que había seguido también a los presbíteros, yo procuraba discernir las palabras de los presbíteros: qué dijo Andrés, o Pedro, o Felipe, o Tomás o Santiago o Juan, o Mateo o cualquier otro de los discípulos del Señor, y qué dicen Aristión y el Presbítero Juan, discípulos del Señor, porque yo pensaba que no me aprovecharía tanto lo que sacara de los libros como lo que proviene de una voz viva y perdurable.” (EUSEBIO DE CESAREA, Historia Eclesiástica III 39, 3-4)
Pues bien, antes de nada, es preciso señalar que el texto presenta, a mi juicio, una evidente corrupción, ya que no tiene sentido denominar “discípulos del Señor” al desconocido Aristión y al “presbítero Juan”. No tanto porque ninguno de ellos forme parte de las listas apostólicas, cuanto por el hecho de que, como veremos, la propia lógica interna del texto obliga a considerar que, en la mente de Papías, forman parte de una categoría distinta a la de los discípulos directos del Señor. Más aún, es esta falla textual la que nos permitirá adentrarnos en el análisis del texto. Examinemos la cuestión. Perteneciente seguramente al prólogo de su obra, el fragmento de Papías trata de justificar la solidez del mensaje que va a transmitir a su destinatario; y, para ello, decide apoyar sus enseñanzas en las que él mismo recibió de ciertos predicadores que, a su vez, las habían recibido de los presbíteros, la generación que pudo oír a los discípulos directos del Señor. Esta idea de transmisión oral directa es la garantía de la continuidad e integridad de un mensaje transmitido de generación en generación: 1. El Señor 2. Los discípulos del Señor 3. Los presbíteros 4. Alguno de los que había seguido a los presbíteros 5. yo (Papías) 6. tú (el destinatario de la obra).
Papías considera que el mensaje se ha mantenido inalterable hasta él, no solo debido a sus propias capacidades personales, sino, sobre todo, porque este ha sido transmitido de viva voz, lo cual garantiza un mensaje vivo y perdurable. En contraste con nuestro mundo, más proclive a conceder mayor autoridad y fundamento al texto escrito (documento, fuente, lo llamamos) que a la palabra oral (tildada de rumores, leyendas populares, etc…), Papías vive todavía en una realidad en la que esta última es el auténtico punto de partida de su experiencia religiosa. El relato de Jesús no le llegó a través de la meditación personal que le hubiera procurado una lectura solitaria e intelectualizada, sino a través de la predicación de unos misioneros que daban cuenta de cómo los acontecimientos que narraban habían transformado sus vidas. En ese contexto mental, los textos escritos serían, más bien, meros apoyos de la predicación oral. No es, pues, casual que Papías establezca una comparación entre libros y palabra viva. Los libros, al haber podido ser escritos por cualquiera, no son tan fidedignos como la propia predicación oral. Por ello, emprendió la tarea de tratar de discernir con la máxima exactitud quién había dicho qué. Y es que, al parecer, los relatos orales no coincidían del todo con lo transmitido por Aristión y Juan el Presbítero. Obsérvese que la estructura del párrafo está organizada en torno al “y” (“te” en gr.), que marca los dos miembros de la polaridad establecida por Papías:
“Decidí distinguir entre”
1: Las palabras de los presbíteros: que reproducían las de los apóstoles, Pedro, Juan etc…
[y] (te)
2. Los relatos de Aristión y Juan el Presbítero
Obsérvese que los tiempos verbales de cada uno de los dos miembros son distintos. De un lado, el aoristo eipen, «dijo» que se formula en relación con las palabras de los apóstoles (m. 1), denota que estas pertenecen a un tiempo que el autor da por pasado. En cambio, los relatos de Aristión y Juan el Presbítero (m. 2) están marcados por un presente légousin (“dicen”), lo cual evidencia que ambos segmentos están claramente separados en la percepción temporal del redactor del texto. De ahí que, a mi juicio, resulte imposible asumir que Papías hubiera denominado a estos dos personajes “discípulos del señor”. Por tanto, el sintagma ha de ser considerado, al menos a nuestro juicio, como una corrupción textual.
En definitiva, Papías tuvo acceso a dos tipos de fuentes doctrinales: de un lado, los predicadores ambulantes sucesores de los presbíteros; pero, de otro, también tuvo acceso a algunos libros: en concreto, a las obras de Juan el Presbítero y a las de Aristión. Y ante las discrepancias, se vio en la necesidad de elegir entre las versiones que le suministraba el recuerdo vivo de quienes habían convivido con él y las informaciones que le suministraban unos textos que se le antojaban fríos y carentes de contextura vital. Según esto, la estructura de la última frase del texto es de carácter quiástico (cruzado), en la medida en que el concepto “voz” va claramente asociado al ámbito de la predicación de los predicadores ambulantes y el de “libros” al de Aristión y Juan el Presbítero:
Los Presbíteros --------------------------------- la voz viva y perdurable
Aristión y el presbítero Juan ----------------- los libros
Ahora bien, ¿cuáles eran los perdidos libros de Juan el Presbítero y de Aristión?
Mañana, la solución.
Saludos cordiales de Gonzalo FONTANA ELBOJ
Profesor Titular de Filología Latina de la Universidad de Zaragoza