Hoy escribe Gonzalo del Cerro
Libro de san Juan evangelista, el teólogo
Una de las tradiciones mejor conservadas en la comunidad cristiana sobre el apóstol Juan de Zebedeo es la que lo vincula a la madre de Jesús. La escena de la crucifixión recoge el diálogo entre el crucificado y su madre. Estaban junto a la cruz la madre de Jesús y otras piadosas mujeres. Dice el texto de Juan: “Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su madre: «Mujer, he ahí a tu hijo». Luego dijo al discípulo: «He ahí a tu madre». Desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa” (Jn 19,26-27).
Entre otras tradiciones sobre el apóstol Juan, tiene gran presencia en los textos la idea de que vivió en Éfeso con la madre de Jesús. Es lógico, pues, que Juan tenga una presencia especial en los relatos sobre la vida de la virgen María. De forma muy particular, en los apócrifos que hablan de la Asunción de María al cielo en cuerpo y alma. El más antiguo de estos apócrifos es el que lleva como epígrafe o título Libro de san Juan evangelista, el teólogo. Una obra del siglo IV, pero que podría recoger tradiciones de mayor antigüedad, como parece demostrar la obra del Pseudo Melitón, De Transitu uirginis Mariae (MIGNE, PG V 1231).
Juan narra los sucesos en primera persona con la intención de dar mayor garantía de realidad a su relato. María acudía al sepulcro de Jesús a orar, lo que levantaba las iras de los judíos, que habían prohibido las visitas al sepulcro vacío de Jesús. El arcángel Gabriel había anunciado la cercanía de su tránsito. Estaba la Virgen orando para que el Señor le enviase al apóstol Juan. “Mientras ella estaba en oración, me presenté yo, Juan, porque el Espíritu me arrebató por medio de una nube desde Éfeso” (LibJnEv 6). María veía cumplido el encargo de Jesús desde la cruz. Mucho más cuando Juan le aseguró que el Señor estaba a punto de llegar según le había prometido. Con él llegarían los demás apóstoles. Ellos impedirían que los judíos cumplieran sus amenazas de quemar el cuerpo de la Virgen, porque la corrupción no tocaría su santo y precioso cuerpo.
Mientras Juan se puso en oración, el Espíritu invitó a los apóstoles a subir en sendas nubes para viajar desde sus tierras de misión hasta la casa de María en Belén. Quiso la Virgen conocer cómo habían llegado tan pronto hasta ella, por lo que cada uno de los apóstoles contó su peripecia personal. Juan habló de su caso diciendo: “En el momento en que yo me encontraba en Éfeso para celebrar los oficios, el Espíritu Santo me dijo: «Ha llegado el momento de la partida de la madre de tu Señor. Marcha a Belén para despedirla». Entonces una nube luminosa me arrebató y me depositó en la puerta de la casa donde yaces” (c. 17).
Cuenta luego Juan que fue testigo (“yo vi”) de numerosos milagros que se producían alrededor de la casa donde María se encontraba. Todos los enfermos que tocaban el muro de la casa quedaban automáticamente curados. Se creó un ambiente que molestó profundamente a los judíos, que acudieron al gobernador en demanda de auxilio. El gobernador se resistía en principio, pero acabó enviando a Belén un contingente de mil hombres para resolver la situación. El Espíritu Santo vino en ayuda de los apóstoles y les recomendó que viajaran a Jerusalén en el mismo medio de transporte que los había traído hasta Belén. Llevando el lecho de la Señora, se trasladaron los apóstoles a Jerusalén sobre una nube.
El relato de Juan sigue contando del furor de los judíos y su empeño en incendiar la casa de la Virgen. Pero surgió de la casa un fuego luminoso que abrasó a gran cantidad de judíos. El hecho prodigioso produjo una gran disensión entre los mismos judíos, pues muchos creyeron en el nombre de Jesucristo, mientras otros siguieron recalcitrantes. “Cuando estábamos los apóstoles en Jerusalén, continúa contando Juan, nos dijo el Espíritu Santo” que el tránsito de María se efectuaría en domingo. Pues en domingo habían tenido lugar la anunciación, el nacimiento de Jesús, la entrada solemne en Jerusalén y la resurrección.
Llegó el Señor con un inmenso ejército de ángeles y se llevó el alma de su madre al paraíso. Se oyó una voz del cielo que decía: “Bendita tú entre las mujeres”. Juan describe los detalles como testigo ocular. “Fuimos a toda prisa Pedro y yo Juan… y abrazamos sus sagrados pies para ser santificados”. Los apóstoles colocaron el santo cuerpo de María en un féretro y se lo llevaron. Durante el traslado del cuerpo, tuvo lugar el incidente del judío Jefonías, que se lanzó contra el féretro. Pero un ángel separó del cuerpo sus dos manos que quedaron colgadas del féretro en el aire. Pedro deshizo el entuerto, de manera que las manos de Jefonías regresaron a su lugar, por lo que creyó y glorificó a Dios (c. 47).
Los apóstoles llevaron el cuerpo de María y lo depositaron en Getsemaní en un sepulcro nuevo. Salía un suave perfume del sepulcro y se oían “voces celestiales de ángeles que glorificaban a su Hijo, nuestro Dios”. A los tres días cesaron las voces, por lo que todos supieron que el sagrado cuerpo de la Virgen había sido trasladado al paraíso. Termina Juan su relato con estas palabras: “Nosotros, pues, los apóstoles, al contemplar el repentino y venerable traslado del santo cuerpo de María, dimos gloria a Dios que nos manifestó sus maravillas acerca del tránsito de la madre de nuestro Señor Jesucristo” (c. 50).
(Fotografía: Tiziano, "La Asunción")
Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Libro de san Juan evangelista, el teólogo
Una de las tradiciones mejor conservadas en la comunidad cristiana sobre el apóstol Juan de Zebedeo es la que lo vincula a la madre de Jesús. La escena de la crucifixión recoge el diálogo entre el crucificado y su madre. Estaban junto a la cruz la madre de Jesús y otras piadosas mujeres. Dice el texto de Juan: “Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su madre: «Mujer, he ahí a tu hijo». Luego dijo al discípulo: «He ahí a tu madre». Desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa” (Jn 19,26-27).
Entre otras tradiciones sobre el apóstol Juan, tiene gran presencia en los textos la idea de que vivió en Éfeso con la madre de Jesús. Es lógico, pues, que Juan tenga una presencia especial en los relatos sobre la vida de la virgen María. De forma muy particular, en los apócrifos que hablan de la Asunción de María al cielo en cuerpo y alma. El más antiguo de estos apócrifos es el que lleva como epígrafe o título Libro de san Juan evangelista, el teólogo. Una obra del siglo IV, pero que podría recoger tradiciones de mayor antigüedad, como parece demostrar la obra del Pseudo Melitón, De Transitu uirginis Mariae (MIGNE, PG V 1231).
Juan narra los sucesos en primera persona con la intención de dar mayor garantía de realidad a su relato. María acudía al sepulcro de Jesús a orar, lo que levantaba las iras de los judíos, que habían prohibido las visitas al sepulcro vacío de Jesús. El arcángel Gabriel había anunciado la cercanía de su tránsito. Estaba la Virgen orando para que el Señor le enviase al apóstol Juan. “Mientras ella estaba en oración, me presenté yo, Juan, porque el Espíritu me arrebató por medio de una nube desde Éfeso” (LibJnEv 6). María veía cumplido el encargo de Jesús desde la cruz. Mucho más cuando Juan le aseguró que el Señor estaba a punto de llegar según le había prometido. Con él llegarían los demás apóstoles. Ellos impedirían que los judíos cumplieran sus amenazas de quemar el cuerpo de la Virgen, porque la corrupción no tocaría su santo y precioso cuerpo.
Mientras Juan se puso en oración, el Espíritu invitó a los apóstoles a subir en sendas nubes para viajar desde sus tierras de misión hasta la casa de María en Belén. Quiso la Virgen conocer cómo habían llegado tan pronto hasta ella, por lo que cada uno de los apóstoles contó su peripecia personal. Juan habló de su caso diciendo: “En el momento en que yo me encontraba en Éfeso para celebrar los oficios, el Espíritu Santo me dijo: «Ha llegado el momento de la partida de la madre de tu Señor. Marcha a Belén para despedirla». Entonces una nube luminosa me arrebató y me depositó en la puerta de la casa donde yaces” (c. 17).
Cuenta luego Juan que fue testigo (“yo vi”) de numerosos milagros que se producían alrededor de la casa donde María se encontraba. Todos los enfermos que tocaban el muro de la casa quedaban automáticamente curados. Se creó un ambiente que molestó profundamente a los judíos, que acudieron al gobernador en demanda de auxilio. El gobernador se resistía en principio, pero acabó enviando a Belén un contingente de mil hombres para resolver la situación. El Espíritu Santo vino en ayuda de los apóstoles y les recomendó que viajaran a Jerusalén en el mismo medio de transporte que los había traído hasta Belén. Llevando el lecho de la Señora, se trasladaron los apóstoles a Jerusalén sobre una nube.
El relato de Juan sigue contando del furor de los judíos y su empeño en incendiar la casa de la Virgen. Pero surgió de la casa un fuego luminoso que abrasó a gran cantidad de judíos. El hecho prodigioso produjo una gran disensión entre los mismos judíos, pues muchos creyeron en el nombre de Jesucristo, mientras otros siguieron recalcitrantes. “Cuando estábamos los apóstoles en Jerusalén, continúa contando Juan, nos dijo el Espíritu Santo” que el tránsito de María se efectuaría en domingo. Pues en domingo habían tenido lugar la anunciación, el nacimiento de Jesús, la entrada solemne en Jerusalén y la resurrección.
Llegó el Señor con un inmenso ejército de ángeles y se llevó el alma de su madre al paraíso. Se oyó una voz del cielo que decía: “Bendita tú entre las mujeres”. Juan describe los detalles como testigo ocular. “Fuimos a toda prisa Pedro y yo Juan… y abrazamos sus sagrados pies para ser santificados”. Los apóstoles colocaron el santo cuerpo de María en un féretro y se lo llevaron. Durante el traslado del cuerpo, tuvo lugar el incidente del judío Jefonías, que se lanzó contra el féretro. Pero un ángel separó del cuerpo sus dos manos que quedaron colgadas del féretro en el aire. Pedro deshizo el entuerto, de manera que las manos de Jefonías regresaron a su lugar, por lo que creyó y glorificó a Dios (c. 47).
Los apóstoles llevaron el cuerpo de María y lo depositaron en Getsemaní en un sepulcro nuevo. Salía un suave perfume del sepulcro y se oían “voces celestiales de ángeles que glorificaban a su Hijo, nuestro Dios”. A los tres días cesaron las voces, por lo que todos supieron que el sagrado cuerpo de la Virgen había sido trasladado al paraíso. Termina Juan su relato con estas palabras: “Nosotros, pues, los apóstoles, al contemplar el repentino y venerable traslado del santo cuerpo de María, dimos gloria a Dios que nos manifestó sus maravillas acerca del tránsito de la madre de nuestro Señor Jesucristo” (c. 50).
(Fotografía: Tiziano, "La Asunción")
Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro