Notas

Prisciliano y la corrupción en la Iglesia antigua (V) (555)

Redactado por Antonio Piñero el Martes, 6 de Enero 2015 a las 09:00

Escribe Antonio Piñero

Otro movimiento de renovación interesante fue el de Prisciliano., que pone en evidencia la corrupción reinante en la Iglesia del siglo IV y que explica los movimientos contrarios a ella y de renovación en general, con el consabido deseo de la vuelta a los orígenes.

Fue el grupo fundado por Prisciliano un grupo arcaizante, ascético, pobre, y aparte del interés histórico por sí mismo, lo es más porque se dio en suelo hispano, y porque no es en absoluto improbable que quien está enterrado en Santiago de Compostela no es el apóstol Santiago el Mayor, sino Prisciliano. La vida y obras de este personaje están envueltas en grandes sombras debido a que gran parte de lo que de él sabemos proviene de sus múltiples, potentes y feroces adversarios. Por suerte, estas lagunas se disiparon parcialmente con el descubrimiento en 1885 de un códice con 11 tratados, conservado en la actualidad en Würzburg, que proceden de Prisciliano mismo o bien de sus primeros y más íntimos seguidores, por lo que parecen reflejar bastante bien el pensamiento del maestro.

Los comienzos de la vida de Prisciliano son oscuros. Nació en el norte de España, probablemente en el actual Bierzo, en su parte menos lluviosa y occidental que entonces pertenecía a Galicia, hacia el 330/340, y murió en Tréveris, Alemania, en el 386. Era de familia noble y pudiente y, al parecer, tuvo una excelente educación. Sulpicio Severo –historiador cristiano fallecido hacia el 420-- dice en su Crónica que Prisciliano era un buen orador, versado en todo tipo de lecturas y buen polemista. Se dice también que desde su juventud Prisciliano se interesó con gran curiosidad por temas filosóficos, teológicos y esotéricos. Parece ser que viajó a Egipto y se hizo discípulo de un monje egipcio, de la ciudad de Menfis, de nombre Marcos, del que recibió enseñanzas esotéricas (¿gnósticas?), cuyo contenido no podemos determinar con exactitud más que a través de las quejas y calumnias de sus acusadores.

Pronto, la encendida palabra e intensa pasión y radical deseo en pro de un cristianismo auténtico que animaba el deseo restaurador de Prisciliano promovió en torno a él un conglomerado de seguidores, a la vez que desataba también pasiones en contra. Prisciliano impulsó un movimiento religioso y ascético, igualmente amable de la pobreza y alejado de toda corrupción, que pretendía renovar la Iglesia: un grupo de gentes que deseaba retirarse de las aglomeraciones urbanas y ejercitarse en la soledad de la vida rural, para luego volver a las ciudades y reformar allí la vida de la Iglesia.

Veía Prisciliano en el espíritu monástico y ascético un arma poderosa para volver a los orígenes más puros del cristianismo, que él veía como un movimiento de pobres y de rigurosos ascetas. Por ello promovía el ayuno frecuente, la más estricta pobreza, el apartamiento del sexo, o continencia, todo movido –decía-- por la fuerza del Espíritu Santo que cada cristiano debía poseer en su interior. Impulsaba además Prisciliano el estudio serio y continuo de la Biblia, no sólo de los evangelios sino del Nuevo Testamento completo, y también –adelantándose totalmente a su tiempo-- la investigación de los “otros” evangelios y hechos de los apóstoles, los considerados apócrifos por la Gran Iglesia, por si el Espíritu Santo pudiera haber ocultado en ellos algunas verdades no fácilmente perceptibles en los escritos canónicos.

El movimiento priscilianista fue pronto, naturalmente, objeto de múltiples ataques por parte sobre todo de la jerarquía eclesiástica establecida, cuya vida debemos presumir contraria a estos ideales. Se le acusó de orgías nocturnas, de magia, y de todo tipo de perversión (cosa típica en la época y no lejana hoy a la difamación de políticos adversarios hurgando en sus presuntos extravíos sexuales o monetarios) como diremos en seguida.

Consciente del poder de sus adversarios, el grupo se concentró en sí mismo y mantuvo en torno a sus doctrinas y prácticas un estricto secreto, sólo revelado a los que en verdad querían integrarse en el núcleo de los reformadores. Cuenta Agustín de Hipona que era una máxima de Prisciliano y su grupo –cuando fueran interrogados por la jerarquía-- jurar que no sabían nada, con tal de no revelar ciertas enseñanzas esotéricas mantenidas por él y los suyos.

A partir del 370 se propagó con cierta rapidez este movimiento de renovación por el norte y occidente de España sobre todo, y el sur de las Galias (en la región denominada Aquitania, precisamente en donde había nacido Sulpicio Severo). Es lógico que los obispos de entonces percibieran que ese movimiento de restauración tenía una gran potencialidad de cuestionamiento y subversión del status quo vigente en la Iglesia. Y como es lógico, la primera oposición seria al priscilianismo vino de la propia Iglesia hispana. El metropolita Hidacio, titular de la sede episcopal de Emerita Augusta, e Itacio, obispo de Ossonuba, hoy Faro en Portugal, se opusieron tenazmente al que ya tachaban de heterodoxo. Resultaba claro que cualquier movimiento revisionista que pudiera quebrantar el deseado estatus de la Iglesia era muy mal visto en esos momentos.

Como anunciábamos, pronto circularon contra Prisciliano graves acusaciones: sus ideas teológicas estaban contaminadas de maniqueísmo y de magia, que podía estar fundado en sus contactos de juventud con el monje egipcio antes mencionado, o en el carácter privado y secreto de las reuniones de los más fieles a Prisciliano, en donde probablemente se transmitían algunas enseñanzas sólo consideradas aptas para los iniciados.

Muy pronto también, y siguiendo también la costumbre de siglos anteriores, se acusó a Prisciliano de vida licenciosa: así era la imputación del obispo Itacio de Ossonuba, que se reunían de noche, en campos y bosques, hombres y mujeres priscilianistas, que pasaban las horas nocturnas desnudos y que se entregaban a toda suerte de actos licenciosos. Un sínodo de Zaragoza del 380 prohibió a los clérigos que ingresaran en su movimiento, y que llevaran a cabo oficios litúrgicos en el campo como hacían los priscilianistas, pues fuera del marco de las iglesias oficiales eran más difíciles de supervisar. Al parecer, fue difícil para la Iglesia hispana de entonces condenar a alguien que intentaba vivir un cristianismo auténtico y pobre, a un lector fervoroso de la palabra divina contenida en las Escrituras y a un crítico de las debilidades de la Iglesia en la Hispania del momento.

Entonces ocurrió algo inesperado para los adversarios del grupo priscilianista: un año más tarde del sínodo zaragozano, en el 381, la fama de Prisciliano entre el pueblo de Hispania había crecido tanto que al quedar vacante la sede episcopal de Ávila, fue elegido obispo casi por aclamación. Y fue entonces cuando cargaron más fuertemente contra sus enemigos, porque el poder de Prisciliano empezaba a ser seriamente molesto.

En el 384 el usurpador del poder imperial Magno Máximo, cuya posición política era precaria, pensó que si intervenía contra Prisciliano en favor de la mayoría de la jerarquía católica de Hispania podría ganar prestigio ante la Iglesia local. Por ello ordenó que se celebrara un sínodo en Burdeos donde se pusieran en claro los cargos contra Prisciliano…, que resultó de nuevo condenado (año 384). Tildado ya de heresiarca nada menos que por un sínodo importante, Prisciliano intentó una baza de gran riesgo: apeló al monarca usurpador –que continuaba presentándose como gran defensor de la ortodoxia-- solicitando la revisión de su condena. Para ello se trasladó a la corte de Tréveris deseando intervenir personalmente en su propia defensa. Su acción resultó vana, y en el 386 él y cuatro de sus principales seguidores fueron acusados nuevamente de magia, juzgados por un tribunal imperial, declarados culpables y condenados a muerte. Los cargos contra ellos no eran por desviaciones teológicas, sino el de entregarse a la magia, practicar licenciosas reuniones nocturnas con mujeres, y la costumbre de rezar desnudos. La pasión por su causa reformista, su ingenuidad y celo habían llevado a Prisciliano hasta la muerte. En el trasfondo hay que ver el deseo de Magno Máximo de confiscar las riquezas de Prisciliano.

La sentencia y ejecución del considerado heterodoxo fueron tan sonadas y tan criticadas por muchos que hasta los paganos se escandalizaron de que un hombre piadosísimo y entregado al culto a Dios fuera ajusticiado. También Ambrosio de Milán, aunque en tiempos se hubiese negado a recibir a Prisciliano, Martín de Tours y el entonces papa Siricio criticaron duramente el proceso: era la primera vez en la cristiandad que se condenaba a muerte a un pretendido hereje. En el sur de las Galias y en Hispania Prisciliano fue declarado y reverenciado como mártir, y el movimiento de reforma de la Iglesia que apelaba a las obras, el ejemplo y al recuerdo del ajusticiado, se propagó con mayor fuerza.

Saludos cordiales de Antonio Piñero
Universidad Complutense de Madrid
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Martes, 6 de Enero 2015
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