Escribe Antonio Piñero
Sigo comentando el libro de F. Bermejo, “La invención de Jesús” (Siglo XXI, Madrid 2018). Es muy interesante, me parece, dentro de la primera parte de la obra, en el primer capítulo, la breve pero sustanciosa sección dedicada por el autor a los “Evangelio canonizados” (sic, p. 34; n. 18. Bermejo sigue aquí –en una obra de 2008, citada en la bibliografía– a Enrico Norelli, conocido coautor, con Claudio Moreschini, de una historia de la literatura cristiana, griega y latina, primitiva (B.A.C., serie Maior, Madrid, números 83 y 86, 2007), porque la expresión indica con claridad que la canonización fue un proceso, no un decreto simple, y porque la expresión ayuda a considerar el valor histórico de estas obras. Resumo y valoro los argumentos de Bermejo.
Los evangelios tratan de la vida de Jesús y podrían ser clasificados literariamente como obras pertenecientes al género de la biografía antigua…; es cierto. Pero ante todo –argumenta– son “buenas noticias”, con lo que se constituyen como textos proclamadores de la obra de salvación realizada por Dios a través de Jesús. Y este sesgo es teología, ni historia. El Cuarto Evangelio lo afirma expresamente, pues fue redactado para fortalecer la fe en Jesús como mesías, de modo que el lector pudiera obtener la salvación, “la vida” (Jn 20,30-31). La biografía evangélica, además, carece del “refinamiento lingüístico y filosófico de las biografías grecorromanas” (n. 26; p. 36) y se parecen mucho más a historias populares judías de salvación.
La tendencia de los evangelios a mover el ánimo de los lectores, y a suscitar o confirmar la fe en Jesús, explica el abundante uso de material legendario en sus escritos, como las apariciones angélicas, la concepción virginal de Jesús, o material taumatúrgico, en especial los milagros contra la naturaleza. Este tipo de narraciones carece de fiabilidad histórica. Bermejo señala también los anacronismos del relato evangélico. Se refiere ante todo a la presentación de los sucesos no a la luz de lo que ocurrió realmente (sin duda pueden ser en parte así), sino de un modo “contaminado” por la perspectiva normal del momento en el que se escribieron, a saber, cuarenta a setenta años después de la muerte de Jesús. Un ejemplo: la presentación de todo el pueblo de Jerusalén y sus autoridades como absolutamente hostiles, a muerte, respecto a Jesús es propia, y pude entenderse muy bien, del último cuarto del siglo I, pero es inverosímil en torno al año 30 e.c. Sin embargo, es perfectamente comprensible que se presentara así a los judíos en aquellos años, tras la Guerra judía, en los que se recomponía el pueblo judío, y en los que sus jefes, fundamentalmente fariseos, se manifestaban muy hostiles contra los judeocristianos, ya que estos suponían una fractura importante de la vida espiritual judía, en momentos trágicos en los que convenía a toda costa la unanimidad. Por otro lado, señala nuestro autor que las biografías antiguas eran ante todo laudatorias, encomiásticas, y estaban interesadas más en resaltar los aspectos positivos de la vida y personalidad de los biografiados que la mera descripción histórica de dichos o hechos. El interés laudatorio conlleva la tendencia a la distorsión.
Bermejo rechaza con razón el argumento de que es casi imposible que los evangelios hubieran presentado una “versión muy distinta a Lucas realmente acontecido” (p. 37): sí es posible –razona– porque habían pasado ya muchos años después de la muerte del héroe de la historia, Jesús, porque los autores no eran “palestinos” (personalmente no me parece oportuno hablar de Palestina hasta la época de Adriano, después del 135 e.c., ya que los romanos llamaban Judea o Galilea al territorio de Israel, y los judíos se referían a su tierra como Israel os la “tierra de Israel”), sino gente de la diáspora que no entendían bien a sus colegas israelitas. Además, los dichos de Jesús –y quizás el relato de algunas acciones, como exorcismos o curaciones, fueron redactados en arameo y luego traducidos al griego. Es evidente que el paso de una lengua a otra, de una óptica e ideología a otra, de una mentalidad campesina de Galilea a otra urbana, propia de los autores evangélicos, conlleva cambios serios a la hora de la transmisión. Además no tenemos noticias fiables de que hubiera una información sobre Jesús “formalmente controlada” como pretenden algunos estudiosos.
El autor argumenta que los autores evangélicos tenían una mentalidad muy distinta a los discípulos de Jesús, una mentalidad ahormada por los acontecimientos traumáticos de la inesperada muerte de Jesús y sus consecuencias, y sobre todo por los catastróficos resultados de la gran Guerra, que se inició en el 66 e.c. Ejemplo: en los años 30, más o menos, fecha de la muerte de Jesús, hubiera sido imposible presentar a un prefecto, como Poncio Pilato, abogando por la inocencia de alguien al que podía tachar con toda razón de sedicioso contra el Imperio, y al que acabó crucificando. Pero a partir del año 70 sí era posible. Además a los judeocristianos y paganocristianos les interesaba muchísimo que no le confundieran con judíos sin más, herederos de aquellos que se habían levantado en armas contra el Imperio. Es posible, por otro lado, que los escritores evangélicos no estuvieran en condiciones de “verificar la historicidad” de lo que narraban, o que ni tuvieran demasiado interés en hacerlo. Su obras estaban destinadas para el “consumo interno” de las comunidades a las que iban dirigidas, y ante todo había que legitimar y “reivindicar la figura de Jesús… y demostrar la adhesión de este al Bien” (p. 38).
Es muy interesante en este capítulo, aunque haya sido señalado muchas veces, el amplio párrafo en el que nuestro autor hace una sinopsis de las concomitancias del relato de la pasión de Jesús en el Evangelio de Marcos y sus múltiples contactos con las Escrituras hebreas. Son tantos y tan sólidas las pruebas de esa concomitancia (Salmos; Profetas; Proverbios, etc.) que surge inmediatamente en el lector la duda de si algunos hechos de la pasión –que muestran contactos verbales con pasajes de la Biblia hebrea o de los Setenta– no son un producto histórico, sino más bien que hayan sido construido para que ese hecho o dicho de Jesús concuerde con lo que previamente había sido “vaticinado”. Y esa falta de verosimilitud histórica, o las dudas del estudioso moderno suscitadas por tanta concomitancia con el texto sagrado, se acrecienta –en opinión razonada de Bermejo– cuando se cae en la cuenta de que el guion de la pasión de Marcos coincide con un mito literario judío firmemente asentado en la Biblia: el del justo injustamente perseguido a hasta la muerte y la vindicación por parte de Dios (pp. 39-40 con referencias a autores modernos).
El condicionamiento por lo legendario de posibles detalles históricos (por ejemplo, que Jesús tuvo discípulos), se muestra, también en las narraciones que relatan la vocación/llamada de esos discípulos por parte de Jesús y cómo estos le siguieron abandonando al instante riquezas y pingües negocios (Pedro/Andrés; hijos de Zebedeo; Mateo/Leví). El autor califica estas historias de absolutamente inverosímiles en sí, y refuerza su argumento con la idea de que el esquema “llamada divina y seguimiento/conformidad” es un mito literario bíblico, presente ya en el caso de Abrahán (Gn 12,1-5), o en el de Eliseo respecto a su maestro Elías (1 Re 19,19-21 = p. 40). Los relatos, pues, de seguimiento están condicionados, muy probablemente, por los textos bíblicos. Bermejo deduce en consecuencia que los autores evangélicos “editan” los dichos y hechos de Jesús por medio de un tratamiento del material que llegó a sus manos (oral o escrito) omitiendo información relevante, añadiendo otras cosas de su cosecha, lo que puede “generar anacronismos”, y cambiando la formulación de lo recibido/transmitido, de modo que el lector lo entienda en un sentido concreto y no en otro. Todo ello generó anacronismos, como se ha apuntado, y sobre todo inverosimilitudes en el relato evangélico, lo que mina su posible historicidad.
Por último, me parece razonable la posición del autor cuando afirma su postura contraria a un escepticismo radical respecto al contenido histórico del material evangélico y la posibilidad de no caer en un desánimo absoluto a la hora de obtener datos fiables de la tradición sobre Jesús. Sí se puede, pero –argumenta– con ayuda de una crítica extrema y de “un modo limitado y cauteloso”. El contenido de los evangelios “no es en rigor la figura histórica de Jesús, sino más bien lo que ciertas personas en el siglo i e.c. quisieron que pensáramos sobre Jesús” (p. 41).
Estoy de acuerdo con lo expresado en esta sección.
Seguiremos.
Saludos cordiales de Antonio Piñero
http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html
Sigo comentando el libro de F. Bermejo, “La invención de Jesús” (Siglo XXI, Madrid 2018). Es muy interesante, me parece, dentro de la primera parte de la obra, en el primer capítulo, la breve pero sustanciosa sección dedicada por el autor a los “Evangelio canonizados” (sic, p. 34; n. 18. Bermejo sigue aquí –en una obra de 2008, citada en la bibliografía– a Enrico Norelli, conocido coautor, con Claudio Moreschini, de una historia de la literatura cristiana, griega y latina, primitiva (B.A.C., serie Maior, Madrid, números 83 y 86, 2007), porque la expresión indica con claridad que la canonización fue un proceso, no un decreto simple, y porque la expresión ayuda a considerar el valor histórico de estas obras. Resumo y valoro los argumentos de Bermejo.
Los evangelios tratan de la vida de Jesús y podrían ser clasificados literariamente como obras pertenecientes al género de la biografía antigua…; es cierto. Pero ante todo –argumenta– son “buenas noticias”, con lo que se constituyen como textos proclamadores de la obra de salvación realizada por Dios a través de Jesús. Y este sesgo es teología, ni historia. El Cuarto Evangelio lo afirma expresamente, pues fue redactado para fortalecer la fe en Jesús como mesías, de modo que el lector pudiera obtener la salvación, “la vida” (Jn 20,30-31). La biografía evangélica, además, carece del “refinamiento lingüístico y filosófico de las biografías grecorromanas” (n. 26; p. 36) y se parecen mucho más a historias populares judías de salvación.
La tendencia de los evangelios a mover el ánimo de los lectores, y a suscitar o confirmar la fe en Jesús, explica el abundante uso de material legendario en sus escritos, como las apariciones angélicas, la concepción virginal de Jesús, o material taumatúrgico, en especial los milagros contra la naturaleza. Este tipo de narraciones carece de fiabilidad histórica. Bermejo señala también los anacronismos del relato evangélico. Se refiere ante todo a la presentación de los sucesos no a la luz de lo que ocurrió realmente (sin duda pueden ser en parte así), sino de un modo “contaminado” por la perspectiva normal del momento en el que se escribieron, a saber, cuarenta a setenta años después de la muerte de Jesús. Un ejemplo: la presentación de todo el pueblo de Jerusalén y sus autoridades como absolutamente hostiles, a muerte, respecto a Jesús es propia, y pude entenderse muy bien, del último cuarto del siglo I, pero es inverosímil en torno al año 30 e.c. Sin embargo, es perfectamente comprensible que se presentara así a los judíos en aquellos años, tras la Guerra judía, en los que se recomponía el pueblo judío, y en los que sus jefes, fundamentalmente fariseos, se manifestaban muy hostiles contra los judeocristianos, ya que estos suponían una fractura importante de la vida espiritual judía, en momentos trágicos en los que convenía a toda costa la unanimidad. Por otro lado, señala nuestro autor que las biografías antiguas eran ante todo laudatorias, encomiásticas, y estaban interesadas más en resaltar los aspectos positivos de la vida y personalidad de los biografiados que la mera descripción histórica de dichos o hechos. El interés laudatorio conlleva la tendencia a la distorsión.
Bermejo rechaza con razón el argumento de que es casi imposible que los evangelios hubieran presentado una “versión muy distinta a Lucas realmente acontecido” (p. 37): sí es posible –razona– porque habían pasado ya muchos años después de la muerte del héroe de la historia, Jesús, porque los autores no eran “palestinos” (personalmente no me parece oportuno hablar de Palestina hasta la época de Adriano, después del 135 e.c., ya que los romanos llamaban Judea o Galilea al territorio de Israel, y los judíos se referían a su tierra como Israel os la “tierra de Israel”), sino gente de la diáspora que no entendían bien a sus colegas israelitas. Además, los dichos de Jesús –y quizás el relato de algunas acciones, como exorcismos o curaciones, fueron redactados en arameo y luego traducidos al griego. Es evidente que el paso de una lengua a otra, de una óptica e ideología a otra, de una mentalidad campesina de Galilea a otra urbana, propia de los autores evangélicos, conlleva cambios serios a la hora de la transmisión. Además no tenemos noticias fiables de que hubiera una información sobre Jesús “formalmente controlada” como pretenden algunos estudiosos.
El autor argumenta que los autores evangélicos tenían una mentalidad muy distinta a los discípulos de Jesús, una mentalidad ahormada por los acontecimientos traumáticos de la inesperada muerte de Jesús y sus consecuencias, y sobre todo por los catastróficos resultados de la gran Guerra, que se inició en el 66 e.c. Ejemplo: en los años 30, más o menos, fecha de la muerte de Jesús, hubiera sido imposible presentar a un prefecto, como Poncio Pilato, abogando por la inocencia de alguien al que podía tachar con toda razón de sedicioso contra el Imperio, y al que acabó crucificando. Pero a partir del año 70 sí era posible. Además a los judeocristianos y paganocristianos les interesaba muchísimo que no le confundieran con judíos sin más, herederos de aquellos que se habían levantado en armas contra el Imperio. Es posible, por otro lado, que los escritores evangélicos no estuvieran en condiciones de “verificar la historicidad” de lo que narraban, o que ni tuvieran demasiado interés en hacerlo. Su obras estaban destinadas para el “consumo interno” de las comunidades a las que iban dirigidas, y ante todo había que legitimar y “reivindicar la figura de Jesús… y demostrar la adhesión de este al Bien” (p. 38).
Es muy interesante en este capítulo, aunque haya sido señalado muchas veces, el amplio párrafo en el que nuestro autor hace una sinopsis de las concomitancias del relato de la pasión de Jesús en el Evangelio de Marcos y sus múltiples contactos con las Escrituras hebreas. Son tantos y tan sólidas las pruebas de esa concomitancia (Salmos; Profetas; Proverbios, etc.) que surge inmediatamente en el lector la duda de si algunos hechos de la pasión –que muestran contactos verbales con pasajes de la Biblia hebrea o de los Setenta– no son un producto histórico, sino más bien que hayan sido construido para que ese hecho o dicho de Jesús concuerde con lo que previamente había sido “vaticinado”. Y esa falta de verosimilitud histórica, o las dudas del estudioso moderno suscitadas por tanta concomitancia con el texto sagrado, se acrecienta –en opinión razonada de Bermejo– cuando se cae en la cuenta de que el guion de la pasión de Marcos coincide con un mito literario judío firmemente asentado en la Biblia: el del justo injustamente perseguido a hasta la muerte y la vindicación por parte de Dios (pp. 39-40 con referencias a autores modernos).
El condicionamiento por lo legendario de posibles detalles históricos (por ejemplo, que Jesús tuvo discípulos), se muestra, también en las narraciones que relatan la vocación/llamada de esos discípulos por parte de Jesús y cómo estos le siguieron abandonando al instante riquezas y pingües negocios (Pedro/Andrés; hijos de Zebedeo; Mateo/Leví). El autor califica estas historias de absolutamente inverosímiles en sí, y refuerza su argumento con la idea de que el esquema “llamada divina y seguimiento/conformidad” es un mito literario bíblico, presente ya en el caso de Abrahán (Gn 12,1-5), o en el de Eliseo respecto a su maestro Elías (1 Re 19,19-21 = p. 40). Los relatos, pues, de seguimiento están condicionados, muy probablemente, por los textos bíblicos. Bermejo deduce en consecuencia que los autores evangélicos “editan” los dichos y hechos de Jesús por medio de un tratamiento del material que llegó a sus manos (oral o escrito) omitiendo información relevante, añadiendo otras cosas de su cosecha, lo que puede “generar anacronismos”, y cambiando la formulación de lo recibido/transmitido, de modo que el lector lo entienda en un sentido concreto y no en otro. Todo ello generó anacronismos, como se ha apuntado, y sobre todo inverosimilitudes en el relato evangélico, lo que mina su posible historicidad.
Por último, me parece razonable la posición del autor cuando afirma su postura contraria a un escepticismo radical respecto al contenido histórico del material evangélico y la posibilidad de no caer en un desánimo absoluto a la hora de obtener datos fiables de la tradición sobre Jesús. Sí se puede, pero –argumenta– con ayuda de una crítica extrema y de “un modo limitado y cauteloso”. El contenido de los evangelios “no es en rigor la figura histórica de Jesús, sino más bien lo que ciertas personas en el siglo i e.c. quisieron que pensáramos sobre Jesús” (p. 41).
Estoy de acuerdo con lo expresado en esta sección.
Seguiremos.
Saludos cordiales de Antonio Piñero
http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html