Hoy escribe Gonzalo del Cerro
Todos los presentes quedaron admirados ante lo sucedido con la inmunidad de Juan ante el veneno. Pero Domiciano se dirigió a Juan para decirle que, a pesar de la condena que había decretado contra los cristianos, reconocía que su religión era útil. Por ello, para que no pareciera que anulaba sus propios decretos, lo enviaba al destierro. Juan solicitó y consiguió la libertad para el preso resucitado (c. 12).
Resurrección de una camarera de Domiciano
En medio de estos acontecimientos, una camarera de Domiciano, atacada por un espíritu inmundo, cayó a tierra muerta. El emperador suplicó a Juan que la ayudara. Juan respondió que lo haría para demostrar a Domiciano quién le había comunicado su poder y quién era el que tenía autoridad sobre él y sobre el imperio. Son éstas las mismas palabras que el profeta Daniel dijo a Nabucodonosor según Dan 4,22. La camarera se levantó sana ante la estupefacción del mismo emperador, quien envió a Juan desterrado a la isla de Patmos con la orden de permanecer en ella por un tiempo determinado. (c. 13).
Juan escribe el Apocalipsis
Juan se embarcó para navegar a la isla de Patmos, donde recibió la gracia de contemplar la Revelación del fin de los tiempos. Fue en Patmos donde Juan tuvo la visión de los sucesos del fin del mundo, cuya versión dejó en el libro canónico del Apocalipsis. “Me encontraba, dice, en la isla llamada Patmos” (Ap 1,9). En efecto, al principio del libro bíblico del Apocalipsis, cuenta Juan de las circunstancias en las que le fueron revelados los acontecimientos del fin del mundo. Los Hechos de Juan, escritos por su discípulo Prócoro, cuentan con minuciosos detalles cómo Prócoro escribió el Evangelio al dictado de Juan. Pero en otros escritos apócrifos, como aquí, los datos hacen referencia a la composición del Apocalipsis. Es lo que hace el autor de las Uirtutes Iohannis en su capítulo II. Estando en la isla de Patmos, Juan et uidit et scripsit (“vio y escribió”) el Apocalipsis.
Cuando el emperador Domiciano fue asesinado, subió al trono imperial Nerva, que permitió que todos los desterrados pudieran regresar a sus hogares. Al año de su mandato, designó sucesor a Trajano, quien permitió que Juan regresara a Éfeso. Allí se encargó de la dirección de la Iglesia y ejerció su magisterio. Juan, llegado a una provecta ancianidad, a punto ya de morir, designó a Policarpo para que le sucediera en el cargo de obispo de la iglesia de Éfeso.
Juan el Teólogo ante el emperador Adriano
Existe una nueva recensión del fragmento, (cf. la versión completa del fragmento en el volumen I de los Hechos Apócrifos de los Apóstoles, de A. Piñero y G. Del Cerro, pp. 475-477.) que ofrece algunas novedades al relato anterior. Empieza con el recuerdo de la destrucción del templo de Ártemis, que sirvió de pretexto para que los efesios acusaran a Juan de querer destruir la religión del imperio. Por eso, se dirigían al emperador, que ahora era Adriano, solicitándole que pusiera remedio al incendio que se cernía sobre el pueblo y la región. Envió con urgencia a unos soldados para que trajeran a Roma a Juan el galileo, calificado aquí de “teólogo”. Los soldados lo encontraron vestido humildemente, se llenaron de admiración y le dijeron con todo respeto: “Te llama el emperador de los romanos”.
El teólogo se levantó, tomó su manto y envolvió en él dos puñados de dátiles. Caminó con los soldados y con el relator de los sucesos durante siete días, en los que no probó bocado. El detalle alarmó a sus guardianes, que temían que se les desfalleciera por el camino. Le rogaron, pues, que tomara alimento. El teólogo los tranquilizó tomando unos dátiles.
Llegado a Roma, fue presentado al emperador a quien besó en el pecho y en la cabeza. Sorprendido el emperador por el gesto, preguntó a Juan por los motivos de su actitud. El teólogo respondió con palabras de la Escritura. El beso en el pecho estaba motivado por las palabras de los Proverbios: “El corazón del rey está en las manos de Dios” (Prov 21,1); el beso en la cabeza porque “la mano del Señor está sobre la cabeza del rey” (Sal 80,18; 139,5). Era, por lo tanto, la manera práctica de besar al rey en la mano.
El emperador quedó halagado con la respuesta del teólogo. Y le habló haciendo referencia a las noticias que había recibido sobre su actividad en Éfeso, su persecución de la religión del imperio y de los dioses tradicionales, así como de la introducción de nuevos dioses y cultos extraños. La ocurrencia del recurso a la prueba del veneno es aquí del emperador mismo que deseaba saber si el nuevo Dios tenía poder para ayudar a su siervo en casos extremos. Llamó a un mago famoso, al que pidió que le preparara un veneno que produjera una muerte rápida al que lo tomara.
El mago ofreció la copa al teólogo, que hizo sobre ella la señal de la cruz, invocó el nombre del Señor Jesucristo y la bebió como con gran placer. Cuando el emperador, el mago y los presentes vieron que el teólogo resultaba ileso, quedaron estupefactos. El emperador comenzó a reñir al mago acusándole de no haber preparado la pócima adecuada. La defensa del mago corrió por cuenta del teólogo, que explicó las razones de lo ocurrido recordando las palabras del evangelio de Marcos 16,18. Como prueba proponía que se diera una pócima igual a un condenado a muerte. Cuando trajeron el veneno, el teólogo propuso que se enjuagara solamente con agua la copa en la que él había bebido y se la dieran al condenado. Apenas bebió el preso de la copa, cayó fulminado.
El emperador y los circunstantes quedaron aterrados. Pero Juan explicó que al ser culpable de la muerte de aquel hombre, era lógico que le devolviera la vida. Lo que consiguió tras una larga oración. Cuando vieron lo sucedido el emperador y sus servidores, temieron al Dios de Juan y muchos de ellos creyeron en el apóstol y en su doctrina. El emperador no quiso faltar a las normas imperiales de que los acusados sufrieran de alguna manera su castigo. En consecuencia, ordenó que el teólogo fuera trasladado como desterrado a la isla de Patmos.
El relator concluye diciendo: “El emperador nos envió a la isla de Patmos, en la que pasamos tres años”. El autor del relato está presente a los sucesos y se presenta como actor de ellos en primera persona. En las tradiciones sobre el apóstol Juan es conocido el caso de Prócoro, su discípulo, autor de unos Hechos de Juan, narrados obviamente en primera persona, en los que ocupa al lado de Juan la función de coprotagonista.
Como es obvio, todos estos relatos son leyendas fundadas en tradiciones que tienen más de inventos piadosos que de comprobaciones históricas. Como sucede en otros apócrifos, los autores tratan de ensalzar la figura de los apóstoles protagonistas al gusto de la época en la que escriben sus hagiografías.
(Fotografía del Apocalipsis del Beato)
Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Todos los presentes quedaron admirados ante lo sucedido con la inmunidad de Juan ante el veneno. Pero Domiciano se dirigió a Juan para decirle que, a pesar de la condena que había decretado contra los cristianos, reconocía que su religión era útil. Por ello, para que no pareciera que anulaba sus propios decretos, lo enviaba al destierro. Juan solicitó y consiguió la libertad para el preso resucitado (c. 12).
Resurrección de una camarera de Domiciano
En medio de estos acontecimientos, una camarera de Domiciano, atacada por un espíritu inmundo, cayó a tierra muerta. El emperador suplicó a Juan que la ayudara. Juan respondió que lo haría para demostrar a Domiciano quién le había comunicado su poder y quién era el que tenía autoridad sobre él y sobre el imperio. Son éstas las mismas palabras que el profeta Daniel dijo a Nabucodonosor según Dan 4,22. La camarera se levantó sana ante la estupefacción del mismo emperador, quien envió a Juan desterrado a la isla de Patmos con la orden de permanecer en ella por un tiempo determinado. (c. 13).
Juan escribe el Apocalipsis
Juan se embarcó para navegar a la isla de Patmos, donde recibió la gracia de contemplar la Revelación del fin de los tiempos. Fue en Patmos donde Juan tuvo la visión de los sucesos del fin del mundo, cuya versión dejó en el libro canónico del Apocalipsis. “Me encontraba, dice, en la isla llamada Patmos” (Ap 1,9). En efecto, al principio del libro bíblico del Apocalipsis, cuenta Juan de las circunstancias en las que le fueron revelados los acontecimientos del fin del mundo. Los Hechos de Juan, escritos por su discípulo Prócoro, cuentan con minuciosos detalles cómo Prócoro escribió el Evangelio al dictado de Juan. Pero en otros escritos apócrifos, como aquí, los datos hacen referencia a la composición del Apocalipsis. Es lo que hace el autor de las Uirtutes Iohannis en su capítulo II. Estando en la isla de Patmos, Juan et uidit et scripsit (“vio y escribió”) el Apocalipsis.
Cuando el emperador Domiciano fue asesinado, subió al trono imperial Nerva, que permitió que todos los desterrados pudieran regresar a sus hogares. Al año de su mandato, designó sucesor a Trajano, quien permitió que Juan regresara a Éfeso. Allí se encargó de la dirección de la Iglesia y ejerció su magisterio. Juan, llegado a una provecta ancianidad, a punto ya de morir, designó a Policarpo para que le sucediera en el cargo de obispo de la iglesia de Éfeso.
Juan el Teólogo ante el emperador Adriano
Existe una nueva recensión del fragmento, (cf. la versión completa del fragmento en el volumen I de los Hechos Apócrifos de los Apóstoles, de A. Piñero y G. Del Cerro, pp. 475-477.) que ofrece algunas novedades al relato anterior. Empieza con el recuerdo de la destrucción del templo de Ártemis, que sirvió de pretexto para que los efesios acusaran a Juan de querer destruir la religión del imperio. Por eso, se dirigían al emperador, que ahora era Adriano, solicitándole que pusiera remedio al incendio que se cernía sobre el pueblo y la región. Envió con urgencia a unos soldados para que trajeran a Roma a Juan el galileo, calificado aquí de “teólogo”. Los soldados lo encontraron vestido humildemente, se llenaron de admiración y le dijeron con todo respeto: “Te llama el emperador de los romanos”.
El teólogo se levantó, tomó su manto y envolvió en él dos puñados de dátiles. Caminó con los soldados y con el relator de los sucesos durante siete días, en los que no probó bocado. El detalle alarmó a sus guardianes, que temían que se les desfalleciera por el camino. Le rogaron, pues, que tomara alimento. El teólogo los tranquilizó tomando unos dátiles.
Llegado a Roma, fue presentado al emperador a quien besó en el pecho y en la cabeza. Sorprendido el emperador por el gesto, preguntó a Juan por los motivos de su actitud. El teólogo respondió con palabras de la Escritura. El beso en el pecho estaba motivado por las palabras de los Proverbios: “El corazón del rey está en las manos de Dios” (Prov 21,1); el beso en la cabeza porque “la mano del Señor está sobre la cabeza del rey” (Sal 80,18; 139,5). Era, por lo tanto, la manera práctica de besar al rey en la mano.
El emperador quedó halagado con la respuesta del teólogo. Y le habló haciendo referencia a las noticias que había recibido sobre su actividad en Éfeso, su persecución de la religión del imperio y de los dioses tradicionales, así como de la introducción de nuevos dioses y cultos extraños. La ocurrencia del recurso a la prueba del veneno es aquí del emperador mismo que deseaba saber si el nuevo Dios tenía poder para ayudar a su siervo en casos extremos. Llamó a un mago famoso, al que pidió que le preparara un veneno que produjera una muerte rápida al que lo tomara.
El mago ofreció la copa al teólogo, que hizo sobre ella la señal de la cruz, invocó el nombre del Señor Jesucristo y la bebió como con gran placer. Cuando el emperador, el mago y los presentes vieron que el teólogo resultaba ileso, quedaron estupefactos. El emperador comenzó a reñir al mago acusándole de no haber preparado la pócima adecuada. La defensa del mago corrió por cuenta del teólogo, que explicó las razones de lo ocurrido recordando las palabras del evangelio de Marcos 16,18. Como prueba proponía que se diera una pócima igual a un condenado a muerte. Cuando trajeron el veneno, el teólogo propuso que se enjuagara solamente con agua la copa en la que él había bebido y se la dieran al condenado. Apenas bebió el preso de la copa, cayó fulminado.
El emperador y los circunstantes quedaron aterrados. Pero Juan explicó que al ser culpable de la muerte de aquel hombre, era lógico que le devolviera la vida. Lo que consiguió tras una larga oración. Cuando vieron lo sucedido el emperador y sus servidores, temieron al Dios de Juan y muchos de ellos creyeron en el apóstol y en su doctrina. El emperador no quiso faltar a las normas imperiales de que los acusados sufrieran de alguna manera su castigo. En consecuencia, ordenó que el teólogo fuera trasladado como desterrado a la isla de Patmos.
El relator concluye diciendo: “El emperador nos envió a la isla de Patmos, en la que pasamos tres años”. El autor del relato está presente a los sucesos y se presenta como actor de ellos en primera persona. En las tradiciones sobre el apóstol Juan es conocido el caso de Prócoro, su discípulo, autor de unos Hechos de Juan, narrados obviamente en primera persona, en los que ocupa al lado de Juan la función de coprotagonista.
Como es obvio, todos estos relatos son leyendas fundadas en tradiciones que tienen más de inventos piadosos que de comprobaciones históricas. Como sucede en otros apócrifos, los autores tratan de ensalzar la figura de los apóstoles protagonistas al gusto de la época en la que escriben sus hagiografías.
(Fotografía del Apocalipsis del Beato)
Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro