Hoy escribe Antonio Piñero
Las autoridades del Imperio romano pensaron en general que si se descabezaba el movimiento privándolo de sus dirigentes, los obispos, o cristianos destacados, éste se derrumbaría por sí sólo. Actuando así, confundía al cristianismo con otras religiones del Imperio.
Por ejemplo, parecía evidente a las autoridades que si se hubiera eliminado a todos los sacerdotes de Apolo, de Zeus o incluso de Isis en una ciudad, y se hubiera cerrado sus templos, se habría acabado el culto a estos dioses, ya que consistía ante todo en sacrificios y poco más. Acabado ese culto, la gente se dispersaba, se cerraban a cal y canto los templos y –salvo ciertos sacrificios puramente particulares- el común de los fieles no se reunía hasta la fiesta siguiente…, transcurridos quizás dos o tres meses, o más.
Pero con el cristianismo no ocurría así, evidentemente para nosotros hoy, porque este movimiento formaba un entramado ideológico (teología) y ético (normas morales) y social infinitamente más compacto y activo que cualquier otro culto del Imperio, salvo el de los judíos. Sólo la red económica de las cajas de dinero comunes que servían para la beneficencia (la seguridad social de la época para los cristianos, no para los paganos) tanto externa como sobre todo interna, ayuda a huérfanos, viudas, pobres de solemnidad, hacía de los cristianos un grupo aparte. Volveremos a hablar de ello más tarde en esta serie.
Así pues, sacrificando a unos cuantos obispos o mártires calificados, el Imperio nunca afectó seriamente al cristianismo, que se mantuvo incólume en su estructura, vivo y pujante.
La cosa fue distinta durante la primera persecución seria y global, en todo el Imperio (antes fueron todas parciales), contra el cristianismo promovida por el emperador Decio en el 249-251. Escribe José Montserrat en su obra (que está pidiendo a gritos una reedición) El desafío cristiano. Las razones del perseguidor. Editorial Anaya & Mario Muchnik, Madrid 1992:
“Sus motivaciones fueron claramente político-religiosas. El constante aumento demográfico del cristianismo y su presencia en la vida pública lo convirtieron en un problema político de primera magnitud. En el consejo imperial no se vio más alternativa que la tolerancia o la extinción, y se optó por esta última.
"El edicto de Decio (cuyo texto concreto se ha perdido) atacó a la misma línea de flotación de la nave de la religiosidad cristiana: impuso la obligación universal de ofrecer sacrificios a los dioses oficiales de Roma (es decir, con ello se abjuraba a la vez de Cristo). La prescripción era estricta, y fue urgida por procedimientos censales. Nadie podía escapar; nadie por lo menos que estuviera censado (y lo estaban prácticamente todos).
“La tribulación duró poco, hasta 251, y causó más víctimas morales que físicas. El número de ejecuciones fue, en efecto, limitado, como siempre; en cambio, el número de defecciones fue enorme. Las comunidades abundaron en apóstatas, llamados ‘lapsi’ (‘resbalados; caídos’) que pasada la tormenta clamaron por la readmisión en la Iglesia. De haberse prolongado la persecución algunos años más, la astuta medida de Decio podría haber acabado con (gran parte) de los cristianos.
“Pero, el cristianismo había pagado su gran crecimiento con una neta disminución de su potencial religioso. Hasta el momento, los fieles habían resistido frecuentemente la incitación a la apostasía, que formaba parte de la panoplia represiva de los magistrados, hasta el punto de sorprender o repugnar a los observadores por la obstinación en su fe. Pero la agregación de grandes grupos significó un relajamiento de las normas de adscripción. El resultado fue que los nuevos adeptos cristianos no tuvieron ya la fortaleza antigua, necesaria para realizar el acto heroico que se les exigía –o sacrificar o morir-, y apostataron en masa.
“Luego después de inacabables controversias internas, fueron readmitidos en el seno de las comunidades. Pero con ellos dentro, la iglesia cristiana no fue ya la misma. El cristianismo antiguo naufragó en la persecución de Decio. Lo que persistió empezó a parecerse más a una estructura inflacionaria de poder” (pp. 243-244).
Hasta la siguiente, última y gran persecución del 298 al 313, hubo un período de paz para la Iglesia, turbado sólo por otro momento de represión decretado por el emperador Valeriano en los años 257-258.
En estos más o menos cuarenta y cinco años la iglesia se consolidó, fortaleció y siguió admitiendo nuevos fieles en su seno. Los martirios, siempre públicos, fueron muy bien aprovechados por la propaganda cristiana. Se le dieron relevancia notable de tal modo que el valor de la fe resultó engrandecido por el testimonio de quienes estaban dispuestos a morir por ella de modo tan sublime y heroico. Diríamos que las acciones de la iglesia cristiana cotizaban al alza en el mercado religiosos del momento.
Veremos en la próxima nota cómo todo volvió a cambiar con el Emperador Diocleciano
Saludos cordiales de Antonio Piñero.
www.antoniopinero.com
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En el otro blog de “Religiondigital”, el tema es:
“Los Apóstoles en la literatura apócrifa. Andrés de Betsaida en el resumen de Gregorio de Tours (XV) y "La plegaria de las emanaciones (y XV)”
Saludos de nuevo.