Hoy escribe el Dr. Gonzalo Fontana Elboj, Profesor Titular de Lengua Latina de la Universidad de Zaragoza
Hace unos días, un diario de tirada nacional se hacía eco de una publicación del Prof. Brent D. Shaw en el Journal of Roman Studies que ofrecía una hipótesis francamente sorprendente que podría haberse resumido en un titular periodístico de gran efecto: Nerón no persiguió a los cristianos: otra filfa histórica al descubierto.
Así, el estudioso anglosajón habría debelado una de las imágenes más asentadas y poderosas en el imaginario histórico de occidente: las violentas y espeluznantes acusaciones de Tertuliano, las piadosas leyendas medievales, los romances hispanos (“Mira Nero de Tarpeya...”) y, sobre todo, aquel Nerón de Peter Ustinov que encandiló mis precoces y ya lejanos afanes de historiador. Y es que el relato no sería sino una más de las leyendas difamatorias que Tácito vertió en su obra para denigrar al último de los príncipes de la dinastía Julio-Claudia.
Tácito en sus Anales (XV 38-44) habla del incendio de Roma del año 64 d.C. ocurrido en tiempos de Nerón, emperador en los años 54-68 d.C. incendio del que el propio Nerón hizo responsables a los cristianos para alejar de sí toda clase de sospecha. El texto dice así:
Pero ni los recursos humanos ni la munificencia imperial ni las maneras todas de aplacar al cielo bastaron para acallar el escándalo o disipar la creencia de que el fuego había ocupado el lugar del orden. Por ello, para cortar los rumores, Nerón señaló como culpables, y castigó con la mayor crueldad, a una clase de hombres aborrecidos por sus vicios a los que la turba llamaba cristianos. Cristo, de quien tal nombre trae su origen, había sufrido la pena de muerte durante el reinado de Tiberio, por sentencia del procurador Poncio Pilato (auctor nominis [«christiani»] eius Christus Tiberio imperitante per procuratorem Pontium Pilatum supplicio adfectus erat), y la perniciosa superstición fue contenida durante algún tiempo, pero volvió a brotar de nuevo, no sólo en Judea, patria de aquel mal, sino en la misma capital (Roma), donde todo lo horrible y vergonzoso que hay en el mundo se junta y está de moda.
El principal de los argumentos que el estudioso británico esgrime para defender su propuesta es el de que la descripción que el aristocrático Cornelio hace de los cristianos no corresponde a la realidad del siglo I, sino a la imagen que, un siglo después, construyó de ellos el poder romano.
Ahora bien, una idea que, en otras circunstancias, habría quedado relegada al tranquilo y discreto ámbito de la discusión académica saltó a la prensa y, en consecuencia, quedo expuesta, con pocos matices, ante un público que, en general, carece de criterio para juzgar determinadas informaciones. El objetivo, pues, de esta nota no es tanto el de entrar en una discusión pormenorizada sobre la cuestión, cuanto el de presentar ante los lectores algunas reflexiones sobre la tarea del historiador, las cuales pueden contribuir a que se formen una opinión más fundada sobre la cuestión.
Y para ello, lo primero que hay que saber (y esto es muy importante) es que, en todo relato histórico, siempre hay que distinguir nítidamente dos planos: de un lado, el de los hechos narrados (su veracidad vendrá determinada por el criterio de verosimilitud, como ya señalaba Aristóteles); de otro, el de la realidad cognitiva desde la que el narrador construye su relato.
O de otra manera, todo relato histórico ha de ser contemplado desde dos puntos de vista: de un lado, es una fuente, y como tal, da cuenta de unos hechos que tendremos que evaluar con arreglo a su consistencia fáctica. Pero, de otro, ese mismo relato también es un documento, en la medida en que es un reflejo, siempre muy preciso, del estado mental desde el que escribe el narrador. Y así, puede darse la aparente paradoja de que un relato radicalmente falso como fuente sea, simultáneamente, absolutamente válido como documento. Pondré un ejemplo muy sencillo y zaragozano: el relato de la Virgen del Pilar es un desastre como fuente, en la medida en que da cuenta de unos hechos inasumibles desde el punto de vista fáctico; y como tales no pueden entrar a formar parte de una narración histórica seria; y, sin embargo, son un documento totalmente válido, un documento precioso, ya que reflejan a la perfección la manera de pensar de quienes, en la Edad Media, crearon la leyenda. En ese sentido, es una fuente de sumo interés para reconstruir la mentalidad medieval.
Así pues, todo texto, siempre e independientemente de la verdad fáctica que transmita, es un fiel reflejo del “estado mental” de su autor y del grupo en el que se mueve y al que destina su obra. Ello se hace particularmente cierto a la hora de estudiar los propios textos cristianos, que no pueden ser considerados una “biografía” de Jesús, sino una proyección del conjunto de expectativas y anhelos de los grupos en los que surgieron tales textos. Así lo expresaba con más elegancia Rudolf Bultmann:
We must recognize that a literary work or fragment of tradition is a primary source for the historical situation out of which it arose, and is only a secondary source for the historical details concerning which it gives information (versión inglesa ampliamente difundida del original alemán)
“Debemos reconocer que una obra literaria o fragmento de la tradición es una fuente primaria para la situación histórica de la que surgió, y es sólo una fuente secundaria para la información histórica acerca de las cuales proporciona información”.
Pues bien, por sorprendente que parezca, lo que es válido para los textos evangélicos lo es también para Tácito (y para cualquier otro historiador). Al fin y al cabo el historiador, por mucho que aspire en sus declaraciones programáticas a transmitir fielmente la verdad, no puede escapar a la percepción de la realidad que tiene su propia época, ni a los condicionantes biográficos y sociales que determinan la selección y el tratamiento de sus materiales. El historiador “objetivo” es, en el fondo, una quimera arrogante fruto de un complejo de inferioridad. En rigor, los historiadores antiguos no eran tan pretenciosos y jamás proclamaron ningún afán de objetividad, se conformaban con ser imparciales, que no es lo mismo.
Más aún, en la medida en que el historiador es un sujeto, lo esperable es que produzca discursos subjetivos. Y subjetivo no es sinónimo de arbitrario o poco escrupuloso o deliberadamente falso. Simplemente, es un adjetivo que pone de relieve que la historia es una disciplina enormemente compleja en la que entran multitud de variables que no se pueden integrar en un algoritmo matemático. De hecho, el único historiador objetivo que se me ocurre es aquel individuo dedicado a transcribir guías telefónicas, y ya ven Uds. el interés que tiene labor tan exacta.
Tras esta digresión, podemos volver de nuevo a Tácito y a su relato de la persecución neroniana. Y así distinguiremos los dos planos de los que hemos hablado.
I. Desde el punto de vista fáctico:
a) Los hechos acaecieron en vida del historiador. En el año 64 Tácito tenía unos nueve años. Es muy probable que semejante noticia estuviera perfectamente viva en el año 70, cuando ya le podemos suponer al futuro historiador capacidad para retener informaciones que circularían en su medio social y familiar.
b) La noticia también aparece consignada en la obra de Suetonio (Nero 16, 3). En la medida en que Tácito no es fuente de Suetonio, es de suponer que el chismógrafo imperial de época de Adriano tomó la información de otra fuente. Él mismo, por su posición, tenía acceso a los archivos imperiales.
c) Es muy posible que algún pasaje de la Carta a los Hebreos (10,32-33: “Traed a la memoria los días pasados, en que después de ser iluminados, hubisteis de soportar un duro y doloroso combate, unas veces expuestos públicamente a ultrajes y tribulaciones; otras, haciéndoos solidarios de los que así eran tratados”) haga alusión a los tormentos que padecieron los cristianos (Martin Dibelius).
d) El estado romano persiguió con saña a otras religiones extranjeras. A los devotos de Dióniso, a los cultos isíacos. ¿Por qué no iba a perseguir al grupo cristiano?
e) El estado romano, tomó en varias ocasiones medidas muy duras contra los judíos de Roma. Tanto en época de Tiberio, como en época de Claudio. ¿Por qué no iba a perseguir al grupo cristiano, que no era sino una excéntrica facción judía?
f) Otra cosa es que los acontecimientos ocurrieran tal como los narra Tácito. En un artículo reciente que ya ha sido comentado en estas páginas por el Prof. Piñero, yo mismo expuse una hipótesis verosímil sobre las razones de la persecución. Resumo: los cristianos no fueron perseguidos como tales (sí lo serán en cambio en la acción punitiva que décadas después realizará Plinio el Joven en Bitinia), sino como miembros de una facción que las autoridades judías de la ciudad consideraban peligrosa y disolvente.
En ese sentido, recuerdo la existencia de un lobby judío en la corte imperial, grupo de presión encabezado por Popea o el liberto Antonio Félix. O de otra manera, los cristianos no fueron perseguidos por Nerón como tales, sino como resultado de un conflicto intrajudío. Las autoridades sinagogales de Roma se habrían servido de sus contactos con el poder para exterminar a la amenazadora facción que estaba creando graves conflictos en la comunidad de la capital. Como ya señalaba el maligno Tertuliano: synagogae fontes omnium persecutionum: “Las sinagogas son las fuentes de todas las persecuciones.
g) En cualquier caso, el hecho de que Tácito no sea capaz de explicar convincentemente las razones reales de la persecución, eso no hace de la noticia una mera invención.
h) Los cristianos (en realidad aquí habría que matizar mucho) que él conoce a comienzos del s. II (fue gobernador en Asia en 112, y Éfeso es el principal centro cristiano de la época) como secta ya separada del judaísmo, en el siglo I todavía no habían realizado su ruptura con el judaísmo.
II. Desde el punto de vista cognitivo
Otra cosa es el conjunto de categorías mentales de las que se sirve el historiador para describir a los cristianos, las cuales, efectivamente, corresponden a una época posterior (los Anales fueron escritos ca. 115). Y en esto quiero recordar una ocasión personal: cuando mantuve una discrepancia pública con un eminente especialista, al sostener yo la idea de que el ideario que presenta Tácito no es sino una amplificatio retórica del material que le suministra la carta X, 96 de su amigo Plinio el Joven. No es este el momento ni el ámbito para entrar en un análisis estilístico de este tipo, pero es comprensible que Tácito acudiera a los materiales disponibles para describir a la desconocida secta, a la que desde luego el retrata como una realidad ya desligada del judaísmo, tal como hace el propio Plinio. He aquí su principal anacronismo. Un anacronismo descriptivo, pero básicamente válido en términos fácticos.
Pues bien, si ponemos en tela de juicio con tan pocos argumentos la persecución neroniana, ¿por qué no negar también la crucifixión de Jesús? Al fin y al cabo, los textos que dan noticia de tal acontecimiento son los evangelios, Pablo, Josefo y el propio Tácito. En la medida en que, a través de Josefo, sabemos que los sucesivos mesías solían acabar colgados de un madero, ¿qué impide pensar que el mesías Jesús no acabó de la misma manera? ¿O qué prueba necesitamos? ¿Una grabación filmada?
En conclusión, bueno es someter a los textos de la Antigüedad al examen crítico más minucioso, pero ello no nos debe arrastrar a actitudes hipercríticas que muchas veces solo buscan el sensacionalismo.
Un cordial saludo a todos
Gonzalo Fontana. Profesor Titular de Lengua Latina. Universidad de Zaragoza
Hace unos días, un diario de tirada nacional se hacía eco de una publicación del Prof. Brent D. Shaw en el Journal of Roman Studies que ofrecía una hipótesis francamente sorprendente que podría haberse resumido en un titular periodístico de gran efecto: Nerón no persiguió a los cristianos: otra filfa histórica al descubierto.
Así, el estudioso anglosajón habría debelado una de las imágenes más asentadas y poderosas en el imaginario histórico de occidente: las violentas y espeluznantes acusaciones de Tertuliano, las piadosas leyendas medievales, los romances hispanos (“Mira Nero de Tarpeya...”) y, sobre todo, aquel Nerón de Peter Ustinov que encandiló mis precoces y ya lejanos afanes de historiador. Y es que el relato no sería sino una más de las leyendas difamatorias que Tácito vertió en su obra para denigrar al último de los príncipes de la dinastía Julio-Claudia.
Tácito en sus Anales (XV 38-44) habla del incendio de Roma del año 64 d.C. ocurrido en tiempos de Nerón, emperador en los años 54-68 d.C. incendio del que el propio Nerón hizo responsables a los cristianos para alejar de sí toda clase de sospecha. El texto dice así:
Pero ni los recursos humanos ni la munificencia imperial ni las maneras todas de aplacar al cielo bastaron para acallar el escándalo o disipar la creencia de que el fuego había ocupado el lugar del orden. Por ello, para cortar los rumores, Nerón señaló como culpables, y castigó con la mayor crueldad, a una clase de hombres aborrecidos por sus vicios a los que la turba llamaba cristianos. Cristo, de quien tal nombre trae su origen, había sufrido la pena de muerte durante el reinado de Tiberio, por sentencia del procurador Poncio Pilato (auctor nominis [«christiani»] eius Christus Tiberio imperitante per procuratorem Pontium Pilatum supplicio adfectus erat), y la perniciosa superstición fue contenida durante algún tiempo, pero volvió a brotar de nuevo, no sólo en Judea, patria de aquel mal, sino en la misma capital (Roma), donde todo lo horrible y vergonzoso que hay en el mundo se junta y está de moda.
El principal de los argumentos que el estudioso británico esgrime para defender su propuesta es el de que la descripción que el aristocrático Cornelio hace de los cristianos no corresponde a la realidad del siglo I, sino a la imagen que, un siglo después, construyó de ellos el poder romano.
Ahora bien, una idea que, en otras circunstancias, habría quedado relegada al tranquilo y discreto ámbito de la discusión académica saltó a la prensa y, en consecuencia, quedo expuesta, con pocos matices, ante un público que, en general, carece de criterio para juzgar determinadas informaciones. El objetivo, pues, de esta nota no es tanto el de entrar en una discusión pormenorizada sobre la cuestión, cuanto el de presentar ante los lectores algunas reflexiones sobre la tarea del historiador, las cuales pueden contribuir a que se formen una opinión más fundada sobre la cuestión.
Y para ello, lo primero que hay que saber (y esto es muy importante) es que, en todo relato histórico, siempre hay que distinguir nítidamente dos planos: de un lado, el de los hechos narrados (su veracidad vendrá determinada por el criterio de verosimilitud, como ya señalaba Aristóteles); de otro, el de la realidad cognitiva desde la que el narrador construye su relato.
O de otra manera, todo relato histórico ha de ser contemplado desde dos puntos de vista: de un lado, es una fuente, y como tal, da cuenta de unos hechos que tendremos que evaluar con arreglo a su consistencia fáctica. Pero, de otro, ese mismo relato también es un documento, en la medida en que es un reflejo, siempre muy preciso, del estado mental desde el que escribe el narrador. Y así, puede darse la aparente paradoja de que un relato radicalmente falso como fuente sea, simultáneamente, absolutamente válido como documento. Pondré un ejemplo muy sencillo y zaragozano: el relato de la Virgen del Pilar es un desastre como fuente, en la medida en que da cuenta de unos hechos inasumibles desde el punto de vista fáctico; y como tales no pueden entrar a formar parte de una narración histórica seria; y, sin embargo, son un documento totalmente válido, un documento precioso, ya que reflejan a la perfección la manera de pensar de quienes, en la Edad Media, crearon la leyenda. En ese sentido, es una fuente de sumo interés para reconstruir la mentalidad medieval.
Así pues, todo texto, siempre e independientemente de la verdad fáctica que transmita, es un fiel reflejo del “estado mental” de su autor y del grupo en el que se mueve y al que destina su obra. Ello se hace particularmente cierto a la hora de estudiar los propios textos cristianos, que no pueden ser considerados una “biografía” de Jesús, sino una proyección del conjunto de expectativas y anhelos de los grupos en los que surgieron tales textos. Así lo expresaba con más elegancia Rudolf Bultmann:
We must recognize that a literary work or fragment of tradition is a primary source for the historical situation out of which it arose, and is only a secondary source for the historical details concerning which it gives information (versión inglesa ampliamente difundida del original alemán)
“Debemos reconocer que una obra literaria o fragmento de la tradición es una fuente primaria para la situación histórica de la que surgió, y es sólo una fuente secundaria para la información histórica acerca de las cuales proporciona información”.
Pues bien, por sorprendente que parezca, lo que es válido para los textos evangélicos lo es también para Tácito (y para cualquier otro historiador). Al fin y al cabo el historiador, por mucho que aspire en sus declaraciones programáticas a transmitir fielmente la verdad, no puede escapar a la percepción de la realidad que tiene su propia época, ni a los condicionantes biográficos y sociales que determinan la selección y el tratamiento de sus materiales. El historiador “objetivo” es, en el fondo, una quimera arrogante fruto de un complejo de inferioridad. En rigor, los historiadores antiguos no eran tan pretenciosos y jamás proclamaron ningún afán de objetividad, se conformaban con ser imparciales, que no es lo mismo.
Más aún, en la medida en que el historiador es un sujeto, lo esperable es que produzca discursos subjetivos. Y subjetivo no es sinónimo de arbitrario o poco escrupuloso o deliberadamente falso. Simplemente, es un adjetivo que pone de relieve que la historia es una disciplina enormemente compleja en la que entran multitud de variables que no se pueden integrar en un algoritmo matemático. De hecho, el único historiador objetivo que se me ocurre es aquel individuo dedicado a transcribir guías telefónicas, y ya ven Uds. el interés que tiene labor tan exacta.
Tras esta digresión, podemos volver de nuevo a Tácito y a su relato de la persecución neroniana. Y así distinguiremos los dos planos de los que hemos hablado.
I. Desde el punto de vista fáctico:
a) Los hechos acaecieron en vida del historiador. En el año 64 Tácito tenía unos nueve años. Es muy probable que semejante noticia estuviera perfectamente viva en el año 70, cuando ya le podemos suponer al futuro historiador capacidad para retener informaciones que circularían en su medio social y familiar.
b) La noticia también aparece consignada en la obra de Suetonio (Nero 16, 3). En la medida en que Tácito no es fuente de Suetonio, es de suponer que el chismógrafo imperial de época de Adriano tomó la información de otra fuente. Él mismo, por su posición, tenía acceso a los archivos imperiales.
c) Es muy posible que algún pasaje de la Carta a los Hebreos (10,32-33: “Traed a la memoria los días pasados, en que después de ser iluminados, hubisteis de soportar un duro y doloroso combate, unas veces expuestos públicamente a ultrajes y tribulaciones; otras, haciéndoos solidarios de los que así eran tratados”) haga alusión a los tormentos que padecieron los cristianos (Martin Dibelius).
d) El estado romano persiguió con saña a otras religiones extranjeras. A los devotos de Dióniso, a los cultos isíacos. ¿Por qué no iba a perseguir al grupo cristiano?
e) El estado romano, tomó en varias ocasiones medidas muy duras contra los judíos de Roma. Tanto en época de Tiberio, como en época de Claudio. ¿Por qué no iba a perseguir al grupo cristiano, que no era sino una excéntrica facción judía?
f) Otra cosa es que los acontecimientos ocurrieran tal como los narra Tácito. En un artículo reciente que ya ha sido comentado en estas páginas por el Prof. Piñero, yo mismo expuse una hipótesis verosímil sobre las razones de la persecución. Resumo: los cristianos no fueron perseguidos como tales (sí lo serán en cambio en la acción punitiva que décadas después realizará Plinio el Joven en Bitinia), sino como miembros de una facción que las autoridades judías de la ciudad consideraban peligrosa y disolvente.
En ese sentido, recuerdo la existencia de un lobby judío en la corte imperial, grupo de presión encabezado por Popea o el liberto Antonio Félix. O de otra manera, los cristianos no fueron perseguidos por Nerón como tales, sino como resultado de un conflicto intrajudío. Las autoridades sinagogales de Roma se habrían servido de sus contactos con el poder para exterminar a la amenazadora facción que estaba creando graves conflictos en la comunidad de la capital. Como ya señalaba el maligno Tertuliano: synagogae fontes omnium persecutionum: “Las sinagogas son las fuentes de todas las persecuciones.
g) En cualquier caso, el hecho de que Tácito no sea capaz de explicar convincentemente las razones reales de la persecución, eso no hace de la noticia una mera invención.
h) Los cristianos (en realidad aquí habría que matizar mucho) que él conoce a comienzos del s. II (fue gobernador en Asia en 112, y Éfeso es el principal centro cristiano de la época) como secta ya separada del judaísmo, en el siglo I todavía no habían realizado su ruptura con el judaísmo.
II. Desde el punto de vista cognitivo
Otra cosa es el conjunto de categorías mentales de las que se sirve el historiador para describir a los cristianos, las cuales, efectivamente, corresponden a una época posterior (los Anales fueron escritos ca. 115). Y en esto quiero recordar una ocasión personal: cuando mantuve una discrepancia pública con un eminente especialista, al sostener yo la idea de que el ideario que presenta Tácito no es sino una amplificatio retórica del material que le suministra la carta X, 96 de su amigo Plinio el Joven. No es este el momento ni el ámbito para entrar en un análisis estilístico de este tipo, pero es comprensible que Tácito acudiera a los materiales disponibles para describir a la desconocida secta, a la que desde luego el retrata como una realidad ya desligada del judaísmo, tal como hace el propio Plinio. He aquí su principal anacronismo. Un anacronismo descriptivo, pero básicamente válido en términos fácticos.
Pues bien, si ponemos en tela de juicio con tan pocos argumentos la persecución neroniana, ¿por qué no negar también la crucifixión de Jesús? Al fin y al cabo, los textos que dan noticia de tal acontecimiento son los evangelios, Pablo, Josefo y el propio Tácito. En la medida en que, a través de Josefo, sabemos que los sucesivos mesías solían acabar colgados de un madero, ¿qué impide pensar que el mesías Jesús no acabó de la misma manera? ¿O qué prueba necesitamos? ¿Una grabación filmada?
En conclusión, bueno es someter a los textos de la Antigüedad al examen crítico más minucioso, pero ello no nos debe arrastrar a actitudes hipercríticas que muchas veces solo buscan el sensacionalismo.
Un cordial saludo a todos
Gonzalo Fontana. Profesor Titular de Lengua Latina. Universidad de Zaragoza