Notas

Los primeros cristianos y la condenación a morir desgarrado por las bestias (damnatio ad bestias): una visión crítica (570)

Redactado por Antonio Piñero el Viernes, 13 de Marzo 2015 a las 08:02

Escribe Raúl González Salinero



Como complemento a la serie sobre “Cristianos a los leones” en el que he adaptado para los lectores del Blog un artículo del Prof. Dr. Gonzalo Fontana Elboj, quiero a partir de hoy hacer lo mismo con otro artículo, esta vez del Dr. Raúl González Salinero, Profesor Titular de Historia antigua de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), Madrid. Hace muchos años que lo conozco y estimo muchos sus trabajos que tratan, en buena parte, sobre la Antigüedad tardía y su relación con el cristianismo. He reseñado aquí su magnífica labor como coeditor de la Editorial Signifer, Salamanca.


La razón de traer al Blog este artículo está relacionada con la tarea de desmitificación de algunos aspectos de la historia del cristianismo antiguo, que es verdaderamente interesante. Entre ellos se trata de poner en sus justos términos la cuestión del número de los perseguidos hasta el martirio por parte del Imperio Romano. Desde el Nuevo Testamento mismo que habla (ya en 1 Tesalonicenses hasta el Apocalipsis y 1 Pedro) de “persecuciones”, y fuera de este corpus, desde Ignacio de Antioquía mismo, con su defensa de su propio martirio en época de Trajano (por tanto antes del 119), y luego con el famoso dicho de Tertuliano en el Apologético, “La sangre de los (mártires) cristianos es semilla de nuevos cristianos y otras sentencias por el estilo, se ha formado la idea de que el Imperio persiguió a los cristianos desde el primer momento con resultado de gran número de muertos.


Pero sabemos que la primera persecución formal y general contra el cristianismo fue en época del emperador Decio hacia el 250 y que el tiempo de esta persecución –con intermitencias—no fue más allá del 301 o 302 con Diocleciano. Hay estudiosos que calculan que en toda la historia de las persecuciones desde el año de composición de 1 Tesalonicenses (51 d.C.) hasta el 302 no superó el millar…, e incluso bastante menos, pues basta con analizar el Martirologio Romano para caer en la cuenta de la exageración. Por tanto, estudiar y poner en claro que uno de los instrumentos de muerte, la “condenación a las bestias”, muy fijado por la literatura y el cine en la imaginación de los cristianos de hoy, está rodeado de un halo de exageración que conviene poner en claro. Y es un ejemplo entre otros casos y muy ilustrativo.


Dejo la palabra al Prof. González Salinero y no hago otra cosa que acomodar su trabajo a las estructuras de la Red.


La muerte de los cristianos arrojados a las fieras en el anfiteatro constituye la imagen del martirio por antonomasia. Se trata de un estereotipo propiciado por las fuentes apologéticas de la época, recreado por la literatura y la pintura decimonónicas. Desde que el papa Pío XII tratara de proteger por primera vez en 1462 el Coliseo como lugar que rememoraba la gloria de los mártires, la propaganda papal para «cristianizar» el monumento se difundió por todas partes. En 1749 el papa Benedicto XIV consagró oficialmente las actuales estaciones del Via Crucis y la arena se convirtió en el punto central en que se conmemoraba el martirio cristiano. Ahora bien, fueron los cuadros de pintores del siglo XIX como Konstantin Flavitsky, Fyodor Bronnikov, Henryk Siemiradzki, Eugene Romain Thirion o Jean-León Gérôme, así como las obras de literatos decimonónicos como Lord Edward Bulwer Lytton (“Los úñltimos días de Pompeya”, 1834), el cardenal Nicholas Patrick Wiseman (Fabiola, 1854), Levis Wallace (Ben-Hur, 1880) o Henryk Sienkiewicz (Quo Vadis?, 1895), las cuales fueron llevadas con enorme éxito a las pantallas cinematográficas en el siglo XX, quienes contribuyeron definitivamente a la amplia difusión popular de este estereotipo.


Este estereotipo fue asumido como tal por una gran parte de la historiografía, principalmente eclesiástica, cuyos rescoldos se mantienen vivos incluso hoy en día. Desestimando o minusvalorando otras formas de ejecución mucho más habituales, se ha especulado acerca de la importancia que adquirió este martirio como expresión de la dimensión pública de la condena de los cristianos por parte de las autoridades romanas. Desde el punto de vista de la apologética cristiana, el drama cruel representado en la arena fue interpretado como una «comunión con el Dios viviente» que conducía hacia la contemplación de «la gloria del Señor», como escriben Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica, V, 1, 41; el Martirio de Policarpo, II y VII; Martirio de Carpo, Papilo y Agatónica , 39 y 42.


Dando por hecho que los martirios cristianos tenían lugar principalmente dentro del contexto de los espectáculos a la vista de un populacho siempre ávido de sangre, algunos historiadores actuales, como G. Jossa, en su obra I cristiani e l’Impero romano, Carocci, Roma, 2006 se han hecho eco de la reelaboración teológica de las cruentas escenas en las que los cristianos no solo eran sus principales protagonistas, sino también los gustosos asistentes a una fiesta gloriosa. En un intento por conceptualizar en términos políticos el proceso penal que conducía a la condena pública, D. S. Potter sostuvo que, más allá de los aspectos meramente jurídicos, la muerte en la arena se había convertido en una ceremonia que servía para reforzar la estructura del poder reduciendo al condenado, que pierde así su condición humana, al nivel de un simple objeto, aunque, según puntualiza este mismo autor, el extraño comportamiento de los mártires comprometía también al propio sistema político que sustentaba la «máquina lúdica» del Estado romano.


Siguiendo esta lógica, habría que preguntarse cómo era posible entonces que, como veremos más adelante, las autoridades se inclinasen preferentemente por una sentencia de muerte alejada del ámbito público. ¿Acaso dejarían por ello de fortalecer su poder o de afianzar su ius gladii, es decir, el derecho a quitar la vida violentamente? Es cierto que en la obra de algunos autores paganos coetáneos podemos descubrir ciertas referencias, a veces implícitas, al martirio y a los mártires cristianos. Todos ellos expresan su perplejidad ante lo que consideraban un comportamiento fanático e irracional.


Tenemos ejemplos de esto último recogidos por St. Benko, Pagan Rome and the Early Christians, Indiana University Press, Bloomington/Indianapolis, 1984, pp. 30ss.

Así Luciano de Samósata, quien se asombra ante el suicidio absurdo de un tal Peregrino (aunque es cierto que este había dejado ya de ser cristiano al adoptar finalmente posturas cínicas); Galeno, que desprecia la muerte inútil de los cristianos; Celso, que muestra su inquietud ante el arrojo de los mártires que de alguna manera restaba fuerza a la política represiva contra el cristianismo. Según Marco Aurelio, este peligro para la política del Imperio estaba potenciado por la teatralidad de quienes se entregaban con arrojo a una muerte precedida por intolerables suplicios.

Epicteto, en fin, atribuía este comportamiento a una insensata locura que se había convertido para los adeptos de esta secta judaica (a quienes llama «galileos») en una costumbre (éthos) que, si bien exigía un gran coraje, no reportaba aparentemente ningún beneficio positivo (Disertaciones IV, 7, 6). Ninguna fuente pagana menciona de manera expresa e inequívoca la condena de los cristianos a las fieras del anfiteatro. Por tanto, dependemos exclusivamente de la información que proporcionan sobre este particular las fuentes cristianas, entre las que destacan especialmente las Actas de los Mártires. Ahora bien, antes de asumir como cierta y fidedigna dicha información, resulta obligado examinar, atendiendo a los parámetros críticos de la ciencia filológica e histórica, el grado de veracidad, autenticidad e intencionalidad de este tipo de literatura hagiográfica.


En primer lugar, no podemos olvidar que el número de actas de cuya historicidad no se duda es, según la crítica histórica y hagiológica moderna, realmente reducido:

• En su estudio y edición de las Actas de los Mártires desde el martirio de Policarpo de Esmirna durante el reinado de Antonino Pío hasta el de Fileas de Alejandría en 304/306, durante la Gran Persecución de Diocleciano, G. Lanata reconoce como documentos en origen auténticos tan solo quince textos. Así en su obra, Gli atti dei martiri come documenti processuali, Giuffrè, Milano, 1973, pp. 99-241: los textos referidos a los mártires Policarpo; Carpo y Papilo; Justino y otros; mártires de Lyon; mártires escilitanos; Apolonio; Perpetua; Pionio; Dionisio de Alejandría y otros; Cipriano; Maximiliano; Marcelo; Agape, Irene y Quionia; Euplo; y Fileas.


• Si centramos nuestra atención en la época sucesiva, desde el reinado de Diocleciano hasta la muerte de Constantino (284-337), los textos considerados como auténticos se reducen igualmente de forma considerable: R. Knopf, G. Krüger y G. Ruhbach reconocen como tales solo catorce textos (Ausgewählte Märtyreakten = “Actas de los mártires selectas”, Mohr-Siebeck, Tübingen, 1965: se trata de los textos referidos a los mártires Maximiliano; Marcelo; Casiano; Julio, el veterano; Félix; Dasio; Agape, Irene y Quionia; Ireneo; Crispina; Euplo; Carta de Fileas; Fileas; Claudio, Asterio y compañeros; y XL mártires de Sebaste);


• H. Musurillo los reduce a doce, The Acts of the Christian Martyrs, Clarendon Press, Oxford, 1972: los textos referidos a Maximiliano; Marcelo; Julio, el veterano; Félix; Dasio; Agape, Irene y Quionia; Ireneo; Crispina; Euplo; Carta de Fileas; Fileas; y XL mártires de Sebaste); y


• T. D. Barnes, aplicando el máximo rigor histórico, solo admite siete de esos doce textos como documentos auténticos y considera a los otros cinco como muy poco fiables The New Empires of Diocletian and Constantine, Harvard University Press, Cambridge (Mass.), 1982, pp. 175-191: Maximiliano; Marcelo; Julio, el veterano; Félix; Agape, Irene y Quionia; Carta de Fileas; Fileas; y XL mártires de Sebaste).


Pero ni siquiera las actas de los mártires consideradas en su origen como auténticas pueden librarse de una crítica interna que posibilite discernir las partes que responden a una realidad histórica de aquellas otras que han sufrido alteraciones, interpolaciones o reelaboraciones posteriores y que, por tanto, se alejan de dicha realidad o de un contexto inequívocamente verídico, como ha puesto de relieve el historiador español Gonzalo Bravo («Hagiografía y método prosopográfico. A propósito de las Acta Martyrum», en Antigüedad y Cristianismo, VII. Cristianismo y aculturación en tiempos del Imperio romano, Universidad de Murcia, Murcia, 1990, pp. 153-154).


Seguiremos

Saludos de Raúl González Salinero

y Antonio Piñero
Viernes, 13 de Marzo 2015
| Comentarios