Notas

Los martirios voluntarios de los cristianos. La condena a las fieras (III) (574)

Redactado por Antonio Piñero el Domingo, 12 de Abril 2015 a las 10:31

Escribe Raúl González Salinero



Retomamos hoy el tema de las persecuciones de cristianos en el Imperio Romano y en concreto el tema de la condena a morir desgarrado por las fieras en el anfiteatro, iniciado unas semanas atrás


El surgimiento del fenómeno de los martirios voluntarios despertó en el mundo pagano cierta repugnancia hacia una doctrina que supuestamente consentía e incluso fomentaba una conducta fanática, reprobable y dañina según el sentir general. Ante este peligro, pronto surgieron entre los apologistas protestas e improperios en contra de esta práctica, como ya señaló Ramón Teja, en su artículo «Morts amor: la muerte voluntaria o la provocación del martirio entre los primeros cristianos (siglos II-IV)», en F. Marco Simón, F. Pina Polo y J. Remesal Rodríguez (eds.), Formae mortis: el tránsito de la vida a la muerte en las sociedades antiguas, Universitat de Barcelona (Col. Instrumenta 30), Barcelona, 2009, pp. 133-142. atribuyendo su existencia solo a la desviación doctrinal y, por tanto, tratando de establecer falsamente una correspondencia entre el martirio intencionado y las herejías (principalmente el marcionismo y el montanismo) y de hecho, según puso de manifiesto Daniel Boyarin, el martirio sirvió para reforzar las «apologías» dentro de los diferentes grupos cristianos: los montanistas reivindicaron un gran número de martirios como evidencia de que el espíritu profético del poder divino residía en el seno de su iglesia.


Así, Hipólito de Roma trató de desprestigiar a su rival, Calixto, asegurando que había sido en realidad un mártir voluntario y, por tanto, falso (Refutación de todas las herejías, IX, 12, 1-9). Las propias actas del martirio de Policarpo se abren con otro falso mártir, Quinto de Frigia (cap. 4), un emigrante del que se insinúa su carácter herético (quizás montanista), quien, tratando de buscar la muerte voluntaria, terminó por renegar de su fe cristiana tras observar de cerca a las fieras salvajes. Y, sin embargo, tal y como ha demostrado G. E. M. de Ste. Croix, (en su obra Christian Persecution, Martyrdom, and Orthodoxy (ed. M. Whitby y J. Streeter), Oxford University Press, Oxford, 2006, pp. 153-200 (esp. pp. 130, 153 y 183) el problema de los martirios voluntarios (a los que, no lo olvidemos, los propios apologistas pudieron haber incitado de forma inconsciente a través de la ferviente exaltación del martirio presente en sus narraciones) afectó por igual a los grupos cristianos ortodoxos.


No habría que olvidar tampoco que las narraciones martiriales se sitúan invariablemente dentro de un contexto procesal determinado y que, dependiendo de la cercanía o distanciamiento respecto a la realidad jurídica del momento, su grado de verosimilitud podrá también, en consecuencia, reforzarse o resentirse. Es cierto que, por sus características intrínsecas, algunos Acta Martyrum pueden contribuir en ciertos detalles a un conocimiento más preciso de los procesos judiciales; sin embargo, tan solo una minoría de estos relatos (difícil, por otro lado, de individualizar) pudo apoyarse en copias oficiales de los procesos legales seguidos contra los cristianos. Para poder discernir aquellas partes que presumiblemente responden con mayor probabilidad a un contexto jurídico verosímil, habrá que detectar con claridad, tal y como ha señalado Gonzalo Bravo, aquellos elementos que no se avienen en absoluto con la práctica procesal romana, tales como los exordios, presentaciones, dedicatorias, diálogos de contenido apologético. Resulta imposible admitir, por ejemplo, la veracidad de los diálogos que, según algunas actas martiriales, mantenían los condenados con la multitud que asistía al anfiteatro, habida cuenta del ruido, a veces ensordecedor, que se producía durante todo el espectáculo.


También parecen legendarias las descripciones detalladas y ensalzadas del martirio, así como la inclusión de sueños, visiones o milagros (miracula y prodigia). Los procesos verbales oficiales registrados por un agente judicial (en latín exceptor o commentariensis) encargado de anotar las preguntas y respuestas durante la vista, aparecen redactados casi taquigráficamente, con una ausencia total de artificios literarios; en ellos se hacen constar, entre otros datos, la fecha, el lugar, la identificación del acusado, el interrogatorio, la sentencia, la publicación y la ejecución. A veces se ha considerado como un hecho cierto la conservación perenne de estos documentos y la posibilidad de que los cristianos pudieran haber accedido a su compra (como se afirma literalmente, por ejemplo, en la Pasión de Probo), «algo que una sana crítica histórica y hagiológica ―comenta P. Castillo Maldonado― ha venido a desmoronar» (como afirma en su obra Cristianos y hagiógrafos. Estudio de las propuestas de excelencia cristiana en la Antigüedad tardía, Signifer, Madrid, 2002, p. 101).


Ahora bien, aun suponiendo que algunos cristianos hubiesen conseguido excepcionalmente copias de los procesos o que hubiesen sido testigos de los mismos y que sus revelaciones de ciertos detalles de las fórmulas judiciales se pudiesen aproximar más o menos a la realidad (existe una carta de Dionisio de Alejandría mencionada por Eusebio de Cesarea, en la que su remitente hacía referencia a los informes del tribunal de L. Mussius Aemilianus, un proceso que él mismo había presenciado), una comparación profunda con las copias de los procedimientos legales de la administración romana en Egipto conservadas en papiro denota en la mayoría de los casos diferencias sustanciales, debidas sin duda a la reproducción desvirtuada de los mismos por necesidades retóricas o a la modificación e invención de todo el proceso en favor de la dramatización narrativa que exigía este tipo de literatura. Llama la atención en este sentido que, salvo alguna excepción (por ejemplo, el proceso seguido in secretario contra los mártires escilitanos), casi siempre, el desarrollo del proceso descrito por las actas de los mártires con anterioridad a mediados del siglo III no compagina bien con el espíritu de las disposiciones de Trajano (en las que se exigía el nombre de un acusador para admitir la causa), de forma que podría afirmarse que nos hallaríamos, de facto, ante el relato de procesos claramente ilícitos, algo inconcebible (al menos en tantos casos) para el ordenamiento judicial romano.


Tampoco deberíamos pasar por alto el hecho de que muchas titulaturas o funciones administrativas reflejadas en las actas de los mártires no concuerdan con la documentación epigráfica de la época y que a veces se cometen anacronismos como la acumulación de funciones (praeses = “presidente” et praefectus; rector et praeses; iudex, praefectus et praeses) que en ese momento debían estar ya separadas, así como la mención de cargos oficiales raros o insólitos dentro del contexto procesal (augustalis, domesticus, comes, dux, tribunus legionis).


En la propia base jurídica de las persecuciones contra los cristianos podemos percibir que el simple reconocimiento del nomen christianum y, por tanto, de la pertenencia a una religión proscrita, predisponía en contra a las autoridades imperiales y provinciales, que gozaban de la prerrogativa para impulsar procesos penales que podían conducir al martirio y a la ejecución pública de los acusados de lesa majestad, como indica el famoso historiador Theodor Mommsen, Derecho penal romano (trad. P. Dorado), Temis, santa Fe de Bogotá, 1999 (orig. Leipzig, 1899), p. 364, que se reafirmaran en su creencia cristiana rechazando la apostasía y, con ello, toda posibilidad de salvar la vida. En derecho romano la aplicación de las penas dependía de la categoría social del reo: los ciudadanos romanos culpables de un delito merecedor de la pena capital eran normalmente condenados a la decapitación por la espada (poena capitis ad gladium), mientras que los demás podían recibir la sentencia de una muerte agravada. Después de la Constitutio Antoniniana (212) este esquema dependiente del status social se conservó respecto de los considerados como honestiores (aristocracia, funcionarios y autoridades cívicas), y los que recibían el nombre de humiliores. Estos últimos, como antes los que no poseían la ciudadanía romana, podían ser condenados a morir en la hoguera (vivi crematio), en la cruz (damnatio in crucem) o ad bestias en el anfiteatro, como se reconoce, por ejemplo, en la Carta de las iglesias de Lyon y Vienne conservada por Eusebio de Cesarea (Historia Eclesiástica, V, 1, 48). Las torturas aplicadas a los procesados, que aparecen descritas de forma tan refinada en las actas de los mártires, eran en estos casos habituales y constituían una parte importante del procedimiento jurídico (quaestio).

La damnatio ad bestias, el ser arrojado a las fieras, era realmente una forma de ejecución terrible que, junto con la crucifixión, la hoguera y la poena cullei (saco de cuero donde se encerrda a los condenados y se los arrojaba al mar), entraba dentro del conjunto de los denominados summa supplicia, una categoría que conllevaba un agravante de la pena de muerte por delito público, como indica el Digesto, 48, 19; 8; 13; 29; 31.


Los condenados a este tipo de muertes eran denominados genéricamente con el término técnico de noxi o dañinos. Dando por hecho que los cristianos se encontrarían invariablemente entre ellos, una amplia parte de la historiografía ha supuesto que la sentencia para los miembros de esta secta nova et malefica no podía ser otra que la pena de muerte agravada, es decir, la aplicación de alguna modalidad de summa supplicia, destacando especialmente la damnatio ad bestias. Ahora bien, como ha demostrado T. D. Barnes, no existen pruebas fidedignas en las fuentes antiguas que demuestren que los cristianos fueran ajusticiados por medio de la crucifixión (aunque hay otros autores como D. Potter que defienden la postura contraria); y las condenas a la hoguera y especialmente a las fieras en el contexto de los munera, aunque sin duda existieron, fueron excepcionales en comparación con las ejecuciones por decapitación. De hecho, estas últimas fueron abrumadoramente mayoritarias a pesar de que, como en el caso de los mártires escilitanos, los cristianos fuesen reos de muerte agravada. Además, no habría que olvidar que, como ha admitido la investigación actual, en las comunidades cristianas «estuvieron representados los diferentes estamentos de la sociedad romana, también los círculos de mejor posición social, y en algunos casos incluso los miembros de la aristocracia senatorial» tal como han señalado ilustres historiadores entre ellos G. Alföldy. En estos últimos casos no había duda de que la aplicación de la sentencia capital sería por medio de la espada.


He aquí las formas de pena de muerte aplicadas a los cristianos que registran las fuentes martiriales de cuya base histórica no parecen existir dudas según el consenso historiográfico actual:


Martyres espada fuego fieras otras
Policarpo X
Germánico (en las Actas de Policarpo) X
Carpo, Papilo y Agatónica X X
Justino y otros X
Mártires de Lyon X X
Mártires escilitanos X
Apolonio X X
Perpetua y Felicidad X
Pionio X
Dionisio de Alejandría y otros X
Cipriano X
Maximiliano X
Marcelo X
Julio, el veterano X
Félix X
Agape, Irene y Quionia X
Euplo X
Fileas X



Como puede observarse de 21 casos (algunos múltiples) conservados de Acta Martyrum 10 fueron ejecuciones por espada, 4 por la hoguera, otros 4 por torturas varias y solo 3 condenados a las fieras.



El próximo día concluiremos.

Saludos de Raúl González Salinero

y A. Piñero
Domingo, 12 de Abril 2015
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