Escribe Antonio Piñero
El tema ha sido bien tratado ya por mi colega Julio Trebolle, catedrático de hebreo, también emérito, de la Universidad Complutense de Madrid, en un libro editado por mí y en El Almendro / reimpreso por Herder Barcelona, titulado “Los libros sagrados de las grandes religiones” en 2007. Sin embargo, para el público no profesional el capítulo, realizado por Trebolle por encargo expreso mío, tiene muchos párrafos ininteligibles. Por ello mi tarea es básicamente resumir y explicarlo bien, y aclararles el contenido de ese capítulo largo y lleno de tecnicismos, que no se entiende fácilmente. Añadiré suficientes ideas mías, aunque sin la necesidad de indicarlas expresamente.
Es claro que las grandes religiones llegaron a ser universales entre otras razones por disponer de libros sagrados que constituían un fundamento básico de las mismas. El judaísmo, como modernamente lo describen los estudiosos sobre todo Daniel Boyarin, eminente rabino, no es considerado hoy una religión, sino un mero culto a Dios que cumple ciertas reglas prescritas por una ley. Pero en la Antigüedad la inmensa mayoría de los judíos veían al judaísmo como una religión y su libro, la Biblia hebrea, era para ese judaísmo lo más sagrado de lo sagrado. El canon de escrituras sagradas y sobre todo su interpretación eran instrumentos básicas para distinguir lo sagrado de lo profano, lo puro de lo impuro y como en ese canon estaba principalmente la Ley, la Escritura era norma de vida.
Es, pues claro, que el canon –al establecer cuáles son los libros revelados e inspirados– señala el cauce por el que discurre la corriente central de la religión judía… y de la cristiana también, naturalmente. Lo apócrifo, lo que es externo al canon (lo explicaré) carece de valor normativo y desborda los márgenes entre los que se mueve la corriente central de la religión. El proceso de formación de los cánones hebreo y cristiano del Antiguo Testamento (en terminología cristiana) corre parejo con el del judaísmo y del cristianismo, por lo que la historia de los cánones respectivos es también la de estas religiones. El proceso de constitución del canon bíblico judío en los dos / tres primeros siglos de su historia responde a un propósito de formación de la identidad e integración interna del judaísmo, al igual que la formación del canon cristiano responde a la necesidad de consolidar las doctrinas e instituciones del cristianismo, y con ello su identidad.
Así pues, preguntarse por un canon significa formular cuestiones como las que siguen:
1. Cuándo y cómo se formaron los libros que lo componen.
2. Qué impulsos religiosos y culturales-sociológicos, de política eclesiástica, dieron lugar a la constitución de ese canon.
3. Qué relación existe entre los libros canónicos y la literatura extracanónica. En nuestro caso se incluye la cuestión sobre cómo no solo el canon sino también los escritos excluidos influyen en una secta judía del siglo I de la era común, ya que eso fue el cristianismo en sus comienzos.
Y una última observación muy importante: ni los judíos “normales”, no creyentes en Jesús como mesías, ni los judeocristianos que sí creyeron en Jesús, judeocristianos que seguían admitiendo como Sagrada Escritura la Biblia hebrea dejaron ni un solo documento sobre cómo ni cuándo se formó el canon de la Biblia hebrea, ni cómo los judeocristianos lo aceptaron, aunque añadiéndole algunos libros más. No hay documento alguno estrictamente tal. Ni uno solo.
Y como no hay documentos expresos, el investigador, como un buen detective, actúa por los indicios o pistas dejados allá o acá tanto en los escritos que acabarían siendo canónicos como en los rechazados y en los textos de los autores, judíos o cristianos que los citan.
Respecto al canon de la Biblia hebrea: hasta la segunda mitad del siglo XX se investigaban casi exclusivamente las indicaciones dejadas en ocasiones diversas por los escritos rabínicos más o menos desde inicios del siglo III (hacia el 200-220) en adelante; también la información suministrada por antiguas listas canónicas, las citas patrísticas del Antiguo Testamento como Escritura canónica, y sobre todo citas rabínicas de la Biblia hebrea, como Escritura sagrada igualmente.
A partir de 1950 hasta hoy el panorama cambia porque los estudiosos han caído en la cuenta de que hay que estudiar no solo las citas, sino también las características de los rollos o códices antiguos que contienen la Biblia, ya que indican qué se copiaba y qué no como sagrado. A esto se añade algo importantísimo: a partir de 1947 se fueron descubriendo los manuscritos del mar Muerto, los cuales –como creo que ustedes saben– proporcionaron unos 800 manuscritos hasta el momento desconocidos, o poco conocidos, de textos judíos escritos en hebreo, arameo desde el siglo II antes de Cristo.
Y lo que es muy importante: entre esos 800 manuscritos había unos 200 manuscritos que son copias de textos bíblicos, más o menos un 25 % de lo encontrado. Y si se copiaban esos textos bíblicos era porque se trataba de libros que desde el siglo II a. C. al menos eran considerados si no canónicos, sí al menos Escritura sagrada. Qumrán desempeñará, pues, un papel importante en esta clase. Por consiguiente: las pistas para indagar el origen del canon judío de la Biblia hebrea se halla en textos antiguos, como los de Qumrán, considerados “Escritura sagrada” aunque aún no se hubiera formado ninguna lista estricta de qué libros debían considerarse como tales.
El canon es un proceso que llevó su tiempo. Adelanto ya que no hay canon judío totalmente consolidado hasta el año 220 / 250 d. C. más o menos. Esbocemos ahora una breve historia del lento desarrollo de la idea de canon de Escrituras de la Biblia hebrea. Es bien sabido que el primer indicio de que ciertas leyes de Israel eran sagradas es la noticia de que en el reinado de Josías se encontró por casualidad en un muro, al hacer obras en el templo, un “cierto libro de una Ley” (probablemente el inicio del futuro Deuteronomio) ley sagrada para Israel. Y según parece en ese mismo tiempo se inicia la primera redacción de Josué, Jueces, Samuel y Reyes. En mi opinión este hecho nos ofrece la primera pista: cuando se componen esos libros, sobre todo el de la Ley, comienza el sentimiento, o idea, de que esos libros son sagrados para el pueblo: para su gobierno espiritual y material y para consolidar su identidad.
En la época que siguió al exilio de Babilonia, a partir del siglo V a. C. sobre todo se pusieron los cimientos de lo que había de ser el judaísmo de las épocas persa y helenística, los cuales, a su vez son la base del judaísmo rabínico y este judaísmo, evolucionado, es el padre del judaísmo moderno.
Al morir en el 515 a. C, el último rey davídida, Zorobabel, la monarquía y sus instituciones desaparecen. Entonces el Templo se convirtió en el centro de la vida social y religiosa y en el símbolo de nuevas esperanzas que abrían el horizonte a una espera por un mundo mejor para Israel. Fue una época caracterizada por el pluralismo de corrientes y de escuelas teológicas, que son llamadas técnicamente deuteronomista (que preparan la redacción final del Deuteronomio, la de los cronista (que ultiman el libro de la historia de los reyes de Israel y Judá), y la escuela sapiencial (la que recoge dichos, proverbios, tanto de Israel como de los pueblos vecinos, para el buen gobierno de la vida y sobre todo salmos) y sobre todo nace la corriente apocalíptica, que nos interesa especialmente, porque es la que más influirá en el judeocristianismo y luego en el cristianismo a secas con numerosos cruces entre ellas. Un movimiento de integración de todas estas corrientes entre los piadosos (los hasidim) inició un proceso tendente a reconocer especial autoridad a determinados libros y no a otros.
Este movimiento integrador entroncó la profecía en la Torá (la “Ley”) y empezó a pensar en un conjunto sagrado denominado (“Ley y Profetas”), mientras que la historiografía de los cronistas recobraba el papel de la monarquía davídica, que sabían ya extinta, bajo una perspectiva más cultual que política, y la piedad tradicional expresada en los salmos contribuía a iniciar una tercera categoría de libros sagrados (“Salmos” y, más tarde, los otros “Escritos). Así pues entre el pueblo empezó a tenerse veneración por tres grupos de escritos: Ley – Profetas – Otros escritos, en especial los Salmos. Ante todo por los dos primeros como veremos
Este proceso más serio aún que los anteriores de considerar sagrados ciertos libros se puede situar probablemente a mediados del siglo V a.C., unos 75 años después de la muerte de Zorobabel, en relación con la actuación de Nehemías –como delegado judío de Artajerjes II, rey de Persia, para gobernar una parte de su imperio que era Israel– que tuvo lugar en los años 444-432. Por entonces los textos deuteronómicos y sacerdotales del Pentateuco gozaban ya del carácter de normas reconocidas.
En torno al 400 a. C. el Pentateuco adquirió forma en sus cinco libros: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio. Por la misma época se conformó definitivamente la colección de libros históricos ya mencionados: Josué, Jueces, Samuel y Reyes, así como la de libros proféticos: los tres libros de Isaías, los doce de Profetas menores y los de Jeremías y Ezequiel. Pero ¡ojo! no se entienda este proceso llevado a cabo en la época del dominio persa sobre Israel como un verdadero proceso de formación de un canon de Escrituras. Se trataba más bien de un progresivo reconocimiento de la especial autoridad religiosa sobre el pueblo israelita de determinados libros considerados especialmente revelados o especialmente inspirados.
Más tarde, pasados unos doscientos años, hacia los comienzos del siglo II a. C. se observa que se había hecho más común la idea –con más firmeza aún que en el 400– de que ciertos libros eran sagrados porque se sentían que formaban una base de referencia para la fe y la práctica judía. Lo sabemos por la composición hacia el 190 a.C., del libro del Eclesiástico 39,1 (o Ben Sira para no confundirlo con el Eclesiastés, también llamado Qohelet, que suele traducirse como “predicador”, pero que quizás no sea del todo correcto, sino como miembro de una “asamblea” qahal /ekklesía / ekklesiastés, 39,1, a no se ser que se entienda como “predicador” el que habla en una asamblea) repito, el libro del Eclesiástico hace referencia a ya “la Ley del Altísimo”, a “la sabiduría de los antiguos”, y “las profecías”, lo que pudiera quizás apuntar ya a un canon y con una estructura claramente tripartita del canon: “Ley / Profetas / Libros sapienciales”. Sin embargo, la expresión “la sabiduría de los antiguos” puede no hacer referencia a los Escritos que integran la tercera parte del canon actual, sino a la literatura sapiencial de Israel e incluso a la de los pueblos de la Antigüedad.
El segundo libro de Macabeos, compuesto en torno al 125 a. C., menciona “la Ley” y seguidamente “los libros acerca de los reyes y los profetas, los de David, y cartas reales sobre ofrendas” (2,2-3.13-14). La expresión “los de David” se refiere probablemente al libro de Salmos, que puede o no representar aquí a la colección entera de la tercera parte de la Biblia hebrea actual, los “Escritos”. Los “libros acerca de los reyes y los profetas” pudieran ser los de Samuel y Reyes, y posiblemente también los de Crónicas, Esdras y Nehemías. Este pasaje parece reflejar quizás no a una división una división tripartita, de la que hemos hablado hasta este momento, sino bipartita del canon: “la Ley y los Profetas” (15,9), ya que la designación ley y profetas podría aludir simplemente a la historia antigua de Israel contenida en el Pentateuco y en los libros históricos que hablan también de profetas.
Y ahora vayamos al cambio que supuso el descubrimiento de los libros de Qumrán, los cuales ofrecen información más directa y detallada sobre la historia de los libros bíblicos en el siguiente período que se va acercando al siglo de Jesús. Entre esos 200 manuscritos bíblicos se ha conservado al menos una copia, o grandes fragmentos, de todos los libros de la Biblia hebrea, excepto de Esdras y Nehemías, como también de otros libros que más tarde pasaron a formar parte de la Biblia cristiana o bien de una tradición que recoge el cristianismo (así, Eclesiástico, Tobías, Jubileos, 1 Henoc y Carta de Jeremías). Los libros más copiados en Qumrán son los Salmos (37 ejemplares en el conjunto de las cuevas), Deuteronomio (32) e Isaías (22), que son precisamente en los más citados en los textos judíos de la época, como también en el Nuevo Testamento, como sabéis ya, un conjunto totalmente judío.
Señala el Prof. Trebolle que el texto de Qumrán denominado “Carta haláquica” o Miqsat maasé ha-Torah = “Algunas obras de la Torá” (4QMMT), de mediados del s. II a.C., hace referencia explícita al “libro de Moisés” y menciona también de modo neto “las palabras de los profetas” a las que se añaden las palabras “de David”.
Esto último puede entenderse de dos maneras.
Una: Como David era considerado también un profeta, podría hablarse de que ya se estaba pensado al menos en unas Escrituras Sagradas divididas en dos partes, y que los salmos parecen ser considerados aquí como palabras proféticas.
Otra: que la palabras de David sean los salmos y que fuera una categoría distinta de escritos: entonces las Sagradas Escrituras estarían divididas en tres partes: Ley-Profetas- Salmos.
Muchos estudiosos opinan que lo más probable es la primera manera, a pesar de ciertas insinuaciones: se trata de una división bipartita, y no de tres partes bien diferenciadas. Quizás lo que el manuscrito 4QMMT parece conocer fuera es división bipartita de una especie de canon incipiente, pues en otros lugares se repite: “[Y está escrito en el libro de] Moisés y en [las palabras de los profe]tas que...”. Lo mismo pude decirse de la Regla de la Comunidad que hace referencia a “Moisés y sus siervos los profetas” (1QS 1,2-3 y 8,15-16). Y el Documento de Damasco, el cual habla igualmente de “los libros de la ley” y “los libros de los profetas” (7,15-16). Todas estas obras fueron escritas probablemente unos cien años antes del nacimiento de Jesús. Pero, ¡ojo! nunca dicen que se trata ya de un canon oficial dictado por alguna institución, sino que son libros supersagrados.
El libro 4 Macabeos, que es un apócrifo, compuesto posiblemente en torno al 40 d.C., ciertamente antes de la Guerra judía, habla asimismo de “la Ley y los profetas” (18,10), expresión que aparece con frecuencia en el Nuevo Testamento, otro libro totalmente judío: Mateo 5,17; 7,12; 22,40; Lucas 16,16.29.31; Juan 1,45; Hechos 13,15; 28,23 y Romanos 3,21. El evangelio de Lucas recoge en 24,27 la expresión “Moisés y todos los profetas”, pero poco más adelante conoce otra más extensa, “la ley de Moisés, los profetas, y los salmos” (24,44).
No hablo de Filón de Alejandría, contemporáneo casi estricto de Pablo de Tarso, porque sus citas bíblicas se ciñen casi exclusivamente al Pentateuco, pero tampoco habla de canon estricto, sino que se fija en la Ley. Y así llegamos a un testimonio importante para lo que nos interesa, el de Flavio Josefo que escribe unos 60 años después de la muerte de Jesús. En su defensa acérrima del judaísmo como pueblo y como religión, contra uno de sus denigradores, un tal Apión –un egipcio muy helenizado, al que le molestaba que la comunidad de judíos de Alejandría fuera muy numerosa y que gozara de privilegios, como estar exentos de prestaciones militares– encontramos ya una suerte de canon bíblico (aunque tampoco emplea esa palabra, y creo equivocarme, pues no la encuentro en el índice de Josefo de Louis Feldmann).
Pero de hecho Josefo está hablando de una especie de canon aunque hable de “Escrituras compuestas de 22 libros”, clasificados en tres secciones: la primera, los cinco libros de Moisés; la segunda por 13 libros escritos por los profetas y la tercera por “los cuatro libros restantes”, que podrían ser los de Salmos, Cantar de los Cantares, Proverbios y Qohelet. Y en otra obra (escrita hacia el 95 d. C., las Antigüedades judías, X 35) menciona el libro de Isaías y “también otros, en número de doce”, quizás los doce Profetas Menores.
Así pues, los testimonios anteriores pueden apoyar la opinión según la cual, a inicios del siglo II a.C., existía ya una cierta idea de unas Escrituras sagradas, ya fueran divididas en dos partes (muy probable) o quizás en tres (menos probable) y se empieza a notar también que otras obras, ante todo los Salmos (repito: ¡37 copias en los manuscritos de Qumrán!), tienen ya una autoridad sagrada. Pero ciertamente lo básico eran “La Ley y los Profetas”, aunque Flavio Josefo, unos 60 años después de Jesús, este hablando de una suerte canon tripartito, poco claro aún: “Ley-Profetas- y Escritos (cuatro solo).
Seguiremos, deo favente, la próxima senana
Saludos cordiales de Antonio Piñero
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