Hoy escribe Gonzalo del Cerro
Los Apóstoles Simón y Judas en Pseudo Abdías VI 7-23
El general persa Varardach
El encargo recibido por Simón y Judas tenía como objetivo liberar a los persas de los falsos doctores. Y sucedió que cuando entraron en el país, se encontraron con el ejército del rey Jerjes que salía a la guerra contra los indios, que habían invadido el país. El ejército iba dirigido por el general Varardach. Con el ejército iban sacrificadores, adivinos y encantadores que daban oráculos falsos. El día en que llegaron los Apóstoles, los presuntos asesores se hacían cortes y derramaban sangre para hallar las respuestas y consejos que el ejército necesitaba, pero no pudieron dar ninguna respuesta válida y coherente.
Se dirigieron a un templo pagano con intención de presentar sus consultas a los demonios. Uno de los demonios gritó con un fuerte rugido que no podían dar oráculos en aquella ocasión porque en medio del ejército había dos hombres, Simón y Judas, dotados de poderes tan grandes que ninguno de los demonios se atrevía a pronunciar una sola palabra en su presencia.
Cuando Varardach tuvo noticia del suceso, ordenó que buscaran a los dos hombres misteriosos entre el ejército. Les interrogó quiénes eran, de dónde venían y con qué intenciones. Respondió Simón que eran hebreos, siervos de Jesucristo, llegados a Persia para salvar a sus ciudadanos de los ídolos y conducirlos al único Dios verdadero que está en los cielos. Varardach le respondió que no podía por el momento entretenerse en tales problemas, pero que los abordaría cuando se produjera su regreso de la guerra.
Simón dijo al general que era más conveniente que conociera al que podía darle la victoria. Varardach le pidió que preguntara a su Dios sobre el resultado de aquella guerra. Los apóstoles le respondieron que consultara a los hombres que solían aconsejarle y que le daban oráculos falsos. Ordenaron a los adivinos que respondieran a la consulta del general. Comenzaron entonces a gritar como posesos que “va a haber una gran guerra, y pueden morir muchos guerreros de ambos lados” (c. 9,1). Eso era lo mismo que no decir nada, por lo que los Apóstoles se echaron a reír sin contemplaciones.
El general quedó sorprendido de la reacción de los dos apóstoles, que se reían cuando él había quedado aterrado por el vaticinio. Los apóstoles le dieron la explicación más completa. Le pedían que dejara todo temor y que renunciara a la campaña. Pues a la mañana siguiente, a las nueve de la mañana regresarían sus emisarios portadores de las mejores noticias. Con ellos venían los legados de los indios con la solución radical de todos los problemas. Los indios devolvían las tierras del imperio invadidas, pagaban sus tributos y proponían un pacto firmísimo de acuerdo con las condiciones que señalaran los persas para poner las bases a una paz duradera.
Los pontífices del general tomaron a risa las palabras de los Apóstoles y rogaron al general que no les diera crédito, sino que se fiara más bien de los vaticinios de sus propios dioses. Esos desconocidos quizás eran espías y trataban de manipular al general para que se descuidara y diera la oportunidad a sus enemigos de sorprenderlo descuidado y vencerlo con facilidad. El apóstol Simón rogaba a Varardach que esperara un solo día. Al día siguiente, alrededor de las nueve de la mañana llegarán sus emisarios que traerán la respuesta definitiva a la consulta fundamental. De ahora en adelante, los indios se declaraban tributarios de los persas.
Los sacerdotes de los persas comenzaron a gritar diciendo que sus dioses eran sabios y daban respuestas verdaderas. En cambio esos andrajosos no merecían otra cosa que un severo castigo por insultar a sus dioses. Los pontífices pidieron al general que los apresara y retuviera encerrados para que no pudieran escapar después de provocar la ruina del ejército. El general, de muy buen acuerdo, tomó la determinación de retener encerrados no sólo a los Apóstoles, sino a los sacerdotes persas. El resultado de los sucesos demostraría quién tenía razón. Según la marcha de los sucesos, serían condenados los que no acertaran con sus predicciones.
Al día siguiente, a la hora anunciada por los Apóstoles, llegaron a marchas forzadas los emisarios. Los sucesos daban la razón a Simón y Judas. Los indios renunciaban a los territorios invadidos, prometían pagar religiosamente sus tributos y ofrecían a los persas un tratado de paz duradero y favorable para los intereses del general Varardach, su rey y su pueblo. Indignado el general, ordenó preparar una pira para castigar con el fuego a los sacerdotes y a los que habían tratado de confundir a los Apóstoles.
Una nueva sorpresa dejó atónito al general. Los Apóstoles se postraron en tierra pidiendo piedad para sus adversarios. No querían ser la causa de su ruina, porque habían venido no “para matar a los vivos, sino para vivificar a los muertos” (c. 11,1). Varardach no podía comprender cómo aquellos extranjeros intercedían por los que habían pretendido hacerlos perecer. Pero los Apóstoles le dieron razón de su conducta, que respondía a las enseñanzas de su maestro Jesucristo. Según ellas, no debían devolver mal por mal, sino incluso retribuir con favores los males que recibían. Eso los distinguía de otras doctrinas, como los hacía diferentes el mandamiento de amar a sus enemigos y orar por los que los calumnian o maldicen.
El general les rogó que aceptaran, al menos, los bienes de los pontífices, que ascendían a cantidades considerables en oro, estimadas en ciento veinte talentos. La respuesta de los apóstoles a tan generosa oferta aumentó el desconcierto de Varardach, que refirió al rey todo lo ocurrido. Los extranjeros eran no solamente clementes en el perdón sino desprendidos frente a los bienes de fortuna. No se consideraban pobres desde el momento en que se sentían poseedores de bienes eternos. Añadieron, decía el general, esta curiosa recomendación: “Si quieres que ese dinero te aproveche para la salvación de tu alma, repártelo a los pobres, a las viudas y a los huérfanos Pon esos bienes a disposición de los enfermos y afligidos, de los deudores que están apremiados por sus a6creedores, de los que extienden la mano para mendigar y de todos los necesitados” (c. 12,3).
(Los Apóstoles SImón y Judas)
Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
Los Apóstoles Simón y Judas en Pseudo Abdías VI 7-23
El general persa Varardach
El encargo recibido por Simón y Judas tenía como objetivo liberar a los persas de los falsos doctores. Y sucedió que cuando entraron en el país, se encontraron con el ejército del rey Jerjes que salía a la guerra contra los indios, que habían invadido el país. El ejército iba dirigido por el general Varardach. Con el ejército iban sacrificadores, adivinos y encantadores que daban oráculos falsos. El día en que llegaron los Apóstoles, los presuntos asesores se hacían cortes y derramaban sangre para hallar las respuestas y consejos que el ejército necesitaba, pero no pudieron dar ninguna respuesta válida y coherente.
Se dirigieron a un templo pagano con intención de presentar sus consultas a los demonios. Uno de los demonios gritó con un fuerte rugido que no podían dar oráculos en aquella ocasión porque en medio del ejército había dos hombres, Simón y Judas, dotados de poderes tan grandes que ninguno de los demonios se atrevía a pronunciar una sola palabra en su presencia.
Cuando Varardach tuvo noticia del suceso, ordenó que buscaran a los dos hombres misteriosos entre el ejército. Les interrogó quiénes eran, de dónde venían y con qué intenciones. Respondió Simón que eran hebreos, siervos de Jesucristo, llegados a Persia para salvar a sus ciudadanos de los ídolos y conducirlos al único Dios verdadero que está en los cielos. Varardach le respondió que no podía por el momento entretenerse en tales problemas, pero que los abordaría cuando se produjera su regreso de la guerra.
Simón dijo al general que era más conveniente que conociera al que podía darle la victoria. Varardach le pidió que preguntara a su Dios sobre el resultado de aquella guerra. Los apóstoles le respondieron que consultara a los hombres que solían aconsejarle y que le daban oráculos falsos. Ordenaron a los adivinos que respondieran a la consulta del general. Comenzaron entonces a gritar como posesos que “va a haber una gran guerra, y pueden morir muchos guerreros de ambos lados” (c. 9,1). Eso era lo mismo que no decir nada, por lo que los Apóstoles se echaron a reír sin contemplaciones.
El general quedó sorprendido de la reacción de los dos apóstoles, que se reían cuando él había quedado aterrado por el vaticinio. Los apóstoles le dieron la explicación más completa. Le pedían que dejara todo temor y que renunciara a la campaña. Pues a la mañana siguiente, a las nueve de la mañana regresarían sus emisarios portadores de las mejores noticias. Con ellos venían los legados de los indios con la solución radical de todos los problemas. Los indios devolvían las tierras del imperio invadidas, pagaban sus tributos y proponían un pacto firmísimo de acuerdo con las condiciones que señalaran los persas para poner las bases a una paz duradera.
Los pontífices del general tomaron a risa las palabras de los Apóstoles y rogaron al general que no les diera crédito, sino que se fiara más bien de los vaticinios de sus propios dioses. Esos desconocidos quizás eran espías y trataban de manipular al general para que se descuidara y diera la oportunidad a sus enemigos de sorprenderlo descuidado y vencerlo con facilidad. El apóstol Simón rogaba a Varardach que esperara un solo día. Al día siguiente, alrededor de las nueve de la mañana llegarán sus emisarios que traerán la respuesta definitiva a la consulta fundamental. De ahora en adelante, los indios se declaraban tributarios de los persas.
Los sacerdotes de los persas comenzaron a gritar diciendo que sus dioses eran sabios y daban respuestas verdaderas. En cambio esos andrajosos no merecían otra cosa que un severo castigo por insultar a sus dioses. Los pontífices pidieron al general que los apresara y retuviera encerrados para que no pudieran escapar después de provocar la ruina del ejército. El general, de muy buen acuerdo, tomó la determinación de retener encerrados no sólo a los Apóstoles, sino a los sacerdotes persas. El resultado de los sucesos demostraría quién tenía razón. Según la marcha de los sucesos, serían condenados los que no acertaran con sus predicciones.
Al día siguiente, a la hora anunciada por los Apóstoles, llegaron a marchas forzadas los emisarios. Los sucesos daban la razón a Simón y Judas. Los indios renunciaban a los territorios invadidos, prometían pagar religiosamente sus tributos y ofrecían a los persas un tratado de paz duradero y favorable para los intereses del general Varardach, su rey y su pueblo. Indignado el general, ordenó preparar una pira para castigar con el fuego a los sacerdotes y a los que habían tratado de confundir a los Apóstoles.
Una nueva sorpresa dejó atónito al general. Los Apóstoles se postraron en tierra pidiendo piedad para sus adversarios. No querían ser la causa de su ruina, porque habían venido no “para matar a los vivos, sino para vivificar a los muertos” (c. 11,1). Varardach no podía comprender cómo aquellos extranjeros intercedían por los que habían pretendido hacerlos perecer. Pero los Apóstoles le dieron razón de su conducta, que respondía a las enseñanzas de su maestro Jesucristo. Según ellas, no debían devolver mal por mal, sino incluso retribuir con favores los males que recibían. Eso los distinguía de otras doctrinas, como los hacía diferentes el mandamiento de amar a sus enemigos y orar por los que los calumnian o maldicen.
El general les rogó que aceptaran, al menos, los bienes de los pontífices, que ascendían a cantidades considerables en oro, estimadas en ciento veinte talentos. La respuesta de los apóstoles a tan generosa oferta aumentó el desconcierto de Varardach, que refirió al rey todo lo ocurrido. Los extranjeros eran no solamente clementes en el perdón sino desprendidos frente a los bienes de fortuna. No se consideraban pobres desde el momento en que se sentían poseedores de bienes eternos. Añadieron, decía el general, esta curiosa recomendación: “Si quieres que ese dinero te aproveche para la salvación de tu alma, repártelo a los pobres, a las viudas y a los huérfanos Pon esos bienes a disposición de los enfermos y afligidos, de los deudores que están apremiados por sus a6creedores, de los que extienden la mano para mendigar y de todos los necesitados” (c. 12,3).
(Los Apóstoles SImón y Judas)
Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro