Hoy escribe Gonzalo Del Cerro
Homilías IV-VI
Los sepulcros de los dioses lo eran de simples hombres
Nos quedamos el día anterior en el argumento definitivo contra la teología pagana de los griegos, que eran los sepulcros de los llamados dioses. Más todavía si recordamos que el epíteto oficial aplicado a los dioses era el de inmortales. Al menos los que yacían en los sepulcros edificados y dedicados a esos dioses como centros de culto, veneración y festividades. La consecuencia lógica de la existencia de los sepulcros de los dioses es la prueba más contundente y eficaz de que se trata de seres que fueron simplemente hombres.
El tiempo convirtió a esos hombres en dioses
En su tiempo eran conocidos como meros hombres y nadie tenía la ocurrencia de darles culto como a divinidades vivientes. El tiempo pasado y amplio logró rodear su fama y su simple nombre de una aureola, que los convirtió en seres transcendentes. Es algo que se repitió y se sigue repitiendo. Se equivocaban los que juzgaban a Heracles como dios. Pero en los tiempos posteriores, los troyanos adoraron a Héctor como ser superior, los habitantes de Léucade hicieron lo mismo con Aquiles, los de Opunto con Patroclo y los rodios con Alejandro el macedonio. Se trataba siempre de hombres benefactores y sobresalientes entre sus paisanos. Dejaron una memoria de sus gestas que se convirtió en oficial y nacional. El salto a su valor divino era cuestión de tiempo.
Ejemplos de hombres divinizados
Pone el relator ejemplos de otros pueblos, en los que se produce el mismo fenómeno. Los egipcios adoran como dios a un hombre vivo. Pero comenta Clemente que, por lo menos, dedican los honores a hombres vivos. Y eso no es lo peor. Sí lo es el que den culto a reptiles, volátiles y a toda clase de animales. Vergonzoso es igualmente el concúbito de Zeus con Leda, la reina de Esparta. Zeus metamorfoseado en cisne, perseguido por un águila, se refugió en el seno de Leda, a la que hizo madre de Helena de Troya y de uno de los Dioscuros, al parecer Pólux. Helena y Pólux eran hermanos de dos humanos, como eran Clitemnestra y Cástor, cuyo padre sería el rey Tíndaro de Esparta. La presencia de Zeus como cisne provocó el que Leda diera a luz dos huevos, uno de dos seres divinos, otro de humanos.
Lo que no puede ser Dios
El relator de los sucesos reconoce que no puede saber qué es Dios, pero está convencido de que Dios existe. De lo que está seguro es de lo que no es Dios, sencillamente porque no es posible. Como los cuatro elementos primordiales son considerados como dioses por la Mitología, Clemente se ve obligado a razonar su rechazo. Razona de esta manera su criterio: “Los cuatro primeros elementos no pueden ser Dios, pues han sido hechos por otro. No lo es la mezcla, no el compuesto, no la generación, no el globo visible que rodea todo el universo, ni el sedimento que fluye en el Hades, ni el agua que flota, ni la sustancia hirviente (el fuego), ni el aire que se extiende desde ella hasta acá” (Hom VI 24,1).
Los cuatro elementos, que estaban separados, no podían mezclarse sin la acción de un soberano artesano, tan sabio como poderoso, capacitado para “la formación natural de los miembros y los órganos del ser vivo”. De esta acción suprema se deriva el hecho de que se cumple así el objetivo de poder guardar la analogía de cada uno con el otro, mantener el estado general bien ensamblado y todo recibe en su interior la conveniente armonía. De modo semejante la mente artesana organiza con exactitud los lugares propios de cada uno. La armonía de los miembros de la especie humana queda así garantizada, lo mismo que el orden de los elementos del universo.
Conclusiones del Pseudo Clemente
Clemente saca conclusiones de las premisas de sus reflexiones con serena calidad. Dice claramente que “es necesario que exista una mente artesana no engendrada, que o bien reunió los elementos separados, o los que estaban juntos los mezcló hábilmente unos con otros” (Hom VI 25,1). Dicho con otras palabras: “Era imposible llevar a cabo una obra totalmente sabia sin una mente más poderosa. Tampoco puede el amor ser el artífice de todo, ni el deseo, ni la fuerza, ni cualquier otra cosa semejante, que han nacido con la posibilidad de suceder y desaparecer. Pero tampoco puede ser Dios lo que es movido por otro, ni lo que es cambiado por el tiempo o la naturaleza y que acaba disolviéndose en la nada.
La presencia de Pedro pone fin al debate
Mientras Clemente discutía sobre estos temas con Apión, llegó Pedro procedente de Cesarea. En Tiro se produjo gran afluencia de gentes que se daban prisa por salir a su encuentro y expresarle gratitud por su venida. Apión se retiró con Anubión y Atenodoro en humillante soledad. Por el contrario, todos los demás nos dimos pisa para salir al encuentro de Pedro. Clemente lo recibió ante las puertas y lo llevó a su alojamiento. A continuación despedimos a la gente, pero Pedro me rogó que le contara lo sucedido. No le oculté nada, sino que le expliqué la conducta de de Simón, sus calumnias, los portentosos prodigios que realizaba y todas las enfermedades que provocó después del banquete del sacrificio de un buey. Varios de los enfermos permanecieron allí mismo en Tiro; otros marcharon con él a Sidón con la intención de ser curados por él. Pero yo supe que ninguno de ellos fue curado por el Mago. Conté también a Pedro la disputa que había mantenido con Apión. Y Pedro por su cariño y para darme ánimos, después de alabarme y bendecirme, tomó un sencillo refrigerio y se entregó al más necesitado descanso del sueño por el cansancio del camino.
Saludos cordiales. Gonzalo Del Cerro
Homilías IV-VI
Los sepulcros de los dioses lo eran de simples hombres
Nos quedamos el día anterior en el argumento definitivo contra la teología pagana de los griegos, que eran los sepulcros de los llamados dioses. Más todavía si recordamos que el epíteto oficial aplicado a los dioses era el de inmortales. Al menos los que yacían en los sepulcros edificados y dedicados a esos dioses como centros de culto, veneración y festividades. La consecuencia lógica de la existencia de los sepulcros de los dioses es la prueba más contundente y eficaz de que se trata de seres que fueron simplemente hombres.
El tiempo convirtió a esos hombres en dioses
En su tiempo eran conocidos como meros hombres y nadie tenía la ocurrencia de darles culto como a divinidades vivientes. El tiempo pasado y amplio logró rodear su fama y su simple nombre de una aureola, que los convirtió en seres transcendentes. Es algo que se repitió y se sigue repitiendo. Se equivocaban los que juzgaban a Heracles como dios. Pero en los tiempos posteriores, los troyanos adoraron a Héctor como ser superior, los habitantes de Léucade hicieron lo mismo con Aquiles, los de Opunto con Patroclo y los rodios con Alejandro el macedonio. Se trataba siempre de hombres benefactores y sobresalientes entre sus paisanos. Dejaron una memoria de sus gestas que se convirtió en oficial y nacional. El salto a su valor divino era cuestión de tiempo.
Ejemplos de hombres divinizados
Pone el relator ejemplos de otros pueblos, en los que se produce el mismo fenómeno. Los egipcios adoran como dios a un hombre vivo. Pero comenta Clemente que, por lo menos, dedican los honores a hombres vivos. Y eso no es lo peor. Sí lo es el que den culto a reptiles, volátiles y a toda clase de animales. Vergonzoso es igualmente el concúbito de Zeus con Leda, la reina de Esparta. Zeus metamorfoseado en cisne, perseguido por un águila, se refugió en el seno de Leda, a la que hizo madre de Helena de Troya y de uno de los Dioscuros, al parecer Pólux. Helena y Pólux eran hermanos de dos humanos, como eran Clitemnestra y Cástor, cuyo padre sería el rey Tíndaro de Esparta. La presencia de Zeus como cisne provocó el que Leda diera a luz dos huevos, uno de dos seres divinos, otro de humanos.
Lo que no puede ser Dios
El relator de los sucesos reconoce que no puede saber qué es Dios, pero está convencido de que Dios existe. De lo que está seguro es de lo que no es Dios, sencillamente porque no es posible. Como los cuatro elementos primordiales son considerados como dioses por la Mitología, Clemente se ve obligado a razonar su rechazo. Razona de esta manera su criterio: “Los cuatro primeros elementos no pueden ser Dios, pues han sido hechos por otro. No lo es la mezcla, no el compuesto, no la generación, no el globo visible que rodea todo el universo, ni el sedimento que fluye en el Hades, ni el agua que flota, ni la sustancia hirviente (el fuego), ni el aire que se extiende desde ella hasta acá” (Hom VI 24,1).
Los cuatro elementos, que estaban separados, no podían mezclarse sin la acción de un soberano artesano, tan sabio como poderoso, capacitado para “la formación natural de los miembros y los órganos del ser vivo”. De esta acción suprema se deriva el hecho de que se cumple así el objetivo de poder guardar la analogía de cada uno con el otro, mantener el estado general bien ensamblado y todo recibe en su interior la conveniente armonía. De modo semejante la mente artesana organiza con exactitud los lugares propios de cada uno. La armonía de los miembros de la especie humana queda así garantizada, lo mismo que el orden de los elementos del universo.
Conclusiones del Pseudo Clemente
Clemente saca conclusiones de las premisas de sus reflexiones con serena calidad. Dice claramente que “es necesario que exista una mente artesana no engendrada, que o bien reunió los elementos separados, o los que estaban juntos los mezcló hábilmente unos con otros” (Hom VI 25,1). Dicho con otras palabras: “Era imposible llevar a cabo una obra totalmente sabia sin una mente más poderosa. Tampoco puede el amor ser el artífice de todo, ni el deseo, ni la fuerza, ni cualquier otra cosa semejante, que han nacido con la posibilidad de suceder y desaparecer. Pero tampoco puede ser Dios lo que es movido por otro, ni lo que es cambiado por el tiempo o la naturaleza y que acaba disolviéndose en la nada.
La presencia de Pedro pone fin al debate
Mientras Clemente discutía sobre estos temas con Apión, llegó Pedro procedente de Cesarea. En Tiro se produjo gran afluencia de gentes que se daban prisa por salir a su encuentro y expresarle gratitud por su venida. Apión se retiró con Anubión y Atenodoro en humillante soledad. Por el contrario, todos los demás nos dimos pisa para salir al encuentro de Pedro. Clemente lo recibió ante las puertas y lo llevó a su alojamiento. A continuación despedimos a la gente, pero Pedro me rogó que le contara lo sucedido. No le oculté nada, sino que le expliqué la conducta de de Simón, sus calumnias, los portentosos prodigios que realizaba y todas las enfermedades que provocó después del banquete del sacrificio de un buey. Varios de los enfermos permanecieron allí mismo en Tiro; otros marcharon con él a Sidón con la intención de ser curados por él. Pero yo supe que ninguno de ellos fue curado por el Mago. Conté también a Pedro la disputa que había mantenido con Apión. Y Pedro por su cariño y para darme ánimos, después de alabarme y bendecirme, tomó un sencillo refrigerio y se entregó al más necesitado descanso del sueño por el cansancio del camino.
Saludos cordiales. Gonzalo Del Cerro