Notas

Literatura Pseudo Clementina. Análisis de los textos.

Redactado por Antonio Piñero el Lunes, 17 de Junio 2013 a las 00:55

Hoy escribe Gonzalo Del Cerro

b[La Diamartyría (solemne compromiso) o Contestatio]b

El segundo documento de los preliminares que van delante de las Homilías griegas es el que lleva como título griego Diamartyría, o Contestatio en la versión de Rufino, desarrollado en cinco capítulos. Si la carta de Pedro a Santiago era el escrito de envío de las Predicaciones de Pedro, este documento es un conjunto de recomendaciones sobre el trato que se debe dar a esos escritos enviados, en particular, la obsesión de una cierta privacidad. La obra enviada está definida y presentada, al menos en cuatro pasajes, como los “libros de las predicaciones” de Pedro (1,1;2,1;3,1;4,1), mencionados ya en días anteriores.

Ya al inicio, el autor delata su preocupación por la transmisión correcta de la verdad, que servirá de medio para evitar la caída de los destinatarios en el error (1,1; cf. 5,2). El autor, oculto en el anonimato, se delata en el uso de la primera persona del plural como testigo de los sucesos narrados. Habla de la recepción de la carta de Pedro, de su lectura por Santiago ante la congregación de los presbíteros convocados para el evento y de la reacción de éstos ante el tono de las amenazas para los que transgreden las normas y los cuidados requeridos. En el final del escrito dice abiertamente: “Nos levantamos y elevamos nuestras plegarias al Padre y Dios del universo” (5,4). Es casi la firma de su identidad como testigo ocular de su relato. Se supone que el autor es el mismo de las Homilìas. Merece notarse el detalle de que la doxología final va dedicada al “Padre y Dios”, no a la Trinidad, como suele ser recurrente en los escritos cristianos antiguos.

Se trata, pues, de garantizar y afirmar la verdad salvadora, proclamada y explicada por las predicaciones (kērýgmata) de Pedro. Los libros mencionados son algo tan delicado que no pueden dejarse en manos de cualquiera. En dos contextos enumera las condiciones necesarias que debe reunir el que pretenda acceder a ellos. Debe ser digno (áxios), dignidad descrita en las exigencias dos veces repetidas. Es decir, “debe ser alguien bueno y piadoso, que haya elegido la tarea de enseñar, alguien circunciso y fiel” (1,1; 2,2). Esta última exigencia delata en el autor una cierta desconfianza en los cristianos venidos de la gentilidad. Es lo que deja también de manifiesto Pedro en su Carta a Santiago, como vimos en la nota anterior.

Un conjunto de detalles que llaman la atención es la sorprendente acumulación de cautelas para proteger la pureza de los escritos aludidos. No se deben entregar todos los libros a la vez, con la idea de que una posible falsedad en la interpretación de los primeros envíos delate el riesgo de que se repitan los mismos errores. Exige además el remitente que se pruebe a los receptores por lo menos seis años, una garantía más de la integridad del contenido. Esa exigencia lleva consigo una especie de testimonio solemne de que se cumplirán las normas. Ese testimonio solemne no debe ser juramento, puesto que no es lícito jurar (1,2).

El autor especifica ese compromiso diciendo en dos ocasiones que pone “como testigos al cielo, la tierra, el agua, los cuales todo lo circundan, y además de éstos, al aire que todo lo invade, sin el cual no respiro, que siempre seré obediente al que me ha dado los libros de las predicaciones” (2,1). Entre los medios que el receptor promete cumplir, está la afirmación solemne de no copiar ni dar a copiar los escritos a nadie. Todo es poco para garantizar su autenticidad y la originalidad de los escritos. Solamente podrá ponerlos a disposición de personas de reconocida competencia, y siempre con el conocimiento del obispo

El receptor expone ciertos casos o circunstancias que pueden darse en el proceso de su custodia. Nunca los dejará en su propia casa, de forma que cuando emprenda un viaje, llevará solamente los elementos que pueda portar con seguridad. De lo contrario los confiará al obispo, siempre que tenga la misma fe y parta de los mismos principios (3,3). No se dejará llevar por afectos, amenazas o regalos, de manera que no entregará su tesoro ni a hijos, ni a hermanos o a parientes cercanos, particularmente, si no son dignos de confianza.

Lo mismo se compromete a hacer si cae enfermo y no tiene hijos o los tiene poco dignos. Incluso piensa en la posibilidad de que la muerte le amenacee. En tal caso, devolverá los libros al obispo. Solamente piensa que si su hijo llegue a ser digno en la edad de adulto, el obispo podría entregarle los escritos con las mismas garantías que le exigieron a él.

Con un tono de solemnidad forzada, se compromete a observar estas normas hasta en el caso de que llegue a creer en otro dios, al que pone como testigo, ahora sí, con juramento de que cumplirá las normas que se le han recomendado en la custodia de los libros. Y si no cumpliera los pactos aceptados, pronuncia amenazas contra sí mismo como perjuro y condenado a un eterno castigo.

Los presbíteros, destinatarios de esas reflexiones, quedaron primero aterrados ante la transcendencia de la misión, pero acabaron asintiendo a las palabras de Santiago y bendiciendo a Dios por haberles proporcionado un obispo tan digno para su comunidad. Santiago los consoló ratificando que la celosa custodia de los libros sería el medio de evitar corrupciones de parte de hombres desaprensivos y para que no “ocurra por lo demás que los que buscan la verdad serán conducidos al error” (5,2).

Tras las palabras de Santiago, concluye el autor diciendo: “Tras estas palabras, nos levantamos y elevamos nuestras plegarias al Padre y Dios del universo, a quien sea la gloria por los siglos. Amén”.

Saludos cordiales. Gonzalo Del Cerro
Lunes, 17 de Junio 2013
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