Hoy escribe Fernando Bermejo
La historia del antijudaísmo cristiano en la que nos disponemos a adentrarnos es una historia poblada de odio, de prejuicios, de estupidez, de abyección, de violencia y de bajeza. No está de más, pues, para compensar de algún modo tantas sombras, comenzar situándonos momentáneamente en la Alemania nazi y recordar algunos episodios luminosos, de personas –y en este caso de eclesiásticos cristianos – que se comportaron como luz en un tiempo sombrío, como valientes en un tiempo de cobardes, como personas decentes en una época y un espacio marcados por una especial indecencia.
Valgan algunos a modo de ejemplo. En marzo de 1933, un sacerdote de Renania describió la vilificación de los judíos como injusta; se ganó una multa de 500 marcos por “abuso del púlpito”. En 1934 otro sacerdote, que por razones de seguridad prefirió el anonimato, hizo por escrito una crítica de su Iglesia por no ayudar a los judíos. En 1936 otro, en Baviera, declaró que las historias que se estaban contando en Alemania sobre los judíos eran un atajo de mentiras.
Una mención especial entre estos la merece Bernhard Lichtenberg, el preboste de la catedral de St. Hedwig (Santa Eduvigis) de Berlín. Lichtenberg, que ya se había significado a principios de los años 30 como crítico del nazismo, al día siguiente del pogrom de la Kristallnacht -la noche del 9 al 10 de noviembre de 1938- se atrevió a orar en la catedral abiertamente por los judíos, no solo por los bautizados sino por todas las víctimas judías. Y añadió: “Lo que ocurrió ayer lo sabemos; lo que ocurrirá mañana no lo sabemos; pero de lo que ha sucedido hoy, damos testimonio: afuera la sinagoga está ardiendo, y ella es también una casa de Dios”.
Lichtenberg, que por entonces contaba 63 años, continuó rezando diariamente por los judíos. El 23 de octubre de 1941, una semana después de que comenzara la primera de las deportaciones en masa, fue arrestado tras denuncias de alguno de sus feligreses. Ante el tribunal que lo juzgó, declaró que la postura del Estado nacionalsocialista en la cuestión judía contradecía el deber de amar al prójimo, y pidió que le permitieran acompañar a quienes estaban siendo deportados a los campos como consejero espiritual. Un tribunal especial consideró que, si permaneciera libre, podría llamar incluso a su congregación a desobedecer al Estado y lo condenó a dos años de prisión.
El 23 de octubre de 1943, a su salida de la cárcel, la Gestapo se hizo cargo de él para llevarlo a Dachau. Se le ofreció la libertad si dejaba de predicar, y él se negó. Demasiado enfermo para viajar, murió en el camino un 5 de noviembre, mañana hará 67 años. Fue beatificado en 1996, y su nombre figura, en el Yad Vashem de Israel, entre los de los “justos de las naciones”. En efecto, el nombre de este sacerdote católico, como el de otros valientes, merecerá ser siempre recordado junto a los de las víctimas.
Saludos cordiales de Fernando Bermejo
La historia del antijudaísmo cristiano en la que nos disponemos a adentrarnos es una historia poblada de odio, de prejuicios, de estupidez, de abyección, de violencia y de bajeza. No está de más, pues, para compensar de algún modo tantas sombras, comenzar situándonos momentáneamente en la Alemania nazi y recordar algunos episodios luminosos, de personas –y en este caso de eclesiásticos cristianos – que se comportaron como luz en un tiempo sombrío, como valientes en un tiempo de cobardes, como personas decentes en una época y un espacio marcados por una especial indecencia.
Valgan algunos a modo de ejemplo. En marzo de 1933, un sacerdote de Renania describió la vilificación de los judíos como injusta; se ganó una multa de 500 marcos por “abuso del púlpito”. En 1934 otro sacerdote, que por razones de seguridad prefirió el anonimato, hizo por escrito una crítica de su Iglesia por no ayudar a los judíos. En 1936 otro, en Baviera, declaró que las historias que se estaban contando en Alemania sobre los judíos eran un atajo de mentiras.
Una mención especial entre estos la merece Bernhard Lichtenberg, el preboste de la catedral de St. Hedwig (Santa Eduvigis) de Berlín. Lichtenberg, que ya se había significado a principios de los años 30 como crítico del nazismo, al día siguiente del pogrom de la Kristallnacht -la noche del 9 al 10 de noviembre de 1938- se atrevió a orar en la catedral abiertamente por los judíos, no solo por los bautizados sino por todas las víctimas judías. Y añadió: “Lo que ocurrió ayer lo sabemos; lo que ocurrirá mañana no lo sabemos; pero de lo que ha sucedido hoy, damos testimonio: afuera la sinagoga está ardiendo, y ella es también una casa de Dios”.
Lichtenberg, que por entonces contaba 63 años, continuó rezando diariamente por los judíos. El 23 de octubre de 1941, una semana después de que comenzara la primera de las deportaciones en masa, fue arrestado tras denuncias de alguno de sus feligreses. Ante el tribunal que lo juzgó, declaró que la postura del Estado nacionalsocialista en la cuestión judía contradecía el deber de amar al prójimo, y pidió que le permitieran acompañar a quienes estaban siendo deportados a los campos como consejero espiritual. Un tribunal especial consideró que, si permaneciera libre, podría llamar incluso a su congregación a desobedecer al Estado y lo condenó a dos años de prisión.
El 23 de octubre de 1943, a su salida de la cárcel, la Gestapo se hizo cargo de él para llevarlo a Dachau. Se le ofreció la libertad si dejaba de predicar, y él se negó. Demasiado enfermo para viajar, murió en el camino un 5 de noviembre, mañana hará 67 años. Fue beatificado en 1996, y su nombre figura, en el Yad Vashem de Israel, entre los de los “justos de las naciones”. En efecto, el nombre de este sacerdote católico, como el de otros valientes, merecerá ser siempre recordado junto a los de las víctimas.
Saludos cordiales de Fernando Bermejo