Hoy escribe Gonzalo del Cerro
La divinidad de Cristo en la literatura apócrifa
El dogma de la divinidad de Cristo, básico en la teología cristiana, se apoya en unos argumentos bíblicos, que no convencieron ni a todos ni siempre. La prueba es la facilidad con que surgieron herejías que negaban o ponían en duda elementos esenciales del dogma. A pesar de todo, la iglesia oficial rotuló pronto los componentes fundamentales de la fórmula que proclamaba sin el menor titubeo la divinidad de Jesús. Ahora bien, según la fe proclamada particularmente en el Deuteronomio, Yahvé es Dios y no hay otro (Dt 4, 35; 32, 39). Esa fe del Deuteronomio era admitida como tranquila posesión en los tiempos del Nuevo Testamento y en los cristianos primitivos. Pero la reflexión sobre los hechos cristianos, de la que Pablo fue pionero, estableció la ecuación que establecía la igualdad Yahvé Dios = Cristo.
La denominación del nombre impronunciable e intraducible de Yahvé, que en la Biblia griega de los LXX aparecía siempre como Kýrios (Señor) y en la Vulgata latina como Dominus, la hereda Jesús, que ahora es, sin necesidad de nuevos apelativos, “el Señor”. Como es bien sabido, Yahveh se escribe en la Biblia hebrea sin vocales con el tetragrámmaton sagrado o las cuatro letras consonantes que componen “el nombre” (YHWH). El texto masorético hebreo no usa nunca sus vocales correspondientes, sino que las sustituye por las de Adonay (nombre enfático de Señor) o Elohîm (Dios).
Esto quería decir que Jesús heredaba la dignidad de Dios y que se convertía en el sujeto de todas las actividades divinas consignadas en el Antiguo Testamento desde la creación hasta la venida de Jesús al mundo. El Dios que con su sola palabra había llamado el universo a la existencia, el que había encendido las lumbreras de los cielos, el Dios de los Patriarcas, del Éxodo, de los Profetas, estaba allí, revestido de carne, hecho hombre como “uno de tantos” (Flp 2, 7). En uno de los apócrifos asuncionistas, atribuido a San Juan Evangelista, aparece una escena que describe un diálogo de Jesús con su madre María. Ésta le pide que la bendiga. Y cuando lo hace Jesús, toma María la mano de su hijo y, colmándola de besos, dice: “Adoro esta diestra que ha creado el cielo y la tierra” (Libro de San Juan Evangelista sobre la Dormición de la santa Madre de Dios, XL). En Jesús latían la sabiduría y el poder del Creador. Este apócrifo recoge tradiciones muy antiguas, que pueden remontarse al siglo III o incluso al II.
La consecuencia natural era la reaparición de los signos que delataran la presencia de Dios. En el momento de su nacimiento, apareció sobre la gruta una nube luminosa que la inundaba de resplandor según cuenta un apócrifo anterior al siglo IV, el Protoevangelio de Santiago, XIX 2. Varios pasajes del Éxodo mencionan la nube de fuego, la “nube de Yahvé” que se hacía presente cuando su gloria llenaba el tabernáculo (Éx 14, 24; 19, 18; 24, 16s; 40, 34). Es la nube luminosa que cubrió a los apóstoles, testigos de la Transfiguración (Mt 17, 5 par.). El Evangelio del Pseudo Mateo, obra del siglo VI, cuenta también del excesivo resplandor que llenaba de temor a las comadronas que vinieron a contemplar el prodigio del parto virginal (EvPsMt XIII 4). Jesús, desde su más tierna infancia, desplegaba una majestad, ante la que los mismos animales se sometían, los árboles y las plantas le obedecían, toda la naturaleza estaba pronta a cumplir su voluntad. En el Libro de la Infancia del Salvador, se cuenta que cuando nació Jesús, se detuvo la marcha del mundo: vientos, árboles, aguas, todo cayó en una especie de pasmo cósmico. Y a los ruidos del mundo siguió un gran silencio (InfSalv, 72).
Vuelto Jesús con sus padres de Egipto a Galilea, se mostraba como dueño de la vida y de la muerte. Sus palabras daban a entender que estaba por encima del tiempo. A las protestas de sus paisanos respondía realizando toda clase de prodigios. Sus vecinos lo interpretaban en el sentido de que era capaz de convertir en realidad cuanto decía o deseaba. Pero todo era una insignificancia para quien demostraba poseer todos los poderes de Dios. Uno de los maestros que pretendieron inútilmente enseñarle, el rabino Zaqueo, no veía otra explicación a la conducta de Jesús que su dignidad divina (EvPsTom, VII 4). El Evangelio del Pseudo Tomás es una obra que los eruditos sitúan en las lejanías del siglo II.
Los cristianos que estaban detrás de los Apócrifos tenían muy claro que Jesús era Dios desde siempre. Pero el Evangelio árabe de la Infancia cuenta cómo ya desde la cuna hizo su autopresentación a su madre diciendo: “Yo soy Jesús, el Hijo de Dios, el Logos” (EvÁrInf, I 2). Y cuando José, el carpintero, se acercaba a su última hora, mantuvo con su hijo Jesús una conversación en la que no sólo le invocaba como Señor, rey, Salvador y libertador, sino que proclamaba solemnemente: “En verdad, tú eres Dios” (HistJosCarp, XVII 1-4).
Notamos que, al margen del momento concreto de su composición, muchos de estos apócrifos reflejan tradiciones que se remontan a una lejana antigüedad.
Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
La divinidad de Cristo en la literatura apócrifa
El dogma de la divinidad de Cristo, básico en la teología cristiana, se apoya en unos argumentos bíblicos, que no convencieron ni a todos ni siempre. La prueba es la facilidad con que surgieron herejías que negaban o ponían en duda elementos esenciales del dogma. A pesar de todo, la iglesia oficial rotuló pronto los componentes fundamentales de la fórmula que proclamaba sin el menor titubeo la divinidad de Jesús. Ahora bien, según la fe proclamada particularmente en el Deuteronomio, Yahvé es Dios y no hay otro (Dt 4, 35; 32, 39). Esa fe del Deuteronomio era admitida como tranquila posesión en los tiempos del Nuevo Testamento y en los cristianos primitivos. Pero la reflexión sobre los hechos cristianos, de la que Pablo fue pionero, estableció la ecuación que establecía la igualdad Yahvé Dios = Cristo.
La denominación del nombre impronunciable e intraducible de Yahvé, que en la Biblia griega de los LXX aparecía siempre como Kýrios (Señor) y en la Vulgata latina como Dominus, la hereda Jesús, que ahora es, sin necesidad de nuevos apelativos, “el Señor”. Como es bien sabido, Yahveh se escribe en la Biblia hebrea sin vocales con el tetragrámmaton sagrado o las cuatro letras consonantes que componen “el nombre” (YHWH). El texto masorético hebreo no usa nunca sus vocales correspondientes, sino que las sustituye por las de Adonay (nombre enfático de Señor) o Elohîm (Dios).
Esto quería decir que Jesús heredaba la dignidad de Dios y que se convertía en el sujeto de todas las actividades divinas consignadas en el Antiguo Testamento desde la creación hasta la venida de Jesús al mundo. El Dios que con su sola palabra había llamado el universo a la existencia, el que había encendido las lumbreras de los cielos, el Dios de los Patriarcas, del Éxodo, de los Profetas, estaba allí, revestido de carne, hecho hombre como “uno de tantos” (Flp 2, 7). En uno de los apócrifos asuncionistas, atribuido a San Juan Evangelista, aparece una escena que describe un diálogo de Jesús con su madre María. Ésta le pide que la bendiga. Y cuando lo hace Jesús, toma María la mano de su hijo y, colmándola de besos, dice: “Adoro esta diestra que ha creado el cielo y la tierra” (Libro de San Juan Evangelista sobre la Dormición de la santa Madre de Dios, XL). En Jesús latían la sabiduría y el poder del Creador. Este apócrifo recoge tradiciones muy antiguas, que pueden remontarse al siglo III o incluso al II.
La consecuencia natural era la reaparición de los signos que delataran la presencia de Dios. En el momento de su nacimiento, apareció sobre la gruta una nube luminosa que la inundaba de resplandor según cuenta un apócrifo anterior al siglo IV, el Protoevangelio de Santiago, XIX 2. Varios pasajes del Éxodo mencionan la nube de fuego, la “nube de Yahvé” que se hacía presente cuando su gloria llenaba el tabernáculo (Éx 14, 24; 19, 18; 24, 16s; 40, 34). Es la nube luminosa que cubrió a los apóstoles, testigos de la Transfiguración (Mt 17, 5 par.). El Evangelio del Pseudo Mateo, obra del siglo VI, cuenta también del excesivo resplandor que llenaba de temor a las comadronas que vinieron a contemplar el prodigio del parto virginal (EvPsMt XIII 4). Jesús, desde su más tierna infancia, desplegaba una majestad, ante la que los mismos animales se sometían, los árboles y las plantas le obedecían, toda la naturaleza estaba pronta a cumplir su voluntad. En el Libro de la Infancia del Salvador, se cuenta que cuando nació Jesús, se detuvo la marcha del mundo: vientos, árboles, aguas, todo cayó en una especie de pasmo cósmico. Y a los ruidos del mundo siguió un gran silencio (InfSalv, 72).
Vuelto Jesús con sus padres de Egipto a Galilea, se mostraba como dueño de la vida y de la muerte. Sus palabras daban a entender que estaba por encima del tiempo. A las protestas de sus paisanos respondía realizando toda clase de prodigios. Sus vecinos lo interpretaban en el sentido de que era capaz de convertir en realidad cuanto decía o deseaba. Pero todo era una insignificancia para quien demostraba poseer todos los poderes de Dios. Uno de los maestros que pretendieron inútilmente enseñarle, el rabino Zaqueo, no veía otra explicación a la conducta de Jesús que su dignidad divina (EvPsTom, VII 4). El Evangelio del Pseudo Tomás es una obra que los eruditos sitúan en las lejanías del siglo II.
Los cristianos que estaban detrás de los Apócrifos tenían muy claro que Jesús era Dios desde siempre. Pero el Evangelio árabe de la Infancia cuenta cómo ya desde la cuna hizo su autopresentación a su madre diciendo: “Yo soy Jesús, el Hijo de Dios, el Logos” (EvÁrInf, I 2). Y cuando José, el carpintero, se acercaba a su última hora, mantuvo con su hijo Jesús una conversación en la que no sólo le invocaba como Señor, rey, Salvador y libertador, sino que proclamaba solemnemente: “En verdad, tú eres Dios” (HistJosCarp, XVII 1-4).
Notamos que, al margen del momento concreto de su composición, muchos de estos apócrifos reflejan tradiciones que se remontan a una lejana antigüedad.
Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro