Hoy escribe Gonzalo del Cerro
La perpetua virginidad de María en la literatura apócrifa
Una de las denominaciones más conocidas y utilizadas en el mundo cristiano para referirse a la madre de Jesús es la de “la Virgen”, sin otras calificaciones ni añadidos. La madre de Jesús, la que lo concibió y lo dio a luz, la que le dedicó las atenciones maternales fue María, la Virgen. Dos términos gramaticales, sujeto y predicado, madre y virgen, naturalmente irreconciliables, como muy bien comentaban las comadronas que fueron testigos del nacimiento de Jesús en la gruta de Belén. Porque María, según el texto de los evangelios apócrifos, fue virgen no solamente antes de su maternidad, sino siempre. En los apócrifos se acuña la adjetivación de la aeiparthénos, la semper uirgo, la siempre virgen.
Una expresión recurrente en la fe de la Iglesia habla de María como “Virgen antes del parto, en el parto y después del parto”, una fórmula que empezó a usarse desde el Concilio III de Constantinopla, VI de los ecuménicos, celebrado el año 680. A partir de entonces, Padres y Concilios hablan ya sistemáticamente de la semper uirgo. Podemos recordar la fe de Trento, que no sólo hablaba de la “siempre Virgen”, sino que se expresaba en estos términos: “La Virgen María persistió siempre en la integridad de su virginidad, a saber, antes del parto, en el parto y perpetuamente después del parto”. Estas palabras llevan luego el eco de la autoridad eclesiástica que exige y avisa de la obligación de admitirlas como doctrina de la Iglesia (Cf. Denzinger, Enchiridion symbolorum, 993). Pero la idea, tanto en su forma como en su contenido es deudora del texto de los apócrifos.
Los evangelios canónicos son más bien parcos en noticias sobre la virginidad de María. La intención de Mateo en su narración de la concepción de Jesús parece ser la de dejar patente que dicha concepción era obra del Espíritu Santo, sin concurso de varón (Mt 1, 18-25). Pero faltan datos para completar la doctrina de una virginidad perpetua persistente antes, durante y después del parto. La objeción de María al ángel de la Anunciación parecía suponer un propósito de virginidad perpetua. Pero no es fácil deducirlo del sentido literal de los textos. Además, los evangelios canónicos tienen referencias a los hermanos de Jesús (Mt 12, 47s par.), que fueron la ocasión, o el pretexto, para provocar dudas sobre la virginidad perpetua de María. Como aseguran los apócrifos, la perpetua virginidad era en María un proyecto vital desde los inicios de su permanencia en el templo del Señor.
Son, por lo tanto, los Evangelios Apócrifos los que disipan toda sombra de duda en este sentido. En el Protoevangelio de Santiago, no posterior al siglo IV, se refiere la sorpresa de la comadrona que constató el hecho de que María había dado a luz sin menoscabo de su virginidad (Protoev. de Sant., XIX 3). Una compañera, de nombre Salomé, oyó contar lo sucedido y se negaba a admitir los hechos mientras no lo comprobara experimentalmente. Y así lo hizo introduciendo “su dedo en la naturaleza de María”. Su mano quedó carbonizada, aunque luego milagrosamente curada (Ibid., XX 1).
Otro apócrifo, el Evangelio del Pseudo Mateo, obra del siglo VI, cuenta de la reacción de María cuando tuvo conocimiento de que el sacerdote Abiatar pretendía que contrajera matrimonio con su hijo. María respondió: “No es posible que yo conozca varón o que varón me conozca a mí” (Evang. del Ps. Mateo, VII 1). La virginidad, pues, era en efecto un proyecto de vida en el caso de María. Lo que ratifica con solemnidad concluyendo con un sentido alegato: Hoc statui in corde meo ut uirum penitus non cognoscam (“Esto he decidido en mi corazón, que no conoceré varón en absoluto” (Ibid., VII 2). Ciertas variantes hacen decir a María: “Yo serviré y veneraré a Dios en castidad perpetua”. Y añade que había ofrecido a Dios su virginidad desde la infancia.
Este mismo evangelio refiere el caso de las dos comadronas, Zelomí y Salomé, que fueron testigos cualificadas del parto virginal de María. Zelomí fue la que acuñó la frase, que luego sirvió de revestimiento literario al dogma. Consciente de las maravillas cumplidas en el nacimiento de Jesús, dio su versión, tanto técnica como experimental, que concluía con una fórmula lapidaria: Uirgo concepit, uirgo peperit, uirgo permansit (“Virgen concibió, virgen dio a luz, virgen permaneció”). Era lo mismo que más tarde quedó cristalizado en la frase “antes del parto, en el parto, después del parto”. Su compañera Salomé, como ya hemos visto en el Protoevangelio de Santiago, quiso comprobar el prodigio y sufrió el correspondiente castigo por su incredulidad. Pero curada por el niño Jesús, se convirtió en pregonera de las “maravillas de Dios” (Ibid., XIII 4-5).
Otro apócrifo, el que lleva como epígrafe Libro de la Infancia del Salvador abunda en los mismos detalles, conocidos solamente por la literatura apócrifa. Este libro, de origen tardío, recoge según el punto de vista de los eruditos, tradiciones que podrían remontarse al siglo II. Entre ellas, están las que hacen referencia al nacimiento de Jesús. Otra comadrona, de nombre Zaquel, llegó a la gruta de Belén conducida por Simeón, uno de los hijos de José. Su asistencia se redujo a comprobar el milagro de un parto sorprendente, ante el que el mundo entero se detuvo como en un pasmo planetario. La comadrona certificaba que aquello había sido un parto indoloro. La madre, protagonista del suceso, seguía siendo virgen (Libro de la Infancia del Salvador, 65-76). Era natural que la creación entera quedara inmóvil y silenciosa ante lo desconocido, que no tenía otra explicación que la presencia del poder de Dios.
La doctrina tiene sus ecos tanto en la teología como en la tradición popular. Pero lo que debemos tener claro es que en la base del dogma están los relatos apócrifos. Y aunque la denominación de apócrifo y dogmático resulte un tanto paradójica, la realidad está ahí como “hechos contra los que nada tienen que hacer los argumentos” (contra facta non valent argumenta).
Saludos cordialdes y Felicdes Pascuas. Gonzalo del Cerro
La perpetua virginidad de María en la literatura apócrifa
Una de las denominaciones más conocidas y utilizadas en el mundo cristiano para referirse a la madre de Jesús es la de “la Virgen”, sin otras calificaciones ni añadidos. La madre de Jesús, la que lo concibió y lo dio a luz, la que le dedicó las atenciones maternales fue María, la Virgen. Dos términos gramaticales, sujeto y predicado, madre y virgen, naturalmente irreconciliables, como muy bien comentaban las comadronas que fueron testigos del nacimiento de Jesús en la gruta de Belén. Porque María, según el texto de los evangelios apócrifos, fue virgen no solamente antes de su maternidad, sino siempre. En los apócrifos se acuña la adjetivación de la aeiparthénos, la semper uirgo, la siempre virgen.
Una expresión recurrente en la fe de la Iglesia habla de María como “Virgen antes del parto, en el parto y después del parto”, una fórmula que empezó a usarse desde el Concilio III de Constantinopla, VI de los ecuménicos, celebrado el año 680. A partir de entonces, Padres y Concilios hablan ya sistemáticamente de la semper uirgo. Podemos recordar la fe de Trento, que no sólo hablaba de la “siempre Virgen”, sino que se expresaba en estos términos: “La Virgen María persistió siempre en la integridad de su virginidad, a saber, antes del parto, en el parto y perpetuamente después del parto”. Estas palabras llevan luego el eco de la autoridad eclesiástica que exige y avisa de la obligación de admitirlas como doctrina de la Iglesia (Cf. Denzinger, Enchiridion symbolorum, 993). Pero la idea, tanto en su forma como en su contenido es deudora del texto de los apócrifos.
Los evangelios canónicos son más bien parcos en noticias sobre la virginidad de María. La intención de Mateo en su narración de la concepción de Jesús parece ser la de dejar patente que dicha concepción era obra del Espíritu Santo, sin concurso de varón (Mt 1, 18-25). Pero faltan datos para completar la doctrina de una virginidad perpetua persistente antes, durante y después del parto. La objeción de María al ángel de la Anunciación parecía suponer un propósito de virginidad perpetua. Pero no es fácil deducirlo del sentido literal de los textos. Además, los evangelios canónicos tienen referencias a los hermanos de Jesús (Mt 12, 47s par.), que fueron la ocasión, o el pretexto, para provocar dudas sobre la virginidad perpetua de María. Como aseguran los apócrifos, la perpetua virginidad era en María un proyecto vital desde los inicios de su permanencia en el templo del Señor.
Son, por lo tanto, los Evangelios Apócrifos los que disipan toda sombra de duda en este sentido. En el Protoevangelio de Santiago, no posterior al siglo IV, se refiere la sorpresa de la comadrona que constató el hecho de que María había dado a luz sin menoscabo de su virginidad (Protoev. de Sant., XIX 3). Una compañera, de nombre Salomé, oyó contar lo sucedido y se negaba a admitir los hechos mientras no lo comprobara experimentalmente. Y así lo hizo introduciendo “su dedo en la naturaleza de María”. Su mano quedó carbonizada, aunque luego milagrosamente curada (Ibid., XX 1).
Otro apócrifo, el Evangelio del Pseudo Mateo, obra del siglo VI, cuenta de la reacción de María cuando tuvo conocimiento de que el sacerdote Abiatar pretendía que contrajera matrimonio con su hijo. María respondió: “No es posible que yo conozca varón o que varón me conozca a mí” (Evang. del Ps. Mateo, VII 1). La virginidad, pues, era en efecto un proyecto de vida en el caso de María. Lo que ratifica con solemnidad concluyendo con un sentido alegato: Hoc statui in corde meo ut uirum penitus non cognoscam (“Esto he decidido en mi corazón, que no conoceré varón en absoluto” (Ibid., VII 2). Ciertas variantes hacen decir a María: “Yo serviré y veneraré a Dios en castidad perpetua”. Y añade que había ofrecido a Dios su virginidad desde la infancia.
Este mismo evangelio refiere el caso de las dos comadronas, Zelomí y Salomé, que fueron testigos cualificadas del parto virginal de María. Zelomí fue la que acuñó la frase, que luego sirvió de revestimiento literario al dogma. Consciente de las maravillas cumplidas en el nacimiento de Jesús, dio su versión, tanto técnica como experimental, que concluía con una fórmula lapidaria: Uirgo concepit, uirgo peperit, uirgo permansit (“Virgen concibió, virgen dio a luz, virgen permaneció”). Era lo mismo que más tarde quedó cristalizado en la frase “antes del parto, en el parto, después del parto”. Su compañera Salomé, como ya hemos visto en el Protoevangelio de Santiago, quiso comprobar el prodigio y sufrió el correspondiente castigo por su incredulidad. Pero curada por el niño Jesús, se convirtió en pregonera de las “maravillas de Dios” (Ibid., XIII 4-5).
Otro apócrifo, el que lleva como epígrafe Libro de la Infancia del Salvador abunda en los mismos detalles, conocidos solamente por la literatura apócrifa. Este libro, de origen tardío, recoge según el punto de vista de los eruditos, tradiciones que podrían remontarse al siglo II. Entre ellas, están las que hacen referencia al nacimiento de Jesús. Otra comadrona, de nombre Zaquel, llegó a la gruta de Belén conducida por Simeón, uno de los hijos de José. Su asistencia se redujo a comprobar el milagro de un parto sorprendente, ante el que el mundo entero se detuvo como en un pasmo planetario. La comadrona certificaba que aquello había sido un parto indoloro. La madre, protagonista del suceso, seguía siendo virgen (Libro de la Infancia del Salvador, 65-76). Era natural que la creación entera quedara inmóvil y silenciosa ante lo desconocido, que no tenía otra explicación que la presencia del poder de Dios.
La doctrina tiene sus ecos tanto en la teología como en la tradición popular. Pero lo que debemos tener claro es que en la base del dogma están los relatos apócrifos. Y aunque la denominación de apócrifo y dogmático resulte un tanto paradójica, la realidad está ahí como “hechos contra los que nada tienen que hacer los argumentos” (contra facta non valent argumenta).
Saludos cordialdes y Felicdes Pascuas. Gonzalo del Cerro