Escribe Antonio Piñero
Hace una serie de meses publiqué en la prestigiosa “Revista de libros”, por encargo de su director Álvaro Delgado-Gal una reseña larguita del libro que a continuación paso a darles la ficha completa:
Peter BROWN, Por el ojo de una aguja. La riqueza, la caída de Roma y la construcción del cristianismo en Occidente (350-550). Original inglés con el título Through the Eye of the Needle, 2012, Princeton University Press, traducido por Agustina Luengo. Editorial Acantilado, Barcelona 2016, 13,5 x 2,15, 1224 pp., con abundante bibliografía, mapas e índice de nombres y analítico de materias. ISBN: 978-84-16748-14-3. Precio: 48 euros.
He aquí el enlace de esta reseña:
http://www.revistadelibros.com/articulos/la-iglesia-y-el-dinero-350-55o-dc
Resulta que el libro me interesó muchísimo, aunque por la fecha del ámbito de estudio se sale un tanto de mi campo usual de trabajo. Hice entonces una reseña demasiado larga, llevado por el interés y el buen ánimo proporcionado por la lectura, que naturalmente era impublicable, ya que tenía unas 15.500 palabras. Así que, con notable esfuerzo y pena, la recorté y se publicó. Pasados ya los meses creo que puede ser interesante que la reseña al completo vea la luz…, y eso hago, dividiéndola por secciones de modo que sea digerible. Aquí va la primera entrega:
¿Cómo se justifica que se imprima hoy un libro tan voluminoso –y además traducido, lo que añade costes notables a la edición–, sobre un tema relacionado con el Imperio romano tardío, que carece del glamour de la Roma de los grandes emperadores de los siglos I y II? Por varias y sensatas razones. En primer lugar, por el interés siempre vivo por el Imperio más grande y duradero de Occidente, y por los orígenes y consolidación del cristianismo, que acontece precisamente en el mundo tardorromano. Puede añadirse la existencia de un aditivo especial: si a este interés se une el debate vivo y continuo sobre las riquezas de la Iglesia, aumenta notablemente el deseo de la lectura. En un tiempo en el que se discute con animosidad la cuestión de la inscripción de bienes raíces por parte de la iglesia católica en España, puede ser muy interesante indagar cuál fue el origen y el papel que tuvo esa riqueza y su uso en la consolidación del cristianismo. Al fin y al cabo, todos somos conscientes de que ningún fenómeno sociológico importante surge de la nada, sino que tiene su raíz en tiempos más o menos remotos.
Una segunda razón: porque el libro procede de la pluma de un autor ya conocido y prestigiado por anteriores publicaciones sobre estos temas, quizás ante todo por su espléndida biografía de san Agustín (Agustín de Hipona, Acento ediciones, 2001) y por su obra El mundo de la antigüedad tardía (Taurus). En tercer lugar, porque el libro está bien enfocado, bien estructurado, bien explicado en sus amplios desarrollos, con un buen engarce interno de las ideas desplegadas ante el lector, y por la añadidura en ocasiones de una cierta síntesis de los resultados adquiridos hasta el momento. En cuarto lugar, porque está muy bien escrito, independientemente de su claridad, que ya es un mérito. A través de la traducción, buena en líneas generales (posteriormente haré algún comentario concreto) y que se lee con agrado, se percibe sin dificultad la tersura de la lengua que discurre debajo. Aun no teniendo el texto inglés ante mis ojos y a tenor de la versión, pienso que la prosa original de Brown en este libro de madurez debe de ser fascinante, mejor quizás que la de El mundo de la antigüedad tardía, que conozco bien. Es un gozo dejarse llevar por las frases nada ampulosas, por las más que ricas descripciones, por una cierta ironía que emerge de vez en cuando, por la abundancia de metáforas y comparaciones.
Además porque dentro de la historia general, que fluye solemnemente, se narran en ocasiones otras “mini historias” de personajes, situaciones y hechos, a veces breves anécdotas que el lector siente necesarias todo lo que eso necesario para entender el conjunto de la acción, el contexto, el ambiente o la atmósfera de lo acontecido. Y todo ello a pesar –en ocasiones– de un cierto abuso del ritmo sincopado, que llega a veces a un desbocado stacatto, es decir, al uso de oraciones breves coordinadas por medio de puntos, no subordinadas como exige el ritmo del castellano. En general, el autor escribe miscens utile dulci (“Mezclando lo útil con lo dulce”), como sentenció el viejo Horacio. Es, sin duda, un sistema infalible para agradar al lector juntar historia con buena literatura, pero no todos los autores tienen ese don –que reparte desigualmente natura y que algunos saben cuidar con mimo– de la narración ágil y divertida. Esta lectura distendida y amena hace agradable el paso rápido de las páginas de un libro del que la gente se quejaría a primera vista: “Es demasiado gordo”. Pues no lo es, ya que no sobra página alguna.
Aunque depende también de la perspectiva. Si el lector es apresurado y quiere ir rápidamente a la explicación de las situaciones, a un desarrollo breve de los antecedentes para concentrarse con rápido ritmo en las causas de lo que ocurrió, puede parecerle que el autor es a menudo un tanto moroso describiendo el contexto anterior, las raíces; opinará quizás que el número de ejemplos es exagerado, o que se detiene como si fuera un Marcel Proust de la historia en detalles nimios, como cuando describe un mosaico, la decoración de una villa del siglo IV, las cualidades de su vajilla o de sus baños. Este lector podría sentir que la descripción demasiado pormenorizada de los árboles le está haciendo perder el rumbo del sendero, o que está desdibujando el difícil camino en medio de un espeso bosque (véase por ejemplo, las páginas dedicadas a Agustín y su conversión al “dios” plotiniano, pp. 350-354). Mas, por el contrario, si el lector no se siente internamente agobiado por la prisa existencial de nuestros días y puede gustar de una lectura pacífica y tranquila, verá que no solo le divertirá la distensión de los minirelatos que parecen detener una rápida secuencia, sino también que aprenderá con gusto un montón de cosas nuevas e interesantes que lograrán, sin duda, una comprensión de las páginas siguientes más profunda y completa.
Confieso que me gusta, y me admira, la forma de narrar de Brown: la nitidez, el orden, los adelantos previos de lo va a seguir o los retrocesos para explicar un fenómeno en apariencia nuevo, son delicadezas de gran cortesía para el lector. A menudo se produce una suerte de “suspense” en la narración cuando el autor le advierte, por ejemplo, “Pues hubo buenas razones para ello; veámoslas”; o “¿Cómo se logró que se produjera este cambio?”; o bien “Veamos cómo esta aparente innovación no lo era tanto”. Pero el suspense se alivia cuando el lector percibe que quien le guía es sensato. Es un síntoma de buen juicio el modo cómo el autor va presentando –sobre un personaje, hecho o situación– las tesis generales imperantes en la investigación y cómo una serie de razonamientos echan abajo los que en realidad eran nada más que estereotipos. Es un difícil equilibrio: a menudo, una vez rechazada la hipótesis anticuada, se percibe la sensatez tranquilizante del autor en que luego ofrece razones por las que ese estereotipo se había formado y en qué podría tener algo de razón. Un lector normal, no especialista, y me incluyo entre ellos, cae también en la cuenta de que las síntesis de Brown, los juicios generales que describen un proceso de cambio o las críticas a un personaje o situación, son el producto de un notabilísimo conocimiento, de muchos años, de las fuentes de la época. No es posible emitir con seguridad evaluaciones globales sin esa profunda sapiencia previamente adquirida.
Me ha interesado mucho el uso que –para las nuevas perspectivas ofrecidas en este libro, a menudo deslumbrantes– hace el autor de los instrumentos que algunos consideran aún “ancilares” de la historiografía, al pensar que esta se realiza sobre todo a base de textos: la arqueología, la epigrafía y las consideraciones sobre el arte del momento. Las nuevas propuestas interpretativas de hechos y personajes ofrecidas por Brown están siempre basadas –aparte naturalmente de renovados análisis de los textos clásicos– en recientes hallazgos arqueológicos, epigráficos, artísticos e incluso numismáticos, o en nuevas valoraciones de los datos por parte de las ciencias sociales. El peso de la arqueología y de la epigrafía es imponente en las conclusiones que va alcanzando Peter Brown en las diversas secciones de este libro.
Es posible que el lector se pregunte al principio de la lectura, o en el curso de la amplia Introducción (pp. 15-34), si será una buena herramienta el tomar la riqueza, su creación y su uso, como guía para describir un mundo tan complejo como es el Imperio tardorromano. Tenía mis dudas a priori en las primeras páginas, pero estas se debían a una cierta deformación propiciada en algunos momentos al considerar el cristianismo ante todo como un fenómeno ideológico. Es cierto que, al principio mismo de su formación, cuando esta religión no era más que un mero apéndice del frondosísimo árbol del judaísmo del siglo I, las ramas de tal árbol se diferenciaban casi solo por la diversa ideología, por ejemplo, de fariseos, esenios, saduceos, judeocristianos. Pero luego caí en la cuenta de que elegir la consideración de la riqueza como instrumento heurístico en la investigación de la época bajoimperial (a partir del siglo IV) y en concreto en la formación del cristianismo, era totalmente acertado.
Ciertamente la acumulación de riqueza por parte de la Iglesia, los análisis que se hicieron en su seno sobre sus orígenes, sobre la posible renuncia siguiendo el mandato de Jesús (“Vende cuanto tienes y dalo a los pobres…”: Mc 10,21), sobre el rechazo de esta renuncia y sobre el uso que puede darse a unos bienes acumulados poco a poco, fue y es importantísimo para ver la conformación del cristianismo y la constitución de la Iglesia que de él emana. Hay que explicar por qué ya a inicios del siglo VI, y plenamente en el VII, era esta institución el primer terrateniente del mundo latino, y cómo este hecho condujo hacia el universo feudal de la Edad Media, donde la Iglesia tuvo un papel predominante gracias a su poderío terrenal. No es precio ser historiador marxista para caer en la cuenta de que la ideología se explica por el desarrollo de la economía y la sociedad.
Seguiremos.
Saludos cordiales de Antonio Piñero
http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html
Hace una serie de meses publiqué en la prestigiosa “Revista de libros”, por encargo de su director Álvaro Delgado-Gal una reseña larguita del libro que a continuación paso a darles la ficha completa:
Peter BROWN, Por el ojo de una aguja. La riqueza, la caída de Roma y la construcción del cristianismo en Occidente (350-550). Original inglés con el título Through the Eye of the Needle, 2012, Princeton University Press, traducido por Agustina Luengo. Editorial Acantilado, Barcelona 2016, 13,5 x 2,15, 1224 pp., con abundante bibliografía, mapas e índice de nombres y analítico de materias. ISBN: 978-84-16748-14-3. Precio: 48 euros.
He aquí el enlace de esta reseña:
http://www.revistadelibros.com/articulos/la-iglesia-y-el-dinero-350-55o-dc
Resulta que el libro me interesó muchísimo, aunque por la fecha del ámbito de estudio se sale un tanto de mi campo usual de trabajo. Hice entonces una reseña demasiado larga, llevado por el interés y el buen ánimo proporcionado por la lectura, que naturalmente era impublicable, ya que tenía unas 15.500 palabras. Así que, con notable esfuerzo y pena, la recorté y se publicó. Pasados ya los meses creo que puede ser interesante que la reseña al completo vea la luz…, y eso hago, dividiéndola por secciones de modo que sea digerible. Aquí va la primera entrega:
¿Cómo se justifica que se imprima hoy un libro tan voluminoso –y además traducido, lo que añade costes notables a la edición–, sobre un tema relacionado con el Imperio romano tardío, que carece del glamour de la Roma de los grandes emperadores de los siglos I y II? Por varias y sensatas razones. En primer lugar, por el interés siempre vivo por el Imperio más grande y duradero de Occidente, y por los orígenes y consolidación del cristianismo, que acontece precisamente en el mundo tardorromano. Puede añadirse la existencia de un aditivo especial: si a este interés se une el debate vivo y continuo sobre las riquezas de la Iglesia, aumenta notablemente el deseo de la lectura. En un tiempo en el que se discute con animosidad la cuestión de la inscripción de bienes raíces por parte de la iglesia católica en España, puede ser muy interesante indagar cuál fue el origen y el papel que tuvo esa riqueza y su uso en la consolidación del cristianismo. Al fin y al cabo, todos somos conscientes de que ningún fenómeno sociológico importante surge de la nada, sino que tiene su raíz en tiempos más o menos remotos.
Una segunda razón: porque el libro procede de la pluma de un autor ya conocido y prestigiado por anteriores publicaciones sobre estos temas, quizás ante todo por su espléndida biografía de san Agustín (Agustín de Hipona, Acento ediciones, 2001) y por su obra El mundo de la antigüedad tardía (Taurus). En tercer lugar, porque el libro está bien enfocado, bien estructurado, bien explicado en sus amplios desarrollos, con un buen engarce interno de las ideas desplegadas ante el lector, y por la añadidura en ocasiones de una cierta síntesis de los resultados adquiridos hasta el momento. En cuarto lugar, porque está muy bien escrito, independientemente de su claridad, que ya es un mérito. A través de la traducción, buena en líneas generales (posteriormente haré algún comentario concreto) y que se lee con agrado, se percibe sin dificultad la tersura de la lengua que discurre debajo. Aun no teniendo el texto inglés ante mis ojos y a tenor de la versión, pienso que la prosa original de Brown en este libro de madurez debe de ser fascinante, mejor quizás que la de El mundo de la antigüedad tardía, que conozco bien. Es un gozo dejarse llevar por las frases nada ampulosas, por las más que ricas descripciones, por una cierta ironía que emerge de vez en cuando, por la abundancia de metáforas y comparaciones.
Además porque dentro de la historia general, que fluye solemnemente, se narran en ocasiones otras “mini historias” de personajes, situaciones y hechos, a veces breves anécdotas que el lector siente necesarias todo lo que eso necesario para entender el conjunto de la acción, el contexto, el ambiente o la atmósfera de lo acontecido. Y todo ello a pesar –en ocasiones– de un cierto abuso del ritmo sincopado, que llega a veces a un desbocado stacatto, es decir, al uso de oraciones breves coordinadas por medio de puntos, no subordinadas como exige el ritmo del castellano. En general, el autor escribe miscens utile dulci (“Mezclando lo útil con lo dulce”), como sentenció el viejo Horacio. Es, sin duda, un sistema infalible para agradar al lector juntar historia con buena literatura, pero no todos los autores tienen ese don –que reparte desigualmente natura y que algunos saben cuidar con mimo– de la narración ágil y divertida. Esta lectura distendida y amena hace agradable el paso rápido de las páginas de un libro del que la gente se quejaría a primera vista: “Es demasiado gordo”. Pues no lo es, ya que no sobra página alguna.
Aunque depende también de la perspectiva. Si el lector es apresurado y quiere ir rápidamente a la explicación de las situaciones, a un desarrollo breve de los antecedentes para concentrarse con rápido ritmo en las causas de lo que ocurrió, puede parecerle que el autor es a menudo un tanto moroso describiendo el contexto anterior, las raíces; opinará quizás que el número de ejemplos es exagerado, o que se detiene como si fuera un Marcel Proust de la historia en detalles nimios, como cuando describe un mosaico, la decoración de una villa del siglo IV, las cualidades de su vajilla o de sus baños. Este lector podría sentir que la descripción demasiado pormenorizada de los árboles le está haciendo perder el rumbo del sendero, o que está desdibujando el difícil camino en medio de un espeso bosque (véase por ejemplo, las páginas dedicadas a Agustín y su conversión al “dios” plotiniano, pp. 350-354). Mas, por el contrario, si el lector no se siente internamente agobiado por la prisa existencial de nuestros días y puede gustar de una lectura pacífica y tranquila, verá que no solo le divertirá la distensión de los minirelatos que parecen detener una rápida secuencia, sino también que aprenderá con gusto un montón de cosas nuevas e interesantes que lograrán, sin duda, una comprensión de las páginas siguientes más profunda y completa.
Confieso que me gusta, y me admira, la forma de narrar de Brown: la nitidez, el orden, los adelantos previos de lo va a seguir o los retrocesos para explicar un fenómeno en apariencia nuevo, son delicadezas de gran cortesía para el lector. A menudo se produce una suerte de “suspense” en la narración cuando el autor le advierte, por ejemplo, “Pues hubo buenas razones para ello; veámoslas”; o “¿Cómo se logró que se produjera este cambio?”; o bien “Veamos cómo esta aparente innovación no lo era tanto”. Pero el suspense se alivia cuando el lector percibe que quien le guía es sensato. Es un síntoma de buen juicio el modo cómo el autor va presentando –sobre un personaje, hecho o situación– las tesis generales imperantes en la investigación y cómo una serie de razonamientos echan abajo los que en realidad eran nada más que estereotipos. Es un difícil equilibrio: a menudo, una vez rechazada la hipótesis anticuada, se percibe la sensatez tranquilizante del autor en que luego ofrece razones por las que ese estereotipo se había formado y en qué podría tener algo de razón. Un lector normal, no especialista, y me incluyo entre ellos, cae también en la cuenta de que las síntesis de Brown, los juicios generales que describen un proceso de cambio o las críticas a un personaje o situación, son el producto de un notabilísimo conocimiento, de muchos años, de las fuentes de la época. No es posible emitir con seguridad evaluaciones globales sin esa profunda sapiencia previamente adquirida.
Me ha interesado mucho el uso que –para las nuevas perspectivas ofrecidas en este libro, a menudo deslumbrantes– hace el autor de los instrumentos que algunos consideran aún “ancilares” de la historiografía, al pensar que esta se realiza sobre todo a base de textos: la arqueología, la epigrafía y las consideraciones sobre el arte del momento. Las nuevas propuestas interpretativas de hechos y personajes ofrecidas por Brown están siempre basadas –aparte naturalmente de renovados análisis de los textos clásicos– en recientes hallazgos arqueológicos, epigráficos, artísticos e incluso numismáticos, o en nuevas valoraciones de los datos por parte de las ciencias sociales. El peso de la arqueología y de la epigrafía es imponente en las conclusiones que va alcanzando Peter Brown en las diversas secciones de este libro.
Es posible que el lector se pregunte al principio de la lectura, o en el curso de la amplia Introducción (pp. 15-34), si será una buena herramienta el tomar la riqueza, su creación y su uso, como guía para describir un mundo tan complejo como es el Imperio tardorromano. Tenía mis dudas a priori en las primeras páginas, pero estas se debían a una cierta deformación propiciada en algunos momentos al considerar el cristianismo ante todo como un fenómeno ideológico. Es cierto que, al principio mismo de su formación, cuando esta religión no era más que un mero apéndice del frondosísimo árbol del judaísmo del siglo I, las ramas de tal árbol se diferenciaban casi solo por la diversa ideología, por ejemplo, de fariseos, esenios, saduceos, judeocristianos. Pero luego caí en la cuenta de que elegir la consideración de la riqueza como instrumento heurístico en la investigación de la época bajoimperial (a partir del siglo IV) y en concreto en la formación del cristianismo, era totalmente acertado.
Ciertamente la acumulación de riqueza por parte de la Iglesia, los análisis que se hicieron en su seno sobre sus orígenes, sobre la posible renuncia siguiendo el mandato de Jesús (“Vende cuanto tienes y dalo a los pobres…”: Mc 10,21), sobre el rechazo de esta renuncia y sobre el uso que puede darse a unos bienes acumulados poco a poco, fue y es importantísimo para ver la conformación del cristianismo y la constitución de la Iglesia que de él emana. Hay que explicar por qué ya a inicios del siglo VI, y plenamente en el VII, era esta institución el primer terrateniente del mundo latino, y cómo este hecho condujo hacia el universo feudal de la Edad Media, donde la Iglesia tuvo un papel predominante gracias a su poderío terrenal. No es precio ser historiador marxista para caer en la cuenta de que la ideología se explica por el desarrollo de la economía y la sociedad.
Seguiremos.
Saludos cordiales de Antonio Piñero
http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html