Hoy escribe Antonio Piñero
Concluimos esta miniserie con algunas apostillas a la obra de G. Vermes, La resurrección (“Ares y Mares” 2008).
En conjunto estoy de acuerdo con la argumentación de Geza Vermes en sus líneas generales. Sigo pensando que los judíos, expertos en cristianismo y que a la vez conocen desde pequeños todo el corpus, inmenso, de literatura rabínica o prerrabínica: apócrifos del Antiguo Testamento, Qumrán, targumim, midrahism, Misná más aledaños (Tosefta, Sifra, Sifre), junto con los dos Talmudes, tienen una inmensa ventaja sobre los cristianos, no formados convenientemente en ese inmenso corpus (como mínimo varios centenares de veces más amplio que el Nuevo Testamento) desde pequeñitos.
Esas lecturas, y su conocimiento a fondo del siglo I, hacen que tengan los eruditos judíos un “ojo” especial para interpretar el Nuevo Testamento, al fin y al cabo un producto netamente judío de la primera centuria, incluido Lucas (fuera o no converso… ni importa para el argumento). Quizá E. P. Sanders es el único entre los cristianos que puede igualarse a ellos hasta cierto punto en conocimiento, aparte del famoso Billerbeck (y su poco ético socio Strack, que sólo corrigió la obra y se puso el primero en el título), quien hizo un comentario al Nuevo Testamento en seis volúmenes aportando todos los textos paralelos del Talmud y de los midrasim .
Por ello, por ejemplo, jamás pueden despreciarse sus interpretaciones por aventuradas y demasiado judías, sino que hay que estudiarlas y estudiarlas de nuevo. De ese modo, deben tenerse siempre en cuenta las interpretaciones de Jesús y del Nuevo Testamento de ilustres investigadores judíos como Klausner, D. Flusser, Ben Chorim, Hyam Maccoby, Paul Winter y tantos otros que me dejo en el tintero (el mismísimo Rudolf Schnackenburg publicó un extenso artículo acerca de la investigación judía sobre Jesús en el siglo XX).
Y este es el caso del presente libro: Vermes es uno de esos estudiosos judíos a tener muy en cuenta. Sin embargo, tengo un “pero” fundamental respecto a él en esta obra: es un libro demasiado rápido y tajante. Con frecuencia, por el deseo de hacer un volumen popular, concentrado y breve, omite el análisis de textos claves, o indirectamente claves esparcidos por los evangelios, y emite juicios demasiado tajantes con pocas líneas de análisis.
Así, por ejemplo, Vermes no discute el importante pasaje de “No beberé de nuevo del fruto de la vid hasta que se cumpla en el reino de Dios” (Lc 22,16, sin paralelos). Es éste un dicho probablemente auténtico -por el criterio de semejanza con otros dichos de Jesús que parecen indudablemente auténticos- y que encaja muy bien en la escatología del Nazareno.
Pues bien, este dicho supone, previamente a 1 Tesalonicenses 4,13ss (que Vermes señala como inicio en el cristianismo de una conciencia plena de la resurrección de los cristianos muertos antes de la venida esperada del reino de Dios), que Jesús preveía su muerte y que participaba de una creencia, muy posiblemente común, no sólo en su grupo, de que los muertos fieles –él incluido- resucitarían antes de la venida del Reino, si se retrasase…, y resucitarían para participar en él corporalmente y gozar de sus bendiciones, tanto materiales como espirituales. Y esta noción, ciertamente popular –estimo- es la que soporta la creencia del milenio (es decir, en la tierra) en el Apocalipsis, el autor más judeocristiano del Nuevo Testamento.
Y Vermes, al no tratar este pasaje clave de Lucas, se olvida también del pasaje de IV Esdras 7,26ss que menciona la realidad de que el mesías morirá al final del reino mesiánico en la tierra, y luego resucitará para participar en el Juicio y en el reino mesiánico definitivo, probablemente ultramundano.
Aunque el paralelo de los textos (Lucas-IV Esdras) no sea totalmente exacto, sí apunta a la idea de que el concepto de mesías pudo albergar la idea de que había de morir antes de la instauración del reino de Dios y que, naturalmente había de resucitar… también corporalmente.
También considero demasiado arriesgado por parte de Vermes el rebajar el nivel a casi a nada de la extensión de la idea de la resurrección entre el pueblo judío en tiempos, sólo porque lo albergaban únicamente los fariseos. Quizá Vermes minimiza (también con Sanders) el influjo de los fariseos entre el pueblo judío de la época.
Igualmente Vermes se inclina a pensar que los esenios no defendían la resurrección corporal. Pero hemos indicado cinco textos claros (de 1QS, de 1QH y 4Q521: véase la postal II de esta semana) –entre otros muchos silencios y oscuridades…-, que creo que bastan para no eliminar tajantemente a los esenios de la defensa de esta creencia. En mi opinión, hay que contarlos entre los que creían en la resurrección de la carne y no sólo pensaban en la inmortalidad del alma.
En otros casos también, los análisis me han parecido ultrarrápidos y carentes de la necesaria complejidad de matices. Son resueltos por Vermes de un “plumazo”, en dos frases o así, cuando se han escrito libros y libros sobre el tema que nos dejan entrever que la cuestión es más compleja.
Igualmente veo que la prisa editorial lleva a Vermes a no ser tan preciso como debiera, como cuando habla que el “Nuevo Testamento relaciona a Juan Bautista con Elías resucitado (sic)” (p. 138). En verdad, en la tradición judía Elías no resucita porque no muere nunca. Es un caso, entro otros pocos como el de Henoc, de la noción luego tradicional (citamos 2 Reyes 2,1. 11) de una asunción al cielo sin muerte alguna. Elías no resucita, sino que como sigue vivo, bajará a la tierra a fungir el cargo de precursor del mesías, o bien –como en el caso de Eliseo, su discípulo, en el mismo capítulo de 2 Reyes- hará que una porción de su espíritu baje a la tierra por obra de Dios, y se introduzca en el cuerpo de otro hombre, Juan Bautista o Jesús mismo, por ejemplo.
Pero aparte de imprecisiones, ciertas omisiones y prisas, el libro de Vermes es en extremo juicioso cuando juzga los textos neotestamentarios (la traductora del libro emplea el neologismo de “novotestamentarios” en múltiples ocasiones en vez del consagrado “neotestamentarios”) certeramente y deduce conclusiones tajantes y rápidas. Vermes se une a Reimarus, Strauss y Bruno Bauer cuando analiza concienzudamente los textos evangélicos y demás sobre la resurrección y apariciones y los considera confusos, mezcla de tradiciones inconciliables, y contradictorios.
Si no fuera porque se trata del caso nuclear cristiano, la metodología histórica firmemente asentada hoy día consideraría –de un plumazo también y sin necesidad de pensar mucho, porque es evidente- que los testimonios aducidos en los textos del Nuevo Testamento sobre la resurrección de Jesús no prueban nada. Son iguales a otros juzgados muy duramente por los historiadores profesionales. Estos historiadores -cuando abordan otros casos similares de la historia antigua de tradiciones contrarias-, rechazan su historicidad como poco probables y espurios, porque tales textos son notablemente confusos, inconciliables y contradictorios.
Creo que la solución a las cuestiones en torno a la resurrección apuntada por Vermes (experiencias místicas colectivas, reales, pero difíciles de explicar racionalmente), ciertamente no es original, pero es defendida por muchos investigadores.
Considerar que la creencia en la resurrección física del cuerpo de Jesús es deudora de una mentalidad de la época que creía firmemente en toda clase de fenómenos espirituales (raptos del alma, viajes celestes, etc.) y que expresaba con el concepto de resurrección la sensación íntima de que el difunto, quien fuera, vivía entre el grupo de un modo real, pero espiritualmente, es muy razonable. Dijimos que Vermes, con muchos otros, considera las apariciones –sin entrar en más honduras- fenómenos realmente místicos, en este caso individuales y colectivos, como tantos otros en la historia de la mística.
De hecho teólogos católicos como Torres Queiruga y R. Haight, y muchos otros más, caminan por estas vías, cuando destacan que, muy probablemente, las primeras ideas acerca de la resurrección de Jesús en sus primero seguidores no implicaban una resurrección del cuerpo de Jesús, sino una exaltación, elevación de su espíritu cabe el Padre de todos. Es decir, los primeros cristianos tenían una idea de la resurrección de Jesús más bien espiritual, no sensible.
La “noticia” de la tumba vacía es una leyenda apologética cristiana que nace posteriormente, para defenderse de los judíos, quienes ante las afirmaciones por parte de los judeocristianos de que Jesús había “resucitado” y vivía espiritualmente entre ellos, comenzaron a propalar la idea de que el cadáver de Jesús había sido en realidad robado por sus propios discípulos (posible explicación del nacimiento fraudulento de la creencia, luego adoptada por Reimarus; en general hoy no se sostiene).
Además, la idea de una resurrección con cuerpo “craso”, que aparece sólo en Lucas (Lc 24,30. 41) y en el Evangelio de Juan (cap. 21 sobre todo: Jesús como y bebe también) es muy tardía en el cristianismo, de finales del siglo I, y sirve sólo para fortalecer ante los increyentes la fe en la resurrección de Jesús. Antes, probablemente, de la aparición de los evangelios de Lucas y Juan (entre el 90-100 d.C.) no se había planteado así la resurrección entre los cristianos, como hemos sostenido.
Y la diversidad de tradiciones sobre las apariciones se aclara posiblemente de un modo parecido al que he escrito en la Guía para entender el Nuevo Testamento (32008, pp. 228-229):
"La disparidad e incluso contradicciones de los testimonios que nos hablan de la resurrección de Jesús (p. ) hace que muchos de los historiadores del cristianismo primitivo piensen que es imposible que la creencia en esta resurrección se generase en Jerusalén: un grupo cohesionado y pequeño no pudo dar lugar a tradiciones tan dispares y contradictorias. Pero este mismo argumento es válido para negar su nacimiento en cualquier otro lugar, Antioquía por ejemplo. A pesar de la disparidad de tradiciones textuales sobre este evento, no es imposible que tras un período de dudas se apoderara pronto del grupo apiñado en Jerusalén la idea de que el Maestro seguía vivo de algún modo: la vivencia era la misma en todos (la creencia en la resurrección), pero la expresión de esa vivencia (las tradiciones que hablan de ella) se realizó por personas diferentes y en lugares diferentes, allí donde se creía haber gozado de una aparición del Resucitado… en Emaús, en Jerusalén, más tarde en Galilea…."
Esto “explica” más o menos que la vivencia de la resurrección fuera común a muchos, pero que se generaran tradiciones muy dispares: cada uno contaba su experiencia como le parecía. Ello dio origen a líneas diversas de tradiciones y leyendas complementarias; por ello los relatos de las apariciones son tan diferentes y contradictorios. Unos afirmaban que Jesús se había presentado ante sus discípulos como dotado de un cuerpo etéreo y casi transparente, que podía atravesar las paredes (Lc,24,36-37); otros que lo habían visto como un cuerpo real que podía comer (Jn 21,12) y ser palpado (Jn 20,17.25). Poco a poco a estos relatos de apariciones se unieron otras historias –también provenientes de diversas personas y por tanto diferentes— acerca de la tumba vacía de Jesús. Todo el conjunto se desarrolló durante decenios.
En síntesis, pues, y a pesar de las prisas, libro interesante, complejo, superficial y denso a la vez, rico en ideas y sintético, de Geza Vermes sobre la resurrección. Digno de leerse.
Saludos cordiales de Antonio Piñero.
www.antoniopinero.com