Hoy escribe Antonio Piñero
Concluimos hoy con lo que resta de la síntesis y mi juicio personal
El cuarto timo es denominado por PO “bíblico”, y afecta a las tres “religiones del libro”, judaísmo, cristianismo e islam, que basan sus creencias fundamentales en la revelación contenida en la Biblia, en la parte que denominamos hoy Antiguo Testamento. Nuestro autor expone las líneas básicas de la creencia en el Dios bíblico, la alianza con Abrahán y una breve historia del pueblo elegido incidiendo en el momento clave, fundacional, del éxodo de Egipto. Considera PO que es obligado el estudio crítico de todo lo que expone la Biblia acerca de los avatares “históricos” del pueblo elegido para analizar su grado de historicidad, lo cual dará la base de su credibilidad.
Tras hacer un breve repaso de las posiciones histórico-críticas de los estudiosos que han marcado un hito señero en el análisis de la “historia sagrada”, por así denominarla, encuentra PO que lo más productivo para el lector de un libro de síntesis como el presente (“La religión ¡vaya timo!) es exponer razonada y críticamente los resultados del volumen básico y fundamental de Israel Finkelstein y Neil A. Silbermann, arqueólogo e historiador respectivamente, cuyo título es La Biblia desenterrada: una nueva visión arqueológica del Antiguo Israel y de los orígenes de sus textos sagrados, Madrid 2001, Siglo XXI, con prólogo del mismo PO. Al ser los autores judíos israelitas, su juicio crítico tiene aún más valor sobre la veracidad del relato bíblico. Lo que Finkelstein y Silbermann examinan a fondo es la base histórica de la narración sobre “un Dios que elige una nación, y la de la eterna promesa divina de tierra, prosperidad y engrandecimiento”, Añadiría yo por mi cuenta que con ello se examina también la presunta historicidad de la tercera parte de la promesa de Dios a Abrahán: “Te haré padre de numerosos pueblos”, promesa que va ligada sin duda al dominio de Israel sobre la tierra (Gn 17,5).
Para desmenuzar el contenido del timo bíblico, PO se basa en los resultados de Finkelstein y Silbermann, que expone detenidamente, y que complementa con un aspecto importante que falta en el volumen de estos dos investigadores (porque su relato se detiene antes, cronológicamente), a saber, con la escatología y la apocalípticas de época helenística; Este complemento es importantísimo, pues sus constructos mentales están plenamente vigentes en la ideologías de Juan Bautista, Jesús de Nazaret y de Pablo (aquí se basa PO en el libro clásico de R. H. Charles. Eschatology. The Doctrine of a Future Life in Israel, Judasim and Christianity, de 1699, que considera un estudio no superado aunque… ¡faltan los Documentos del Mar Muerto, descubiertos mucho más tarde! y que Charles no pudo conocer.
La conclusión básica de Finkelstein y Silbermann es que no hubo históricamente nada parecido a un éxodo y una conquista de la tierra prometida, y que en su origen los primeros israelitas no fueron más que cananeos. Esta sorprendente constatación lleva a PO a postular como probado que existe en la Biblia una tergiversación teológica de la historia real en ella narrada, lo que basta para que no pueda ser el Libro el fundamento histórico de la revelación de Dios alguno, inventado al igual que el relato, ni tampoco la narración real de la vida de un pueblo elegido que transmite la presunta revelación de ese Dios.
Por mi parte añadiría que la historia bíblica empieza a recogerse y narrarse ciertamente en tiempos de Josías (siglos VIII / VII a.C.); ahora bien, los recopiladores y ensambladores de esos relatos –naturalmente sobre la base de antiguas tradiciones y de los datos recogidos de oráculos de profetas señeros—tienen constantemente como faro y guía de la composición dibujar no el panorama que ocurrió en realidad, sino más bien otro idealizado, a saber, cómo deseaban que hubieran sido los orígenes de un Israel ideal. El resto del núcleo de la Biblia –eliminados los complementos escritos en época helenística-- fue compuesto en la época del exilio de Babilonia o en el inmediatamente posterior. En esta época los recopiladores manipularon también las tradiciones para acomodarlas a lo que ellos deseaban que fuera el Israel ideal en un futuro dorado. En síntesis, argumenta PO que la Biblia --con su Dios Yahvé y con sus promesas a un pueblo elegido y la idealizada historia pasada de éste--, no resiste el menor escrutinio de la investigación histórico-crítica, por lo que no es un documento fiable y fehaciente para construir sobre él la existencia de una divinidad única y de su revelación, por mucho que se la presente así en la Biblia misma.
El quinto, y último, timo es denominado por PO el “timo eclesiástico” y en síntesis viene a decir lo siguiente: la figura histórica de Jesús de Nazaret es sustituida por un constructum mental inexistente, el Cristo celeste, luego ofrecido como real por la Iglesia. En la primera mitad del siglo I aparece Jesús de Nazaret, en Galilea, anunciando la inminente venida del reino de Dios y el cumplimiento de todas las profecías antiguas sobre la restauración de Israel en su tierra y el inicio de una época de prosperidad y bienestar para el pueblo elegido. Su carismática personalidad le lleva a concitar el seguimiento de numerosas personas. Pronto se cree Jesús el profeta de los últimos tiempos y finalmente piensa que él es, por designio divino, el mesías de Israel que ha de rescatar a su pueblo. Su tarea consistirá en predicar la llegada inminente del Reino, para lo cual es absolutamente necesaria la purificación de los individuos, la expulsión de los romanos de la tierra israelita, más la de los herodianos e incluso la de los judíos colaboracionistas de las capas altas. La instauración del Reino de Dios será una obra divina, pero requiere de la colaboración decidida, incluso armada, de sus adoradores.
La entrada triunfal en Jerusalén, el episodio del Templo, episodios ambos en los que hay claro ruido de sables sobre todo en el segundo, la negativa de Jesús a pagar el tributo al César y sus prédicas incendiarias contra ricos y malvados indican que Jesús está en la órbita de los “nuevos Macabeos”, quienes están preparando el terreno para la intervención de Dios y la instauración del Reino. Esto ocurrirá de inmediato y, según Zacarías 14,3, cuando Yahvé se ponga en campaña contra los gentiles, partiendo del Monte de los Olivos. El brazo divino propiciará la victoria absoluta de Israel. Jesús de Nazaret tenía una mentalidad como la descrita. Cuando, en su última y definitiva estancia en Jerusalén preparaba una incursión armada contra los romanos y contra los pésimos colaboradores judíos de Jerusalén, partiendo del Monte de los Olivos, fueron sorprendidos con las manos en la masa por los romanos. Hubo un breve y desigual enfrentamiento armado y la mayor parte de los seguidores de Jesús huyeron. El Nazareno, junto a dos distinguidos colaboradores suyos, fueron prendidos, juzgados de inmediato por los romanos, condenados a una mors aggravata como reos de un delito de lesa majestad contra el Emperador y el Imperio, ejecutados y sus cadáveres arrojados a una fosa común.
Frente a esta imagen del Jesús histórico el timo eclesiástico consiste en que a partir de Pablo de Tarso, en sus cartas, y especialmente con sus sucesores se cambia esta imagen del Jesús histórico por la de un Cristo celestial, argumentando que la verdadera y profunda imagen del mesías es esta última. Ya Pablo de Tarso despolitiza, desjudaíza y universaliza a Jesús; no da importancia a su vida real, sino sólo a su muerte y resurrección; no le interesan las circunstancias sociales y políticas de su vida; considera al Nazareno la encarnación de un mesías celestial, un ser preexistente, cuyo conjunto humano-divino es resucitado y exaltado a los cielos. Pablo completa esta inversión en el modo de pensar y proclamar a Jesús cuando predica a los gentiles anunciando el fin de los tiempos; esta proclama incluye una exhortación a obedecer al Imperio en todo, y en especial en el pago de los tributos; el Apóstol completa la espiritualidad de los nuevos creyentes con elementos de la religiosidad de los cultos de misterios, sobre todo en el bautismo y en la interpretación de la eucaristía --que en el fondo nada tiene que ver con el espíritu escatológico de la esperanza en un final feliz que presidió la Última Cena histórica--, y crea en conjunto una espiritualidad esotérica, de identidad mística entre el mesías y su adorador. La divinidad o entidad celestial que sustenta esta espiritualidad no es plenamente judía. El reino de Dios futuro y ultramundano, que predica Pablo, nada tiene que ver con las concepciones del Jesús histórico a este propósito. La cruz es sacada por Pablo de su contexto histórico, y pasa de ser un acto de justicia romana contra un rebelde al Imperio a una lucha cósmica del Señor de la gloria (Jesús) que vence en la cruz a los arcontes o poderes demoniacos que gobiernan el mundo sublunar, Otro enemigo, la Muerte, es vencido con su resurrección.
El modelo esotérico e universalista, apolítico, etc. de interpretación de Jesús elaborado por Pablo es seguido en sus líneas fundamentales por los cuatro evangelistas, que son en lo esencial discípulos suyos. Empezando por Marcos, que absorbe los puntos más interesantes de la concepción mesiánica de Jesús según su maestro Pablo, los consagra en su narración evangélica –donde presenta a un Jesús obediente hasta la muerte que asume la cruz como un sacrificio expiatorio por los pecados de toda la humanidad—y donde el mesianismo de Jesús es tergiversad por medio del artilugio literario del llamado “secreto mesiánico” (Jesús ordena ocultar su propia mesianidad, la cual sólo debe ser reconocida con toda su gloria tras la resurrección. En todo caso el “secreto mesiánico” histórico no fue más que la apariencia exterior de una preocupación de Jesús por salvar su vida, a veces llena de huidas momentáneas de la vigilancia de Herodes Antipas o de Pilato, o la manifestación de las dudas personales del Nazareno sobre si él era un simple proclamador de la venida del Reino, o bien el profeta de los últimos tiempos, o realmente el mesías de Israel), artilugio ficticio que luego es seguido por sus otros colegas Mateo y Lucas. Finalmente estos evangelistas, junto con el último, Juan completan la inversión paulina, y entre otras forman la imagen de un mesías sufriente y pacífico, que es el Hijo de Dios en sentido óntico y real y que ha descendido a la tierra.
El mito eclesiástico consiste, pues, en que Pablo y las escuelas de seguidores modelan una iglesia en torno a una ideología de un maestro, Jesús, idealizado y totalmente desvirtuado. De este modo la fe eclesiástica, que es fundamentalmente paulina, se desplaza desde la proclamación oral de Jesús del reino de Dios hasta el pleno desarrollo de la teología del mesías en Pablo, lo que tergiversa históricamente la tradición oral auténtica sobre Jesús de Nazaret.
Pero, según PO, este timo eclesiástico, que sustituye al Jesús histórico por el Cristo celestial, es descubierto y reducido a la nada por la tarea de la investigación histórica crítica e independiente, que estudia en profundidad los relatos evangélicos y en especial un resto del material tradicional y auténtico sobre el Jesús histórico, que se ha introducido en los Evangelios como un “material furtivo” por la fuerza misma de la tradición real sobre Jesús. En pocas palabras: la investigación histórico-crítica sobre éste y los orígenes del cristianismo revelan la falacia de la construcción eclesiástica del Cristo celeste.
En síntesis: PO ha concebido todo su ensayo sobre el timo de la religión en la aclaración y denuncia de los falsos fundamentos de la teología y de la pseudo historia, que producen una visión dualista de la realidad (materia/espíritu, no reducible a la primera), que es rotundamente falsa. No existe más que un monismo materialista cuya expresión más simple es que todo consiste en pura energía y movimiento gobernado por la selección natural. Opina PO que la fe ciega inducida por las religiones en la existencia de referentes ónticos imaginarios, como el alma/espíritu, la divinidad, lo sobrenatural, etc., encuentra su manifestación más extrema y falaz en los modelos monoteístas de las religiones de salvación, y particularmente “en los credos teístas, que invocan supuestas revelaciones sobrenaturales, sagradas, que se postulan como declaraciones procedentes de un Dios único y universal, personal, creador desde la nada, increado y eterno, así como juez y salvador de todas las almas humanas” tras la muerte, almas que naturalmente superviven por toda la eternidad en un mundo mas allá de los sentidos. “En él los pecadores recibirán ejemplares castigos sin fin, mientras que los bienaventurados verán colmados los anhelos ancestrales, y a la vez infantiles, de una vida de beatitud sin límites” (p. 249).
Mi opinión sobre este libro va a limitarse a juicios generales, ya que es demasiado rico en ideas para discutirlas pormenorizadamente. Me parece un libro absolutamente serio y profundo, aunque claro, dentro de lo que cabe en un ensayo que no es una narración o una novela. Está destinado a ser leído no por profesionales de la filosofía , sino por el lector culto. Su lectura es en extremo conveniente porque ofrece gran cantidad de información, bien contrastada y al día, y un notable cúmulo de ideas para pensar y repensar. Y lo es también porque sacude la mayoría de las certezas expandidas entre las genes por los sermones religiosos y porque obliga a una reflexión personal sobre temas tan vitales.
La visión sobre el Jesús histórico y sobre la reinterpretación paulina que lo transforma en el Cristo celeste me parecen en líneas generales muy ajustada a los resultados de la investigación crítica, seria e independiente, que se van transformando poco a poco en consensos interpretativos entre gran cantidad de estudiosos, incluidos los confesionales. Por tanto, leer este libro enriquece sobremanera. Por cierto, echo de menos una “Bibliografía” al final del libro, puesto que los autores citados son muchos, para no tener que buscar entre las páginas sus datos. Igualmente me encantaría que en ocasiones se precisara con mayor nitidez le edición y página de os textos que se están citando.
Por otro lado, respecto a la rotundidad de la defensa de PO de un materialismo histórico como herramienta interpretativa, con todas sus consecuencias intelectuales, me siento personalmente inseguro, quizás porque no sea tan valiente. Prefiero un agnosticismo realmente más cómodo y el encogerme de hombros (“no sé ni probablemente sabré nada cierto”) a una afirmación profunda de ateísmo, es decir, a esa suerte de ímpetu de probar positivamente en cuanto se pueda la no existencia de Dios…, que naturalmente –y esto sí me parece totalmente seguro… y debo aceptarlo-- no puede ser en absoluto la divinidad que nos han transmitido después de diecinueve siglos de exégesis confesional.
Mi ánimo se inclina más, dentro del agnosticismo, hacia una simpatía por una suerte de panteísmo estoico, o quizás espinoziano (Deus sive natura… sive Ratio universalis), al que le encantaría (wishful thinking?) aceptar la existencia de una divinidad como Razón universal de todo, la cual sería al final de la existencia individual como el gran “seno”, origen de todo, suprema Razón, al que finalmente van a parar y fundirse todas las partículas de razón que en el universo han sido.
Pero no veo, ni me preocupo especialmente de esta cuestión última, porque pienso que cuando el ser humano racional y sensato queda convencido --ante los problemas insolubles como la existencia de Dios-- que no puede llegar a solución alguna enteramente satisfactoria )en concreto que no le es posible probar ni refutar convincentemente la existencia o no de Dios) debe dejar esas cuestiones de lado después de una madura reflexión. Como ya he pensado mucho en ellas, las meto en un cajón mental y doy vueltas a la llave. Pero espero que algún día tenga alguna iluminación que me oriente en este mar de perplejidades. Pienso igualmente que --al menos personalmente para mí-- esta “duda metódica” y agnóstica es mejor y más llena de esperanza, quizás infantil, que la seguridad o creencia, de que después de una gran sinfonía --ejecutada en un auditorio maravilloso y por una espléndida orquesta y con un sabio director— y tras su último acorde, que resuena durante un par de segundos, siga el silencio de una nada absoluta…
Saludos cordiales de Antonio Piñero.
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com
Concluimos hoy con lo que resta de la síntesis y mi juicio personal
El cuarto timo es denominado por PO “bíblico”, y afecta a las tres “religiones del libro”, judaísmo, cristianismo e islam, que basan sus creencias fundamentales en la revelación contenida en la Biblia, en la parte que denominamos hoy Antiguo Testamento. Nuestro autor expone las líneas básicas de la creencia en el Dios bíblico, la alianza con Abrahán y una breve historia del pueblo elegido incidiendo en el momento clave, fundacional, del éxodo de Egipto. Considera PO que es obligado el estudio crítico de todo lo que expone la Biblia acerca de los avatares “históricos” del pueblo elegido para analizar su grado de historicidad, lo cual dará la base de su credibilidad.
Tras hacer un breve repaso de las posiciones histórico-críticas de los estudiosos que han marcado un hito señero en el análisis de la “historia sagrada”, por así denominarla, encuentra PO que lo más productivo para el lector de un libro de síntesis como el presente (“La religión ¡vaya timo!) es exponer razonada y críticamente los resultados del volumen básico y fundamental de Israel Finkelstein y Neil A. Silbermann, arqueólogo e historiador respectivamente, cuyo título es La Biblia desenterrada: una nueva visión arqueológica del Antiguo Israel y de los orígenes de sus textos sagrados, Madrid 2001, Siglo XXI, con prólogo del mismo PO. Al ser los autores judíos israelitas, su juicio crítico tiene aún más valor sobre la veracidad del relato bíblico. Lo que Finkelstein y Silbermann examinan a fondo es la base histórica de la narración sobre “un Dios que elige una nación, y la de la eterna promesa divina de tierra, prosperidad y engrandecimiento”, Añadiría yo por mi cuenta que con ello se examina también la presunta historicidad de la tercera parte de la promesa de Dios a Abrahán: “Te haré padre de numerosos pueblos”, promesa que va ligada sin duda al dominio de Israel sobre la tierra (Gn 17,5).
Para desmenuzar el contenido del timo bíblico, PO se basa en los resultados de Finkelstein y Silbermann, que expone detenidamente, y que complementa con un aspecto importante que falta en el volumen de estos dos investigadores (porque su relato se detiene antes, cronológicamente), a saber, con la escatología y la apocalípticas de época helenística; Este complemento es importantísimo, pues sus constructos mentales están plenamente vigentes en la ideologías de Juan Bautista, Jesús de Nazaret y de Pablo (aquí se basa PO en el libro clásico de R. H. Charles. Eschatology. The Doctrine of a Future Life in Israel, Judasim and Christianity, de 1699, que considera un estudio no superado aunque… ¡faltan los Documentos del Mar Muerto, descubiertos mucho más tarde! y que Charles no pudo conocer.
La conclusión básica de Finkelstein y Silbermann es que no hubo históricamente nada parecido a un éxodo y una conquista de la tierra prometida, y que en su origen los primeros israelitas no fueron más que cananeos. Esta sorprendente constatación lleva a PO a postular como probado que existe en la Biblia una tergiversación teológica de la historia real en ella narrada, lo que basta para que no pueda ser el Libro el fundamento histórico de la revelación de Dios alguno, inventado al igual que el relato, ni tampoco la narración real de la vida de un pueblo elegido que transmite la presunta revelación de ese Dios.
Por mi parte añadiría que la historia bíblica empieza a recogerse y narrarse ciertamente en tiempos de Josías (siglos VIII / VII a.C.); ahora bien, los recopiladores y ensambladores de esos relatos –naturalmente sobre la base de antiguas tradiciones y de los datos recogidos de oráculos de profetas señeros—tienen constantemente como faro y guía de la composición dibujar no el panorama que ocurrió en realidad, sino más bien otro idealizado, a saber, cómo deseaban que hubieran sido los orígenes de un Israel ideal. El resto del núcleo de la Biblia –eliminados los complementos escritos en época helenística-- fue compuesto en la época del exilio de Babilonia o en el inmediatamente posterior. En esta época los recopiladores manipularon también las tradiciones para acomodarlas a lo que ellos deseaban que fuera el Israel ideal en un futuro dorado. En síntesis, argumenta PO que la Biblia --con su Dios Yahvé y con sus promesas a un pueblo elegido y la idealizada historia pasada de éste--, no resiste el menor escrutinio de la investigación histórico-crítica, por lo que no es un documento fiable y fehaciente para construir sobre él la existencia de una divinidad única y de su revelación, por mucho que se la presente así en la Biblia misma.
El quinto, y último, timo es denominado por PO el “timo eclesiástico” y en síntesis viene a decir lo siguiente: la figura histórica de Jesús de Nazaret es sustituida por un constructum mental inexistente, el Cristo celeste, luego ofrecido como real por la Iglesia. En la primera mitad del siglo I aparece Jesús de Nazaret, en Galilea, anunciando la inminente venida del reino de Dios y el cumplimiento de todas las profecías antiguas sobre la restauración de Israel en su tierra y el inicio de una época de prosperidad y bienestar para el pueblo elegido. Su carismática personalidad le lleva a concitar el seguimiento de numerosas personas. Pronto se cree Jesús el profeta de los últimos tiempos y finalmente piensa que él es, por designio divino, el mesías de Israel que ha de rescatar a su pueblo. Su tarea consistirá en predicar la llegada inminente del Reino, para lo cual es absolutamente necesaria la purificación de los individuos, la expulsión de los romanos de la tierra israelita, más la de los herodianos e incluso la de los judíos colaboracionistas de las capas altas. La instauración del Reino de Dios será una obra divina, pero requiere de la colaboración decidida, incluso armada, de sus adoradores.
La entrada triunfal en Jerusalén, el episodio del Templo, episodios ambos en los que hay claro ruido de sables sobre todo en el segundo, la negativa de Jesús a pagar el tributo al César y sus prédicas incendiarias contra ricos y malvados indican que Jesús está en la órbita de los “nuevos Macabeos”, quienes están preparando el terreno para la intervención de Dios y la instauración del Reino. Esto ocurrirá de inmediato y, según Zacarías 14,3, cuando Yahvé se ponga en campaña contra los gentiles, partiendo del Monte de los Olivos. El brazo divino propiciará la victoria absoluta de Israel. Jesús de Nazaret tenía una mentalidad como la descrita. Cuando, en su última y definitiva estancia en Jerusalén preparaba una incursión armada contra los romanos y contra los pésimos colaboradores judíos de Jerusalén, partiendo del Monte de los Olivos, fueron sorprendidos con las manos en la masa por los romanos. Hubo un breve y desigual enfrentamiento armado y la mayor parte de los seguidores de Jesús huyeron. El Nazareno, junto a dos distinguidos colaboradores suyos, fueron prendidos, juzgados de inmediato por los romanos, condenados a una mors aggravata como reos de un delito de lesa majestad contra el Emperador y el Imperio, ejecutados y sus cadáveres arrojados a una fosa común.
Frente a esta imagen del Jesús histórico el timo eclesiástico consiste en que a partir de Pablo de Tarso, en sus cartas, y especialmente con sus sucesores se cambia esta imagen del Jesús histórico por la de un Cristo celestial, argumentando que la verdadera y profunda imagen del mesías es esta última. Ya Pablo de Tarso despolitiza, desjudaíza y universaliza a Jesús; no da importancia a su vida real, sino sólo a su muerte y resurrección; no le interesan las circunstancias sociales y políticas de su vida; considera al Nazareno la encarnación de un mesías celestial, un ser preexistente, cuyo conjunto humano-divino es resucitado y exaltado a los cielos. Pablo completa esta inversión en el modo de pensar y proclamar a Jesús cuando predica a los gentiles anunciando el fin de los tiempos; esta proclama incluye una exhortación a obedecer al Imperio en todo, y en especial en el pago de los tributos; el Apóstol completa la espiritualidad de los nuevos creyentes con elementos de la religiosidad de los cultos de misterios, sobre todo en el bautismo y en la interpretación de la eucaristía --que en el fondo nada tiene que ver con el espíritu escatológico de la esperanza en un final feliz que presidió la Última Cena histórica--, y crea en conjunto una espiritualidad esotérica, de identidad mística entre el mesías y su adorador. La divinidad o entidad celestial que sustenta esta espiritualidad no es plenamente judía. El reino de Dios futuro y ultramundano, que predica Pablo, nada tiene que ver con las concepciones del Jesús histórico a este propósito. La cruz es sacada por Pablo de su contexto histórico, y pasa de ser un acto de justicia romana contra un rebelde al Imperio a una lucha cósmica del Señor de la gloria (Jesús) que vence en la cruz a los arcontes o poderes demoniacos que gobiernan el mundo sublunar, Otro enemigo, la Muerte, es vencido con su resurrección.
El modelo esotérico e universalista, apolítico, etc. de interpretación de Jesús elaborado por Pablo es seguido en sus líneas fundamentales por los cuatro evangelistas, que son en lo esencial discípulos suyos. Empezando por Marcos, que absorbe los puntos más interesantes de la concepción mesiánica de Jesús según su maestro Pablo, los consagra en su narración evangélica –donde presenta a un Jesús obediente hasta la muerte que asume la cruz como un sacrificio expiatorio por los pecados de toda la humanidad—y donde el mesianismo de Jesús es tergiversad por medio del artilugio literario del llamado “secreto mesiánico” (Jesús ordena ocultar su propia mesianidad, la cual sólo debe ser reconocida con toda su gloria tras la resurrección. En todo caso el “secreto mesiánico” histórico no fue más que la apariencia exterior de una preocupación de Jesús por salvar su vida, a veces llena de huidas momentáneas de la vigilancia de Herodes Antipas o de Pilato, o la manifestación de las dudas personales del Nazareno sobre si él era un simple proclamador de la venida del Reino, o bien el profeta de los últimos tiempos, o realmente el mesías de Israel), artilugio ficticio que luego es seguido por sus otros colegas Mateo y Lucas. Finalmente estos evangelistas, junto con el último, Juan completan la inversión paulina, y entre otras forman la imagen de un mesías sufriente y pacífico, que es el Hijo de Dios en sentido óntico y real y que ha descendido a la tierra.
El mito eclesiástico consiste, pues, en que Pablo y las escuelas de seguidores modelan una iglesia en torno a una ideología de un maestro, Jesús, idealizado y totalmente desvirtuado. De este modo la fe eclesiástica, que es fundamentalmente paulina, se desplaza desde la proclamación oral de Jesús del reino de Dios hasta el pleno desarrollo de la teología del mesías en Pablo, lo que tergiversa históricamente la tradición oral auténtica sobre Jesús de Nazaret.
Pero, según PO, este timo eclesiástico, que sustituye al Jesús histórico por el Cristo celestial, es descubierto y reducido a la nada por la tarea de la investigación histórica crítica e independiente, que estudia en profundidad los relatos evangélicos y en especial un resto del material tradicional y auténtico sobre el Jesús histórico, que se ha introducido en los Evangelios como un “material furtivo” por la fuerza misma de la tradición real sobre Jesús. En pocas palabras: la investigación histórico-crítica sobre éste y los orígenes del cristianismo revelan la falacia de la construcción eclesiástica del Cristo celeste.
En síntesis: PO ha concebido todo su ensayo sobre el timo de la religión en la aclaración y denuncia de los falsos fundamentos de la teología y de la pseudo historia, que producen una visión dualista de la realidad (materia/espíritu, no reducible a la primera), que es rotundamente falsa. No existe más que un monismo materialista cuya expresión más simple es que todo consiste en pura energía y movimiento gobernado por la selección natural. Opina PO que la fe ciega inducida por las religiones en la existencia de referentes ónticos imaginarios, como el alma/espíritu, la divinidad, lo sobrenatural, etc., encuentra su manifestación más extrema y falaz en los modelos monoteístas de las religiones de salvación, y particularmente “en los credos teístas, que invocan supuestas revelaciones sobrenaturales, sagradas, que se postulan como declaraciones procedentes de un Dios único y universal, personal, creador desde la nada, increado y eterno, así como juez y salvador de todas las almas humanas” tras la muerte, almas que naturalmente superviven por toda la eternidad en un mundo mas allá de los sentidos. “En él los pecadores recibirán ejemplares castigos sin fin, mientras que los bienaventurados verán colmados los anhelos ancestrales, y a la vez infantiles, de una vida de beatitud sin límites” (p. 249).
Mi opinión sobre este libro va a limitarse a juicios generales, ya que es demasiado rico en ideas para discutirlas pormenorizadamente. Me parece un libro absolutamente serio y profundo, aunque claro, dentro de lo que cabe en un ensayo que no es una narración o una novela. Está destinado a ser leído no por profesionales de la filosofía , sino por el lector culto. Su lectura es en extremo conveniente porque ofrece gran cantidad de información, bien contrastada y al día, y un notable cúmulo de ideas para pensar y repensar. Y lo es también porque sacude la mayoría de las certezas expandidas entre las genes por los sermones religiosos y porque obliga a una reflexión personal sobre temas tan vitales.
La visión sobre el Jesús histórico y sobre la reinterpretación paulina que lo transforma en el Cristo celeste me parecen en líneas generales muy ajustada a los resultados de la investigación crítica, seria e independiente, que se van transformando poco a poco en consensos interpretativos entre gran cantidad de estudiosos, incluidos los confesionales. Por tanto, leer este libro enriquece sobremanera. Por cierto, echo de menos una “Bibliografía” al final del libro, puesto que los autores citados son muchos, para no tener que buscar entre las páginas sus datos. Igualmente me encantaría que en ocasiones se precisara con mayor nitidez le edición y página de os textos que se están citando.
Por otro lado, respecto a la rotundidad de la defensa de PO de un materialismo histórico como herramienta interpretativa, con todas sus consecuencias intelectuales, me siento personalmente inseguro, quizás porque no sea tan valiente. Prefiero un agnosticismo realmente más cómodo y el encogerme de hombros (“no sé ni probablemente sabré nada cierto”) a una afirmación profunda de ateísmo, es decir, a esa suerte de ímpetu de probar positivamente en cuanto se pueda la no existencia de Dios…, que naturalmente –y esto sí me parece totalmente seguro… y debo aceptarlo-- no puede ser en absoluto la divinidad que nos han transmitido después de diecinueve siglos de exégesis confesional.
Mi ánimo se inclina más, dentro del agnosticismo, hacia una simpatía por una suerte de panteísmo estoico, o quizás espinoziano (Deus sive natura… sive Ratio universalis), al que le encantaría (wishful thinking?) aceptar la existencia de una divinidad como Razón universal de todo, la cual sería al final de la existencia individual como el gran “seno”, origen de todo, suprema Razón, al que finalmente van a parar y fundirse todas las partículas de razón que en el universo han sido.
Pero no veo, ni me preocupo especialmente de esta cuestión última, porque pienso que cuando el ser humano racional y sensato queda convencido --ante los problemas insolubles como la existencia de Dios-- que no puede llegar a solución alguna enteramente satisfactoria )en concreto que no le es posible probar ni refutar convincentemente la existencia o no de Dios) debe dejar esas cuestiones de lado después de una madura reflexión. Como ya he pensado mucho en ellas, las meto en un cajón mental y doy vueltas a la llave. Pero espero que algún día tenga alguna iluminación que me oriente en este mar de perplejidades. Pienso igualmente que --al menos personalmente para mí-- esta “duda metódica” y agnóstica es mejor y más llena de esperanza, quizás infantil, que la seguridad o creencia, de que después de una gran sinfonía --ejecutada en un auditorio maravilloso y por una espléndida orquesta y con un sabio director— y tras su último acorde, que resuena durante un par de segundos, siga el silencio de una nada absoluta…
Saludos cordiales de Antonio Piñero.
Universidad Complutense de Madrid
www.antoniopinero.com