Escribe Antonio Piñero
Foto: Karl Kautsky
Después de más de 100 páginas de prenotandos metodológicos –para mí muy interesantes, pero que suele interesar poco al lector medio más allá de las líneas generales–, el libro de F. Bermejo, que estoy comentando sin prisas, “La invención de Jesús de Nazaret. Historia, ficción, historiografía” (Siglo XXI 2018), comienza la reconstrucción de Jesús no por su infancia, su enseñanza o por cualquier otro motivo, por ejemplo, por su relación con Juan Bautista –que para mí ofrece el marco ideológico del personaje también con cierta nitidez–, sino por su muerte en cruz.
Esto es muy original, pero lo creo acertado. Y se inicia con una frase del historiador marxista Karl Kautsky, que sirve de “leitmotiv”, motivo o “línea guiadora” de esta parte de su libro (de Bermejo): “Esta es (en sentido general, pero sobretodo referida a la Pasión) una historia muy rara, llena de contradicciones, que originalmente debe de haber rezado de un modo muy distinto”. Pero nuestro autor no se lanza “in medias res”, es decir, inmediatamente al abordaje de las cuestiones de los últimos días de Jesús, sino que hace anteceder páginas sucintas de visiones históricas y sociológicas generales, que sirven al lector para situarse correctamente en el ambiente histórico que afecta al sentido de la vida y muerte de Jesús, y que ayudan al lector a comprenderlas.
Estos prenotandos tratan del “Contexto histórico: Galilea y Judea en los siglos I antes y I después de nuestra era”: el marco político; las circunstancias socioeconómicas del momento; la matriz religiosa: un judaísmo nada simple, sino de ideario religioso muy complejo; y el escenario lingüístico y cultural (pp. 119-140).
Me detendré lo más brevemente posible en estos prolegómenos.
Respecto al contexto histórico de Judea y Galilea, Bermejo insiste en la absoluta necesidad de contextualizar a Jesús. Es importante esta idea, porque –si se asiste hoy día a un oficio religioso, y se oye en un sermón u homilía, las palabras de Jesús repetidas y explicadas por un sacerdote–, se observará que se sacan casi siempre de su contexto, y se aplican sin más a las circunstancias del siglo XXI. Ello supone con casi total seguridad que el sentido que le da el predicador a una sentencia de Jesús (por ejemplo, “Mi reino no es de es mundo”: Jn 18,36) o bien no lo dijo el Jesús histórico –en opinión de la mayoría de los intérprete incluso católicos–, o bien no se explican tal como las entendería un lector del Evangelio en el siglo I, o como quiso el autor que se entendieran.
Bermejo huye de lo que califica “mitos de corte sobrenatural” y de la pintura de un “Jesús como un hombre singular y único en la historia”. Insiste en que las aspiraciones del Galileo se encuadran en marco del rechazo popular de la monarquía de los asmoneos/macabeos (es lo mismo; H/Asmón es el ascendiente más notable del padre de Judas Macabeo, el sacerdote Matatías), que se había corrompido, y sobre todo en de la notable censura, igualmente popular, de la monarquía de Herodes el Grande, que según el pueblo y con razón, había usurpado el trono legítimo, y se había entregado en manos de los invasores romanos.
Este ambiente condujo al pueblo al deseo de tener un monarca como Dios mandaba, es decir, un rey davídico ideal de acuerdo con la profecía de Natán de 2 Samuel 7,14-16: “Yo seré para él padre y él será para mí hijo. Si hace mal, le castigaré con vara de hombres y con golpes de hombres, pero no apartaré de él mi amor… Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí; tu trono estará firme, eternamente”.
La gente sabía (¿?) que ya no existían los davídidas históricos, pues el último descendiente, Zorobabel, había muerto de una manera misteriosa (y nunca aclarada del todo) hacia siglos, en la época del retorno del exilio de Babilonia y tras la reconstrucción del templo de Salomón, hacia el 515 a. C. A pesar de ello el pueblo judío siguió esperando en el retorno al trono de un retoño de David, sea como fuere (quizás la gente pensaba que algún descendiente habría sobrevivido; o bien que Dios suscitaría milagrosamente un davídida; o bien que el futuro rey fuera espiritualmente hijo de David. El apócrifo Salmo de Salomón 17,21 (“21 Mira a tu pueblo, Señor, y suscítale un rey, un hijo de David, en el momento que tú elijas, oh Dios, para que reine en Israel tu siervo”) da testimonio de estas esperanzas. Del mismo modo, las genealogías de Jesús de Mt 1 y Lc 3 muestran que el pueblo esperaba a un “hijo de David”. Igualmente lo testimonia el resto de los evangelios sinópticos. Por ejemplo, cómo aclamaba el ciego Bartimeo a Jesús como “Hijo de David” (Mc 10,47), o cómo discutía Jesús si el mesías habría de ser, o no, hijo directo de David (Mc 12,35-37).
Y, por último, los textos mesiánicos básicos de la Biblia hebrea se leían en la sinagoga los sábados y estaban en la memoria de las gentes. Así los salmos 72,2-16 (los reyes de la tierra se postrarán ante el hijo de David); 89,20-38 (la lealtad y el amor de Yahvé irán con él); 110,1-4: (“Siéntate a mi diestra, hasta que yo haga de tus enemigos el estrado de tus pies”). Y sobre todo textos muy recordados de Números 24,7-19 (Balaán ve en su profecía la estrella y el cetro de David) e Isaías 11,1-10 (“Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre él el espíritu de Yahvé). El rey futuro estaba totalmente idealizado en las mentes populares, y se esperaba con gran convicción que su reinado marcaría el fin de los calamitosos momentos presentes de un mundo corrompido por la injusticia, y que habría de brillar para siempre la paz y prosperidad del reino de Dios.
Señala también Bermejo, con razón, cómo en tiempos de Jesús estaba muy viva la “filosofía/teología” militarista, que se había expandido después de que Roma hubiera impuesto un censo, para cobrar impuestos, en Judea, el año 6 d. C. La revuelta consiguiente de Judas el Galileo, cuyo recuerdo estaba vivo entre el pueblo, marcaría –se supone– la mentalidad de Jesús el galileo. Durante el primer tercio del siglo I, abunda nuestro autor, se vivieron momentos, más de lo que parece, de notable resistencia popular contra la bota de los romanos que pisaba impíamente el terreno de Israel, tierra solo de Dios y de su pueblo elegido.
La violencia antirromana (a pesar de la famosa definición de Tácito: Historias V 9,2: “Bajo el reinado de Tiberio hubo tranquilidad en Israel/Palestina”) fue más visible de lo que dan a entender los Evangelios. Ciertamente en la época de los “prefectos” romanos (6-41 d. C.) hubo menos violencia antirromana que en la época de los “procuradores” (44-66), pero también la hubo, y el ambiente, latente, era de oposición total a los romanos por parte del pueblo, aunque menos entre ciertos fariseos conformistas y, naturalmente, entre los dirigentes colaboracionistas.
Para comprender bien a Jesús de Nazaret y su aventura final, que lo condujo a la muerte en cruz, hay que tener en cuenta que el pueblo sentía que Israel habría de ser “una nación judía independiente” y que al fin y al cabo este “había sido el ideal de todos los profetas de antaño y de los visionarios judíos de la época llamada del Segundo Templo (desde el retorno del exilio babilónico –siglo V a. C.– hasta el 70 d. C.)” (p. 124).
Saludos cordiales de Antonio Piñero
http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html
Foto: Karl Kautsky
Después de más de 100 páginas de prenotandos metodológicos –para mí muy interesantes, pero que suele interesar poco al lector medio más allá de las líneas generales–, el libro de F. Bermejo, que estoy comentando sin prisas, “La invención de Jesús de Nazaret. Historia, ficción, historiografía” (Siglo XXI 2018), comienza la reconstrucción de Jesús no por su infancia, su enseñanza o por cualquier otro motivo, por ejemplo, por su relación con Juan Bautista –que para mí ofrece el marco ideológico del personaje también con cierta nitidez–, sino por su muerte en cruz.
Esto es muy original, pero lo creo acertado. Y se inicia con una frase del historiador marxista Karl Kautsky, que sirve de “leitmotiv”, motivo o “línea guiadora” de esta parte de su libro (de Bermejo): “Esta es (en sentido general, pero sobretodo referida a la Pasión) una historia muy rara, llena de contradicciones, que originalmente debe de haber rezado de un modo muy distinto”. Pero nuestro autor no se lanza “in medias res”, es decir, inmediatamente al abordaje de las cuestiones de los últimos días de Jesús, sino que hace anteceder páginas sucintas de visiones históricas y sociológicas generales, que sirven al lector para situarse correctamente en el ambiente histórico que afecta al sentido de la vida y muerte de Jesús, y que ayudan al lector a comprenderlas.
Estos prenotandos tratan del “Contexto histórico: Galilea y Judea en los siglos I antes y I después de nuestra era”: el marco político; las circunstancias socioeconómicas del momento; la matriz religiosa: un judaísmo nada simple, sino de ideario religioso muy complejo; y el escenario lingüístico y cultural (pp. 119-140).
Me detendré lo más brevemente posible en estos prolegómenos.
Respecto al contexto histórico de Judea y Galilea, Bermejo insiste en la absoluta necesidad de contextualizar a Jesús. Es importante esta idea, porque –si se asiste hoy día a un oficio religioso, y se oye en un sermón u homilía, las palabras de Jesús repetidas y explicadas por un sacerdote–, se observará que se sacan casi siempre de su contexto, y se aplican sin más a las circunstancias del siglo XXI. Ello supone con casi total seguridad que el sentido que le da el predicador a una sentencia de Jesús (por ejemplo, “Mi reino no es de es mundo”: Jn 18,36) o bien no lo dijo el Jesús histórico –en opinión de la mayoría de los intérprete incluso católicos–, o bien no se explican tal como las entendería un lector del Evangelio en el siglo I, o como quiso el autor que se entendieran.
Bermejo huye de lo que califica “mitos de corte sobrenatural” y de la pintura de un “Jesús como un hombre singular y único en la historia”. Insiste en que las aspiraciones del Galileo se encuadran en marco del rechazo popular de la monarquía de los asmoneos/macabeos (es lo mismo; H/Asmón es el ascendiente más notable del padre de Judas Macabeo, el sacerdote Matatías), que se había corrompido, y sobre todo en de la notable censura, igualmente popular, de la monarquía de Herodes el Grande, que según el pueblo y con razón, había usurpado el trono legítimo, y se había entregado en manos de los invasores romanos.
Este ambiente condujo al pueblo al deseo de tener un monarca como Dios mandaba, es decir, un rey davídico ideal de acuerdo con la profecía de Natán de 2 Samuel 7,14-16: “Yo seré para él padre y él será para mí hijo. Si hace mal, le castigaré con vara de hombres y con golpes de hombres, pero no apartaré de él mi amor… Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí; tu trono estará firme, eternamente”.
La gente sabía (¿?) que ya no existían los davídidas históricos, pues el último descendiente, Zorobabel, había muerto de una manera misteriosa (y nunca aclarada del todo) hacia siglos, en la época del retorno del exilio de Babilonia y tras la reconstrucción del templo de Salomón, hacia el 515 a. C. A pesar de ello el pueblo judío siguió esperando en el retorno al trono de un retoño de David, sea como fuere (quizás la gente pensaba que algún descendiente habría sobrevivido; o bien que Dios suscitaría milagrosamente un davídida; o bien que el futuro rey fuera espiritualmente hijo de David. El apócrifo Salmo de Salomón 17,21 (“21 Mira a tu pueblo, Señor, y suscítale un rey, un hijo de David, en el momento que tú elijas, oh Dios, para que reine en Israel tu siervo”) da testimonio de estas esperanzas. Del mismo modo, las genealogías de Jesús de Mt 1 y Lc 3 muestran que el pueblo esperaba a un “hijo de David”. Igualmente lo testimonia el resto de los evangelios sinópticos. Por ejemplo, cómo aclamaba el ciego Bartimeo a Jesús como “Hijo de David” (Mc 10,47), o cómo discutía Jesús si el mesías habría de ser, o no, hijo directo de David (Mc 12,35-37).
Y, por último, los textos mesiánicos básicos de la Biblia hebrea se leían en la sinagoga los sábados y estaban en la memoria de las gentes. Así los salmos 72,2-16 (los reyes de la tierra se postrarán ante el hijo de David); 89,20-38 (la lealtad y el amor de Yahvé irán con él); 110,1-4: (“Siéntate a mi diestra, hasta que yo haga de tus enemigos el estrado de tus pies”). Y sobre todo textos muy recordados de Números 24,7-19 (Balaán ve en su profecía la estrella y el cetro de David) e Isaías 11,1-10 (“Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre él el espíritu de Yahvé). El rey futuro estaba totalmente idealizado en las mentes populares, y se esperaba con gran convicción que su reinado marcaría el fin de los calamitosos momentos presentes de un mundo corrompido por la injusticia, y que habría de brillar para siempre la paz y prosperidad del reino de Dios.
Señala también Bermejo, con razón, cómo en tiempos de Jesús estaba muy viva la “filosofía/teología” militarista, que se había expandido después de que Roma hubiera impuesto un censo, para cobrar impuestos, en Judea, el año 6 d. C. La revuelta consiguiente de Judas el Galileo, cuyo recuerdo estaba vivo entre el pueblo, marcaría –se supone– la mentalidad de Jesús el galileo. Durante el primer tercio del siglo I, abunda nuestro autor, se vivieron momentos, más de lo que parece, de notable resistencia popular contra la bota de los romanos que pisaba impíamente el terreno de Israel, tierra solo de Dios y de su pueblo elegido.
La violencia antirromana (a pesar de la famosa definición de Tácito: Historias V 9,2: “Bajo el reinado de Tiberio hubo tranquilidad en Israel/Palestina”) fue más visible de lo que dan a entender los Evangelios. Ciertamente en la época de los “prefectos” romanos (6-41 d. C.) hubo menos violencia antirromana que en la época de los “procuradores” (44-66), pero también la hubo, y el ambiente, latente, era de oposición total a los romanos por parte del pueblo, aunque menos entre ciertos fariseos conformistas y, naturalmente, entre los dirigentes colaboracionistas.
Para comprender bien a Jesús de Nazaret y su aventura final, que lo condujo a la muerte en cruz, hay que tener en cuenta que el pueblo sentía que Israel habría de ser “una nación judía independiente” y que al fin y al cabo este “había sido el ideal de todos los profetas de antaño y de los visionarios judíos de la época llamada del Segundo Templo (desde el retorno del exilio babilónico –siglo V a. C.– hasta el 70 d. C.)” (p. 124).
Saludos cordiales de Antonio Piñero
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