Hoy escribe Fernando Bermejo
Es interesante, en primer lugar, atender al contexto en que se hallan los parágrafos sobre la pena de muerte en el CIC. De las 4 partes en que se divide el Catecismo -Profesión de la fe, Celebración del Misterio cristiano, Vida en Cristo, Oración cristiana-, se hallan en la Parte 3ª, Sección 2ª (“Los Diez Mandamientos”), Capítulo 2º (“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”), Artículo 5º (Comentario al 5º Mandamiento), en el apartado sobre la legítima defensa, que comprende los nn. 2263-2267, y fuera del apartado sobre el homicidio voluntario, que se encuentra a continuación. Esta contextualización nos permite ya comenzar a abordar de manera sistemática los contenidos del texto.
En efecto, que la pena de muerte sea tratada en el contexto de la legítima defensa evidencia ya la confusión mental -y al parecer también la confusión moral- de los redactores del Catecismo. ¿Por qué?
Se invoca con frecuencia el concepto de legítima defensa como el mejor fundamento de la licitud moral de la pena de muerte. Esta invocación evidencia su debilidad cuando se repara en que el concepto de legítima defensa es válido únicamente aplicado a la reacción de un individuo particular o un Estado frente a una agresión directa y firme, estribando la legitimidad del uso de la violencia para defenderse en el hecho de que en tal caso no es posible ninguna otra respuesta para hacer frente al agresor.
Ahora bien, la pena de muerte no es un acto de legítima defensa frente a una amenaza inminente contra la vida: consiste, por el contrario, en dar muerte de forma premeditada a un preso que podría ser castigado con otros métodos menos gravosos e igualmente eficaces. Una ejecución constituye una agresión extrema contra la integridad física y mental de una persona que se encuentra indefensa a disposición de las autoridades. Esto muestra ya aquí hasta qué punto llega el carácter inconsistente de todo ordenamiento jurídico que legitime la pena de muerte, pues los mismos ordenamientos jurídicos han establecido que el crimen premeditado es más grave que el pasional.
Hay incluso quien ha argumentado que la pena capital es el más premeditado de los asesinatos, al cual, al menos en cierto sentido, no puede compararse ningún acto criminal. Pues, para que hubiera una equivalencia, la pena de muerte tendría que castigar a un criminal que hubiese avisado a su víctima de la fecha en la que le infligiría la muerte y que a partir de ese momento la hubiera encerrado a su merced durante semanas, meses o años. Significativamente, tales casos no se dan (o apenas) en la vida privada, pero sí en la acción punitiva de los Estados.
Así pues, la legitimidad de la “legítima defensa” está dictada por el hecho de que al agredido no le es posible ninguna otra respuesta para hacer frente al agresor que emplear a su vez la violencia, por lo que ésta adquiere un carácter de necesidad que minimiza o suprime su carácter arbitrario. Aun admitiendo que desde el punto de vista cristiano pueda sostenerse la legitimidad de una defensa en la que algún tipo de violencia sea usada, la pena de muerte no es un acto de legítima defensa contra un agresor frente al cual nos encontramos indefensos, sino más bien al revés: consiste en dar muerte de forma premeditada a una persona que se encuentra indefensa a disposición de las autoridades. No se trata de defendernos de un daño gravísimo que se nos viene encima, sino de exigir responsabilidades por delitos pasados con plena libertad para juzgar y determinar la pena que se considere más oportuna.
La inclusión de la pena de muerte en el contexto de la legítima defensa, y el empleo de la analogía del recurso a las armas en caso de ataque -tal como hace el CIC- constituyen, por tanto, penosas falacias jurídicas.
Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Es interesante, en primer lugar, atender al contexto en que se hallan los parágrafos sobre la pena de muerte en el CIC. De las 4 partes en que se divide el Catecismo -Profesión de la fe, Celebración del Misterio cristiano, Vida en Cristo, Oración cristiana-, se hallan en la Parte 3ª, Sección 2ª (“Los Diez Mandamientos”), Capítulo 2º (“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”), Artículo 5º (Comentario al 5º Mandamiento), en el apartado sobre la legítima defensa, que comprende los nn. 2263-2267, y fuera del apartado sobre el homicidio voluntario, que se encuentra a continuación. Esta contextualización nos permite ya comenzar a abordar de manera sistemática los contenidos del texto.
En efecto, que la pena de muerte sea tratada en el contexto de la legítima defensa evidencia ya la confusión mental -y al parecer también la confusión moral- de los redactores del Catecismo. ¿Por qué?
Se invoca con frecuencia el concepto de legítima defensa como el mejor fundamento de la licitud moral de la pena de muerte. Esta invocación evidencia su debilidad cuando se repara en que el concepto de legítima defensa es válido únicamente aplicado a la reacción de un individuo particular o un Estado frente a una agresión directa y firme, estribando la legitimidad del uso de la violencia para defenderse en el hecho de que en tal caso no es posible ninguna otra respuesta para hacer frente al agresor.
Ahora bien, la pena de muerte no es un acto de legítima defensa frente a una amenaza inminente contra la vida: consiste, por el contrario, en dar muerte de forma premeditada a un preso que podría ser castigado con otros métodos menos gravosos e igualmente eficaces. Una ejecución constituye una agresión extrema contra la integridad física y mental de una persona que se encuentra indefensa a disposición de las autoridades. Esto muestra ya aquí hasta qué punto llega el carácter inconsistente de todo ordenamiento jurídico que legitime la pena de muerte, pues los mismos ordenamientos jurídicos han establecido que el crimen premeditado es más grave que el pasional.
Hay incluso quien ha argumentado que la pena capital es el más premeditado de los asesinatos, al cual, al menos en cierto sentido, no puede compararse ningún acto criminal. Pues, para que hubiera una equivalencia, la pena de muerte tendría que castigar a un criminal que hubiese avisado a su víctima de la fecha en la que le infligiría la muerte y que a partir de ese momento la hubiera encerrado a su merced durante semanas, meses o años. Significativamente, tales casos no se dan (o apenas) en la vida privada, pero sí en la acción punitiva de los Estados.
Así pues, la legitimidad de la “legítima defensa” está dictada por el hecho de que al agredido no le es posible ninguna otra respuesta para hacer frente al agresor que emplear a su vez la violencia, por lo que ésta adquiere un carácter de necesidad que minimiza o suprime su carácter arbitrario. Aun admitiendo que desde el punto de vista cristiano pueda sostenerse la legitimidad de una defensa en la que algún tipo de violencia sea usada, la pena de muerte no es un acto de legítima defensa contra un agresor frente al cual nos encontramos indefensos, sino más bien al revés: consiste en dar muerte de forma premeditada a una persona que se encuentra indefensa a disposición de las autoridades. No se trata de defendernos de un daño gravísimo que se nos viene encima, sino de exigir responsabilidades por delitos pasados con plena libertad para juzgar y determinar la pena que se considere más oportuna.
La inclusión de la pena de muerte en el contexto de la legítima defensa, y el empleo de la analogía del recurso a las armas en caso de ataque -tal como hace el CIC- constituyen, por tanto, penosas falacias jurídicas.
Saludos cordiales de Fernando Bermejo