Notas

La pena de muerte en el CIC (VIII): Coherencia y falacias

Redactado por Antonio Piñero el Miércoles, 5 de Diciembre 2012 a las 05:50

Hoy escribe Fernando Bermejo

La postura de la tradición cristiana respecto a la pena de muerte resulta muy instructiva, tanto en sí misma como para comprender las falacias del presente. En sus primeros tiempos el cristianismo, desvinculado aún de la sociedad política en cuyo ámbito se desenvolvía, se mostró decididamente adverso a las penas corporales y capitales. En consonancia con ello, en el período que para simplificar podemos denominar pre-constantiniano la Iglesia rechazó siempre el ingreso de los cristianos en el ejército, incluso en el s. III, cuando muchos soldados se habían convertido; por lo mismo, y con más razón, se opuso a la legitimidad de toda imposición de la pena capital por parte de la judicatura. Vale la pena reproducir un texto de Lactancio muy citado, en el que se aprecia todavía la radicalidad del planteamiento:

“Cuando Dios prohíbe matar se refiere no sólo al asesinato para robar, lo cual ni por las leyes públicas está permitido, sino también a aquellas otras cosas que los hombres consideran lícitas [...] Por eso no es lícito al jurista, cuya tarea es la administración de la justicia, acusar a uno de un delito capital, ya que no existe ninguna diferencia entre matar con la palabra y matar con la espada; lo que está prohibido es el hecho mismo de dar muerte a un hombre”

Pero si esa era la situación al principio, muy poco tiempo después la situación había cambiado sustancialmente. La conversión del cristianismo en religión oficial sería el punto de partida para un giro significativo en el planteamiento. Tal vez porque muchos cristianos trabajaban ya en las instituciones estatales y porque estas defendían ahora a la Iglesia, se fue aceptando la praxis penal del imperio. La acomodación se muestra en que el primitivo rechazo se convierte en tolerancia. Más aún, dado que el Estado pasa a entenderse como instrumentum regni, como un posible instrumento para la llegada del “reino de Dios”, paulatinamente la tolerancia se convierte en una defensa teológica de la pena de muerte, reconociendo al soberano la potestad de imponerla al reo que lesionase gravemente la justicia. La Iglesia no tiene este poder, pues su misión es de orden espiritual, pero ya no tendrá mayores reparos en su ejecución civil. A partir de la Edad Media la defensa de la pena de muerte se hace común, sin apenas ninguna voz discordante.

Por supuesto, en una historia que ha durado muchos siglos y afectado a millones de individuos, siempre cabe citar algunas excepciones. Así, por ejemplo, puede recordarse a Gregorio Magno, quien no quiso intervenir por la fuerza en el conflicto de los longobardos “porque, como temo a Dios, me aterra comprometerme en la muerte de cualquier hombre” (Epist. 47). También puede aducirse el texto del papa Nicolás I en su respuesta a los búlgaros, cuyo rey había sofocado una rebelión con la fuerza: “Pues, aunque pudisteis salvar la vida de los vencidos, no permitisteis de ninguna manera que vivieran ni los quisisteis salvar, en lo cual obrasteis muy mal, porque está escrito: sin misericordia será juzgado el que no hace misericordia [...] Así vosotros, después de que habéis sido llamados por Dios e iluminados por su luz, no debéis ser ávidos de infligir la muerte a nadie como antes, sino que en todo momento debéis reclamar para todos la vida, tanto del cuerpo como del alma. Así como Cristo os liberó a vosotros de la muerte eterna, en la que os encontrabáis, ganándoos para la vida eterna, así vosotros debéis procurar a toda costa librar de la muerte lo mismo a los inocentes que a los culpables” (Epist. 97). Estas excepciones no hacen, lamentablemente, sino confirmar la regla.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Miércoles, 5 de Diciembre 2012
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