Hoy escribe Fernando Bermejo
Si se comparan los párrafos relativos a la pena de muerte en el Catecismo de la Iglesia Católica con otros presentes en el mismo, se apreciarán toda una serie de flagrantes contradicciones, de las cuales no es la menos grave la existente entre la pomposa afirmación de la inviolabilidad de la vida humana y la condena implacable del aborto -al que se le mantiene, además, la pena de excomunión- y la legitimación de la pena de muerte para ciertos casos.
Otra contradicción proviene del hecho de que el Catecismo enuncia con claridad el principio según el cual “No está permitido hacer el mal para obtener un bien” (nº 1756). Ahora bien, por muchos malabarismos dialécticos y distinciones escolásticas que se hagan, la ejecución de un reo en virtud de una sentencia judicial entraña, diríase, un cierto mal. Si se mantiene el principio mencionado, habrá que reconocer que la pena de muerte no es admisible.
De nuevo se detecta una contradicción cuando se repara en que para legitimar la pena de muerte el texto invoca el “bien común de la sociedad”. Ahora bien, de una antropología cristiana no se deriva necesariamente que la sociedad sea el fin último, a expensas de la vida del individuo, por culpable que sea. De hecho, en el nº 1881 del mismo Catecismo se lee: “Cada comunidad se define por su fin y obedece a reglas específicas, pero el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana” (con cita de GS 25, 1). Con la pena de muerte este principio queda invalidado, pues la persona humana, supuestamente sujeto intocable, es sacrificada en aras de una comunidad determinada, con lo cual deja de ser el fin de las instituciones como se proclama en el principio enunciado.
De la lectura del Catecismo se deduce que la Iglesia Católica, por medio de su jerarquía, no se decide a dar el paso de la abolición en el campo teórico, sino que se atiene a un retencionismo maquillado. Ahora bien, si el texto del CIC adolece de numerosas falacias e inconsistencias, ¿por qué me he referido igualmente -en otro nivel- a su coherencia? Lo veremos en próximos posts.
Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Si se comparan los párrafos relativos a la pena de muerte en el Catecismo de la Iglesia Católica con otros presentes en el mismo, se apreciarán toda una serie de flagrantes contradicciones, de las cuales no es la menos grave la existente entre la pomposa afirmación de la inviolabilidad de la vida humana y la condena implacable del aborto -al que se le mantiene, además, la pena de excomunión- y la legitimación de la pena de muerte para ciertos casos.
Otra contradicción proviene del hecho de que el Catecismo enuncia con claridad el principio según el cual “No está permitido hacer el mal para obtener un bien” (nº 1756). Ahora bien, por muchos malabarismos dialécticos y distinciones escolásticas que se hagan, la ejecución de un reo en virtud de una sentencia judicial entraña, diríase, un cierto mal. Si se mantiene el principio mencionado, habrá que reconocer que la pena de muerte no es admisible.
De nuevo se detecta una contradicción cuando se repara en que para legitimar la pena de muerte el texto invoca el “bien común de la sociedad”. Ahora bien, de una antropología cristiana no se deriva necesariamente que la sociedad sea el fin último, a expensas de la vida del individuo, por culpable que sea. De hecho, en el nº 1881 del mismo Catecismo se lee: “Cada comunidad se define por su fin y obedece a reglas específicas, pero el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana” (con cita de GS 25, 1). Con la pena de muerte este principio queda invalidado, pues la persona humana, supuestamente sujeto intocable, es sacrificada en aras de una comunidad determinada, con lo cual deja de ser el fin de las instituciones como se proclama en el principio enunciado.
De la lectura del Catecismo se deduce que la Iglesia Católica, por medio de su jerarquía, no se decide a dar el paso de la abolición en el campo teórico, sino que se atiene a un retencionismo maquillado. Ahora bien, si el texto del CIC adolece de numerosas falacias e inconsistencias, ¿por qué me he referido igualmente -en otro nivel- a su coherencia? Lo veremos en próximos posts.
Saludos cordiales de Fernando Bermejo